El cine de Martin McDonagh posee siempre una naturaleza esencialmente dramática: todas sus películas tienen, en efecto, la estructura argumental de obras teatrales; y todas ellas, además, representan tramas en las que (al modo de una cierta tendencia en el teatro contemporáneo) sus protagonistas se enfrentan a sus propios fantasmas y dilemas existenciales, y lo hacen en el marco de situaciones dramáticas particularmente extremadas (que incorporan la tristeza, el sufrimiento y la muerte como culminación de las mismas). Se trata ciertamente de un estilo de teatro -y, consiguientemente, también de cine- decididamente efectista, que bordea siempre los límites de la verosimilitud. Pero que, cuando funciona en términos dramáticos, y pese a ello dicha vis dramática no llega a asfixiar la representación audiovisual (véase, por ejemplo, aquí), es capaz de resaltar facetas más bien inadvertidas de la realidad de la existencia humana.
Tengo para mí que en The Banshees of Inisherin esta forma de construir la narración cinematográfica sí que alcanza a funcionar, hasta cierto punto. Pues, aunque el punto de partida (el planteamiento dramático) resulte un tanto forzado, sin embargo, el desarrollo del drama es lo suficientemente rico (en particular, por las excelentes prestaciones interpretativas de los actores y actrices protagonistas) como para introducir en el desarrollo de la trama los matices necesarios para lo artificioso de la misma no impida una representación rica en revelaciones de los dilemas humanos subyacentes.
Porque, en definitiva, lo que The Banshees of Inisherin nos muestra son los dilemas de tres seres humanos, en franco combate con su medio social, para intentar preservar su personalidad más profunda. Dos de ellos, Colm (Brendan Gleeson) y Siobhán (Kerry Condon) se sienten ahogados por la inanidad de una tranquila vida rural, dentro de una comunidad pacífica (pero atravesada siempre por una violencia soterrada: la guerra civil irlandesa que está en el trasfondo, la violencia doméstica,...), tradicionalista, inculta y sin mayores aspiraciones que seguir viviendo, sobreviviendo, trabajando y divirtiéndose. Una comunidad a la que pertenecen desde siempre, pero que se queda corta para sus aspiraciones (respectivamente: crear belleza, mediante la música, y aproximarse a la alta cultura, a través de un trabajo intelectualmente más gratificante). Quieren cambiar, en suma, la orientación de sus vidas.
Pero, por supuesto, ningún cambio es gratis: genera costes y, a veces, produce víctimas. Y aquí, la víctima resulta ser Pádraic (un espléndico Colin Farrell), quien repentinamente vendrá a descubrir que su mundo social, representado por su hermana -en el hogar- y en la vida pública por su amigo íntimo, se está quebrando: que los afectos que sienten hacia él no son suficientes para ellos; que necesitan abandonarle para ser felices... aunque para ello tengan que volverle desgraciado a él. De este modo, la película es en realidad la narración de la toma de conciencia de tres individuos (aparentemente bien integrados en una comunidad aparentemente armónica) acerca de la distancia -que en ocasiones puede volverse abismal- entre el yo público y las aspiraciones existenciales más íntimas de cada persona. Y de los inevitables costes (materiales y emocionales) que sacrificar ese yo público, transformándolo, para proteger dichas aspiraciones necesariamente conlleva.
Y es también la narración de una enorme incomprensión: la de un personaje, Pádraic, que carece de grandes aspiraciones (se conforma con vivir, trabajar y morir en el seno de su comunidad, rodeado de la gente a la quiere y que cree que le quieren) y que, por ello, apenas es capaz de entender lo que está ocurriendo: ¿por qué quienes parecían quererle pretenden ahora alejarse de él? Pádraic no lo entiende. Y esa falta de comprensión le va volviendo, a lo largo de la historia narrada en la película, triste; y también, debido a su tristeza, mezquino, porque intenta conservar lo único que posee (sus afectos, sus relaciones sociales, su vida sosegada y aburrida) y porque expresa su frustación con violencia. Triste, mezquino, sí. Pero también lúcido: va comprendiendo que no puede esperar que los demás sigan siendo siempre los mismos, que ya ha perdido. Que está solo.
Así, la historia narrada en la película viene a ser la de la disolución, en virtud de la acción de esos espíritus (tremendamente humanos -las banshees del título no son, en verdad, hadas en ningún sentido propio del término, sino tan solo las encarnaciones de las inquietudes que atenazan siempre a los seres humanos), de una comunidad: la micro-comunidad que, dentro de la comunidad más amplia de la isla de Inisherin, formaban Pádraic, su hermana Siobhán y su amigo Colm. Una comunidad que, como toda, se mantenía integrada por una combinación de tradición, rutina y afectos. Pero que no es capaz de resistir a la aterradora fuerza de la ansias, también tan humanas de libertad y autorrealización. Aunque, al cabo, ello suponga destrozar todo el universo de una sola persona (Pádraic), que en aquel marco había sido siempre una buena persona, y que ahora se ve sumida en la tristeza y en la desesperación (en la ansiedad que tantas malas acciones genera). Pero, ¿es que alguien creía que ser libre era sencillo?
(Acabo con un comentario sobre los aspectos formales de la película: la puesta en imágenes de la narración resulta apreciablemente convencional y sin ningún rasgo que llame particularmente la atención, ni para bien ni para mal. Únicamente cabe resaltar cierta tendencia a los planos generales "bonitos" que aprovechan la belleza de las localizaciones naturales de las escenas de exteriores de la película, pero que en realidad apenas resultan relevantes para la narración. Tentación esteticista que está siempre presente en quienes -como Martin McDonagh- construyen todas sus películas como representaciones trascendentales de temas "serios" e importantes.)