En las últimas décadas se ha estudiado a fondo (véase, por ejemplo, aquí) la cuestión de cómo crear (mediante un diseño institucional adecuado) un mercado razonablemente eficiente, de manera que la provisión de ciertos bienes o servicios dependa principalmente da la libre interacción entre demandantes y oferentes y de los niveles de equilibrio, en cuanto a cantidad y a precio, que en dicha interacción se alcancen. Sin embargo, mucha menor atención se ha prestado a la cuestión opuesta (la más relevante para la política criminal): ¿es realmente posible, mediante la acción estatal, suprimir un mercado allí donde existen unos sujetos -individuos o grupos- dispuestos a ofrecer un bien o servicio a cambio de una contraprestación, y existen asimismo otros deseosos de adquirir dicho bien o servicio y de pagar el precio por el mismo?
Hasta hoy, la evidencia empírica disponible (en materia de comercialización de drogas, de servicios sexuales, del paso de fronteras, de la compraventa de productos con marcas "falsificadas", etc.) parecería indicar que la respuesta a esta pregunta ha de ser negativa: que las alternativas realistas que parecen existir transitan entre la regulación (más o menos adecuada) y la desregulación (más o menos caótica); y que en este ámbito -como, en general, en todos los mercados- la actuación estatal lo único que puede hacer es aumentar o disminuir los costes y los riesgos (que es otra forma de afectar a los costes) de la actividad de comercialización, y con ello también los costes para los/as consumidores/as del bien o servicio, y los riesgos de defraudación que soportan. Y que, por el contrario, la alternativa de suprimir radicalmente un mercado (esto es, todos los mercados para un determinado bien o servicio: que dicho bien o servicio deje de ser obtenido a cambio de una contraprestación -porque pasa a ser obtenido gratuitamente, porque es proporcionado por el Estado o porque, en el límite, deja de consumirse) precisaría, para ser hecha valer, de tal grado de inversión en control social que resulta más bien inviable en términos prácticos (no solo por razones económicas, sino también por razones morales y políticas), salvo en situaciones extremas. En otros términos: que con el comercio solo se acaba cuando las costumbres y normas sociales cambian (cuando lo suprime la sociedad -ej.: el duelo), cuando existe imposibilidad física de comerciar (raro: ¡hasta en los campos de exterminio se comerciaba!) o cuando no existe incentivo alguno para hacerlo (porque, por ejemplo, el Estado, la familia o quien sea proporciona gratuitamente el bien o servicio -ej.: tradicionalmente, los cuidados a los/as hijos/as por parte de sus padres y madres).
Enquête sur un Scandale d'Etat narra un caso -real- de aparente corrupción policial: la implicación de los máximos responsables de la represión del tráfico de drogas de la policía francesa, precisamente, en dicho tráfico; facilitando la introducción en Francia de enormes cantidades de hachís por parte de un traficante que era, a la vez, informador de la policía, a cambio de sus servicios. Un caso que finaliza con la destitución de los responsables y la reestructuración de la unidad policial contra el tráfico de drogas. Pero sin que en realidad -así lo cuenta la película- lleguen a ponerse en cuestión los discutibles principios que inspiraban la estrategia de represión del comercio de drogas ilegales que estaba en la base de lo que constituyó el escándalo.
En efecto, más allá de las excrecencias corruptas que una actuación policial constantemente en el filo de la legalidad (que está necesitada, para resultar eficaz, de colaborar estrechamente con algunos de los delincuentes a los que teóricamente pretende perseguir) tiene necesariamente que producir, la cuestión más interesante, desde un punto de vista político-criminal, que en la historia narrada en la película se plantea es la siguiente: Jacques Billard (Vincent Lindon), Director de la Oficina Central Antidroga, mantiene que la clave de una estrategia eficaz de represión del tráfico de drogas no estriba en localizar alijos y decomisarlos, ni tampoco en impedir que la droga entre en el país. En su opinión, ambos objetivos resultan poco interesantes, pues el segundo no es realista (es imposible impermeabilizar completamente las fronteras de un estado abierto al mundo) y el primero no afecta verdaderamente a la economía del tráfico, puesto que se limita a incrementar muy ligeramente sus costes (incremento que, en todo caso, será repercutido al consumidor final, de un modo prácticamente inadvertido por este, sin trascendencia, pues, relevante alguna en los patrones de comercialización y consumo). Por el contrario, en su opinión, lo que es verdaderamente útil es ser capaces de acceder a la información sobre la logística del proceso de comercialización (quién y cómo se transporta la droga, dónde se almacena) y poder dañarla. Pues esto produciría unos costes económicos verdaderamente relevantes a las organizaciones responsables del tráfico, al obligarles a reestructurar su empresa (en el mejor de los casos, si la actuación policial es a este respecto eficaz y repetida, constantemente, creándose así una insostenible inestabilidad en la organización empresarial, y perturbando con ello de manera ahora sí relevante los patrones de comercialización y de consumo).
La consecuencia práctica de este tesis acerca de cuál era la mejor táctica policial para la represión del tráfico fue, en el caso concreto, el favorecimiento de una práctica continua de contrabando de grandes cargamentos de droga por parte de quien, infiltrado dentro de aquellas organizaciones criminales, era capaz de proporcionar la información deseada acerca de la organización logística del tráfico. Se alegó que dichos cargamentos estuvieron en todo momento bajo control. Pero, obviamente, un cargamento de drogas solamente tiene alguna utilidad (desde el punto de vista policial: para demostrar la autenticidad del informador que pasa por ser un traficante) si efectivamente es distribuida y comercializada... hasta el punto de que -como narra la película- una actuación policial, descoordinada, que localiza alguno de dichos alijos llega a poner en peligro toda la táctica de infiltración.
En otras palabras: para mantener un comercio ilegal bajo control, la única estrategia policial sedicentemente (aunque cuestionablemente) eficaz es participar en dicho tráfico y "vigilarlo desde dentro". En suma: autorizar la práctica de la delincuencia bajo supervisión policial (y, casi siempre, con participación -punible- de policías en dicha actividad delictiva).
¿De verdad es creíble este conjunto de mitologías policiacas acerca de eficacia, resultados, estrategias, control, etc., cada vez más alambicados y difusos? ¿No demuestra todo este ensueño burocrático (que algunos, contra toda evidencia, se empeñan aún en hacer como que creen fervientemente) que en realidad nos hallamos ante un callejón sin salida? ¿Que solamente la sociedad (o la extinción física) pueden acabar con el comercio, pero que ni la policía ni la ley lo logran nunca?
En este sentido, Enquête sur un Scandale d'Etat (una película, por lo demás, bastante convencional, aunque bien narrada) constituye, a mi parecer, un material espléndido para suscitar este debate, tan necesario.