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jueves, 30 de junio de 2022

Rafael Hernández Marín: Teoría general de las decisiones judiciales



1. Una teoría de la aplicación (judicial) del Derecho

Este libro (Marcial Pons, 2021) es el último -hasta ahora- de los varios que Rafael Hernández Marín ha publicado dentro de la misma línea de investigación y constituye la versión más elaborada y completa de una teoría general acerca del concepto de aplicación del Derecho. Una teoría que, ciertamente, resulta imprescindible para manejarse en el ámbito del conocimiento jurídico, tanto en el plano teórico (en la elaboración de las construcciones dogmáticas, que se supone que lo que pretenden es, precisamente, proporcionar criterios de aplicación del Derecho) como en el práctico (en la medida en que los órganos jurisdiccionales proclaman que su actividad esencial es justamente dicha aplicación). Y que, sin embargo, pocas veces se elabora y se presenta con el suficiente rigor conceptual. (Algo que en absoluto resulta baladí: si el concepto de aplicación del Derecho que se utiliza resulta vago, ambiguo o contradictorio, entonces casi cualquier cosa -cualquier solución a un caso- puede hacerse pasar por un acto de aplicación del Derecho. Desaparecen así los controles de racionalidad y el poder de decisión sobre los casos deviene -al menos, potencialmente- arbitrario...)

En este sentido, Hernández Marín cuenta con una ventaja fundamental para cumplir con el objetivo que se ha propuesto: su rigor metodológico. En efecto, para que la teoría general de la aplicación del Derecho sea posible (en tanto que tal teoría -vale decir, en tanto que teoría racionalmente fundada y con suficiente potencia explicativa), es imprescindible basarla en teorías rigurosas acerca del lenguaje jurídico, de las normas jurídicas, de la interpretación jurídica y del proceso. Puesto que, al fin y al cabo, aplicar el Derecho no es otra cosa que emplear las normas jurídicas para, interpretándolas, dar una solución conforme con el contenido de la mismas, en el marco de un proceso de adjudicación, a un caso.

Así, en el libro que comento Hernández Marín estudia qué relación ha de existir entre los actos de aplicación del Derecho y el contenido de esos enunciados lingüísticos a los que denominamos (y reconocemos como) normas jurídicas. Y lo hace planteando y respondiendo a las preguntas centrales: 1ª) ¿qué significa afirmar que un acto (jurisdiccional) constituye una aplicación de una norma?; 2ª) ¿cuándo un acto de aplicación aplica verdaderamente las normas procesales?; 3ª) ¿cuándo aplica las normas sustantivas (las normas primarias o las normas secundarias)?; 4ª) ¿qué margen de libertad de decisión deben atribuirse al órgano competente para aplicar una determinada norma?; y, por fin, 5ª) ¿cómo deben motivarse los actos de aplicación de normas?

2. La aplicación del Derecho como actividad esencialmente lingüística

El autor examina todas estas cuestiones dentro del concreto marco del ordenamiento jurídico español. Pero, como este no es particularmente original en su configuración, y las soluciones que Hernández Marín propone están tan bien justificadas desde un punto de vista teórico, lo cierto es que sus propuestas poseen un valor mucho más general, puesto que, con ligerísimas adaptaciones, son perfectamente trasladables a casi cualquier sistema jurídico mínimamente sofisticado (como prácticamente todos los contemporáneos lo son).

En esencia, la propuesta del autor, y lo que la hace particularmente interesante, estriba en negar -en muy buena medida- la especificidad de la aplicación del Derecho y, consiguientemente, en concebir los actos (de habla) de aplicación de las normas jurídicas (enunciados lingüísticos) como actos que deben estar en una determinada relación de verdad con la norma. A saber (un buen resumen aparece en la p. 131):

1º) Deben basarse en un enunciado (interpretante) que la interprete (entendiendo por tal un enunciado en relación de sinonimia con el enunciado normativo).

2º) Debe ser verdad que el enunciado de aplicación sea un enunciado condicional cuyo antecedente hace referencia a un hecho que está incluido en la extensión del enunciado interpretante.

3º) Debe ser un enunciados cuyo contenido decisorio (cuyo consecuente) hace referencia a una acción que está incluida en la extensión del enunciado interpretante.

Se trata, pues, de elaborar el concepto de aplicación de normas únicamente sobre la base de relaciones sintácticas y semánticas entre enunciados lingüísticos. Negando, por consiguiente, que para ello resulte necesario (como buena parte de la teoría del Derecho contemporánea sostiene) recurrir a la lógica (al llamado "silogismo de la subsunción") o a la teoría de la argumentación. Lógica y teoría de la argumentación que, sin duda, pueden -y, en mi opinión, deben- cumplir un papel esencial en el cumplimiento de la obligación jurisdiccional de motivar de la mejor manera posible los actos de aplicación del Derecho. Pero que, no obstante, no determinan que el acto en cuestión lo sea verdaderamente.

En este sentido, creo que Hernández Marín da en el clavo: la relación de aplicación (entre una decisión y una norma) tiene que ser, en efecto, sustancialmente de naturaleza lingüística, pues solamente así se puede asegurar que lo es; y, por consiguiente, es posible marcar una línea de demarcación entre decisiones que aplican normas y otras que no (aunque puedan aducirlas como razón o pretexto para justificar su contenido). Asimismo, acierta al sostener que no puede aceptarse la existencia de una específica "lógica jurídica" (sino la Lógica, la ciencia formal comúnmente conocida), ni de una específica teoría de la interpretación jurídica (la interpretación es una actividad lingüística común), ni una particular teoría de la argumentación jurídica (sino la retórica común). Proponiendo entonces, consiguientemente, la aplicación directa de los conceptos y teorías propios de dichas disciplinas (Lógica, Semántica, Retórica) al análisis y evaluación crítica de la actividad de interpretación y aplicación que llevan a cabo los órganos jurisdiccionales. Al menos, en la medida en que no existan normas jurídicas que en algún caso, eventualmente, lo prohíban. 

Hasta aquí, mis coincidencias con las tesis sostenidas por el autor (y desarrolladas in extenso y con el máximo rigor y coherencia, detallando todas y cada una de sus implicaciones teóricas y prácticas). En favor de las cuales hay que decir que, en comparación con otras teorías de la aplicación del Derecho disponibles en la doctrina, presentan cuando menos dos grandes ventajas: una teórica y otra práctica. Así, en primer lugar, desde el punto de vista teórico, la teoría de la aplicación del Derecho de Hernández Marín tiene la gran virtud de su parsimonia: es capaz de proporcionar una descripción y una explicación completas y -en mi opinión- convincentes del fenómeno de la aplicación de normas jurídicas prácticamente sin recurrir a ningún concepto o teoría específicamente "jurídicas" (y, por ello, siempre sospechosas de constituir explicaciones meramente ad hoc, sin un fundamente epistemológico suficiente), sino basándose únicamente en las teorías (lógicas y lingüísticas, principalmente) comúnmente aceptadas. En segundo lugar, desde el punto de vista práctico, destaca su capacidad para proponer una delimitación clara de la actividad de aplicación (judicial) del Derecho. Claridad esta que hace posible limitar de manera también transparente y racionalmente fundada la libertad de acción de quienes ejercen la jurisdicción, cuando alegan estar aplicando normas, lo que favorece el control de la arbitrariedad judicial.

Es cierto, sin embargo, que la claridad y el rigor metodológico que he venido destacando -y alabando- en la teoría no se obtiene sin pagar a cambio un precio no insignificante. En efecto, todo lo que la teoría tiene de rigurosa, tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico, lo tiene también de problemática como propuesta normativa (para guiar la acción de los órganos jurisdiccionales, cuando han de interpretar y aplicar el Derecho). Para expresarlo más abiertamente: resulta sobremanera loable que alguien se esfuerce en determinar (sobre unas bases racionales y bien justificadas) cuándo un órgano jurisdiccional está aplicando el Derecho y cuando solamente finge hacerlo; sin embargo, parece difícil defender una teoría normativa acerca de las obligaciones de dichos órganos (como la que Hernández Marín sostiene) que mantenga que, salvo en supuestos excepcionales, estos solamente están facultados para realizar aquella actividad que constituya aplicación de normas, y no cualquier otra.

3. Tres dificultades metodológicas

Hasta donde alcanzo a ver, cuatro son al menos las dificultades que una teoría normativa de este índole (así de restrictiva) tiene que enfrentar y resolver: primero, tres objeciones de índole metodológica y, luego, un problema de viabilidad práctica. Empezando por las primeras:

3.1. Interpretación: el problema de la sinonimia

Como es sabido, la definición de la relación de sinonimia entre términos o entre oraciones resulta bastante problemática (aunque, ciertamente, en unos casos más que en otros), puesto que no existe ningún criterio convincente que haga posible determinar siempre y de manera no discutible si la relación existe o no (las críticas de W. V. O. Quine siguen resultando, me parece, muy pertinentes, así como las reticencias y matizaciones de R. Carnap -véase aquí y aquí-...). Esta dificulta de naturaleza semántica suscita una primera dificultad para la teoría: ¿de verdad es posible siempre determinar si el órgano aplicador del Derecho está basándose en un enunciado interpretante realmente sinónimo del enunciado objeto de interpretación?

3.2. Subsunción: el problema de la calificación jurídica

Hernández Marín defiende que, para que exista aplicación de una norma, el enunciado de aplicación debe, en primer lugar, contener un antecedente que sea un hecho que, a su vez, resulte una concreción de la clase de hechos que aparecen en el enunciado interpretante; y, en segundo lugar, debe contener un consecuente que sea una acción que, además, resulte una concreción de la clase de acciones que aparece en el enunciado interpretante. Y mantiene (pp. 122-123) que la relación entre el hecho o la acción individual (tokens) y las clases (types) de hechos y de acciones a las que pertenecen es una relación puramente sintáctica: la relación de concreción o de instancia de sustitución.

Sin embargo, cabe dudar de que, en el caso del que hablamos (enunciados que -como los que enuncian normas jurídicas o las interpretan- están formulados en lenguas naturales, no formales) se trate verdaderamente del tipo de relaciones puramente sintácticas que se dan entre variables y términos (sus instancias de sustitución) en lógica proposicional, pues en este caso desde luego la operación de sustitución no es puramente formal (no se trata, como en Lógica, simplemente de llevar a cabo una sustitución sistemática y consistente de la variable por el término o fórmula bien formada). Por el contrario, pienso que la relación que existe entre el hecho o acción nombrados en el enunciado aplicativo y la clase de hechos y de acciones que aparecen en el enunciado interpretante es más bien (como sugerí más arriba, al verter -con consciente infidelidad- las tesis del autor) una relación de naturaleza semántica. Se trata, en verdad, de la relación que existe entre un elemento y el conjunto al que este pertenece. Y, en concreto, la que existe entre un ente y el conjunto de entes -al que aquel pertenece- a los que un término puede ser aplicado con propiedad (respetando, pues, los usos lingüísticos): es decir, entre un ente y la extensión semántica del término. Y esta relación (de pertenencia) en absoluto puede ser calificada como puramente formal o lógica, pues ocurre que la comprensión del conjunto en cuestión generalmente depende de propiedades de sus elementos que poseen asimismo naturaleza semántica: de propiedades intensionales, en suma.

Así, por ejemplo (y por comenzar con un ejemplo sencillo), la relación entre el enunciado que, en la sentencia judicial, impone la pena de prisión de tres años de duración y el contenido en el Código Penal que fija para el delito de homicidio el marco penal de prisión de dos a cinco años está lejos de ser una relación puramente sintáctica. Por el contrario, solamente asignando un sentido (asignando propiedades intensionales) a términos tales como "prisión", "años", "dos", "cinco" y "tres" es posible determinar si la pena impuesta en sentencia es o no es un caso de concreción de la pena abstracta prevista en la ley. Algo (la dependencia de tal relación de propiedades semánticas, no meramente lógicas) que, por supuesto, se vuelve aún más evidente si pensamos en casos mucho más difíciles, pero frecuentes en Derecho: "apropiarse" y quedarse con la caja chica del comercio en el que se trabaja, "encerrar" y cerrar la puerta de salida de la Facultad, etc.

3.3. El problema del léxico valorativo

Resulta notorio que tanto las normas jurídicas como las decisiones judiciales están plagadas de términos cuyo sentido no solo depende (como todos los términos de las lenguas naturales) de propiedades intensionales, sino, más concretamente, de propiedades intensionales que (en vez de limitarse a atribuir propiedades materiales a los entes a los que se refieren) predican además que el hablante debería adoptar una determinada actitud emocional hacia ellos. En puridad, esta abundancia de términos valorativos no altera la naturaleza de la interpretación y de la subsunción jurídicas (que siguen siendo, como certeramente señala Hernández Marín, asuntos a resolver sobre bases exclusivamente lingüísticas). Sin embargo, lo que sí que hace es que las dificultades ya señaladas (el problema de la sinonimia y el problema de la calificación jurídica) se agudicen hasta el extremo, resultando desproporcionadamente más graves que en otras actividades de interpretación y aplicación de enunciados escritos. (Más graves, por ejemplo, que las que soportan los ingenieros que intentan seguir manuales de instrucciones, aunque tal vez no más que las que sufren quienes intentan desentrañar textos literarios -pero, claro, las consecuencias de una buena o mala interpretación jurídica suelen ser más trascendentes...)

Así:

- Por un lado, si, como señalé, la existencia de relaciones de sinonimia perfecta entre términos resulta en general dudosa, dicha duda es mucho más aguda en el caso de los términos valorativos, debido a la importancia en la constitución de su significado de las propiedades de sentido que hacen referencia a emociones: ¿existe algún sinónimo perfecto de los términos "pornográfico", "abuso" o "ensañarse"? Seguramente no, únicamente aproximaciones, más o menos imperfectas (problema de la interpretación)...

- Y, si esto es así, igual de (particularmente) problemático resultará entonces determinar si un determinado caso puede o no ser considerado propiamente como un ejemplo de "pornografía", de "abuso" o de "ensañamiento" (problema de la subsunción)...

4. El problema de la viabilidad práctica: ¿cabe aceptar actos inmorales o irracionales de aplicación del Derecho?

Lo acabado de exponer no cuestiona la -en mi opinión- esencial corrección de la teoría de la aplicación del Derecho que mantiene Hernández Marín. Tan solo viene a poner de manifiesto que llevarla a la práctica es mucho menos sencillo de lo que él cree (o parece creer), ya que la esencial labilidad de las operaciones lingüísticas realizadas sobre enunciados pertenecientes a las lenguas naturales, junto con las especiales dificultades que suscitan los términos valorativos (tan abundantes en Derecho), hacen que ni la tarea de interpretar ni la de subsumir resulten procesos susceptibles de resolución algorítmica. Lo que significa que muchas veces será posible discutir las propuestas de interpretación de las normas y/o las propuestas de calificación jurídica ya por razones puramente lingüísticas (semánticas). Y que, por consiguiente, en muchas de tales ocasiones quepa proponer respuestas contradictorias a la pregunta de si una determinada decisión judicial está o no aplicando una norma, todas ellas defendibles desde el punto de vista lingüístico.

Ello, desde luego, no implica irse al otro extremo, para lanzarse a sostener alguna forma de concepción escéptica acerca de la aplicación del Derecho, que vendría a defender que dicha actividad no es susceptible de ser enjuiciada en términos de verdad o falsedad. Por el contrario, creo, con Hernández Marín, que, como actividad de análisis lingüístico que en el fondo es, sí que resulta posible predicar -aunque con dudas algunas veces- la verdad o la falsedad de un enunciado que afirme estar aplicando una norma (porque efectivamente aquel esté en la correcta relación -de interpretación y de subsunción- con esta, o no lo esté). Y pienso que efectivamente esto es importante, pues permite introducir mecanismos (lingüísticos) de control de la discrecionalidad judicial, con efectos beneficiosos tanto para los derechos de los ciudadanos como para la división constitucional de poderes.

Del mismo modo, estoy convencido también de que una teoría cognitivista de la aplicación del Derecho tiene la virtud de excluir asimismo una idea puramente pragmatista acerca de dicha actividad, a tenor de la cual (aun cuando resulte posible determinar si un acto de aplicación del Derecho es o no verdaderamente tal) lo único relevante serían las consecuencias del acto, no su relación con la norma. Concepción esta (muy extendida, me parece, en la teoría general del Derecho y en la dogmática jurídica de nuestros días, aunque no siempre se exprese en voz alta) que tiene el inconveniente -al tiempo, inevitable e intolerable- de sacrificar la seguridad jurídica y el imperio de la ley en el altar de la justicia y/o de la racionalidad instrumental (o, más bien, de algunas concepciones, de entre las muchas posibles, acerca de ellas).

La cuestión, no obstante, es si resulta razonable, desde el punto de vista de la racionalidad instrumental de las decisiones de aplicación del Derecho (dando por supuesto que tod@s podremos estar de acuerdo en que optimizar dicha racionalidad ha de ser uno de los objetivos de la práctica social de aplicación del Derecho), irse al extremo y prescindir por completo, en una teoría normativa, de las consideraciones pragmáticas y proponer en cambio que la corrección o incorrección de las decisiones de aplicación debería enjuiciarse exclusivamente en atención a si es verdad que el enunciado pretendidamente aplicativo lo es o no lo es (verdad que, como expliqué, se determina sobre la base de criterios exclusivamente lingüísticos). Para expresarlo más crudamente: ¿es adecuado propugnar que los jueces apliquen las normas jurídicas atendiendo únicamente al significado de los enunciado normativos y a la calificación jurídica que merezcan los hechos objeto de enjuiciamiento? ¿Deberían, entonces, ignorar cualquier argumento moral o de racionalidad instrumental que pudiese conducirles a ampliar o a restringir, respecto de su significado literal, el ámbito de aplicación de una norma o las consecuencias jurídicas de la misma? ¿Aun cuando el resultado final sea notoriamente injusto o absurdo... y hasta si resulta evidente que el legislador nunca hubiera querido tal resultado (porque no pensó en él, por ejemplo)?

La respuesta de Hernández Marín a todas estas preguntas resulta inequívocamente positiva (pp. 227 ss.), a partir de dos argumentos principales: a) uno, conceptual, que ya hemos visto, que define la aplicación del Derecho como actividad exclusivamente cognitiva; y b) otro político, que niega que, en un Estado de Derecho bien constituido (y salvo excepcionales normas que autoricen a los jueces a "integrar el Derecho" en ciertas situaciones o condiciones), los órganos competentes para aplicar el Derecho puedan arrogarse la competencia -no atribuida- de ampliar o restringir el ámbito de aplicación de las normas o sus consecuencias jurídicas. De manera que en los supuestos de lagunas de regulación, la única respuesta correcta por parte de los órganos judiciales sería la desestimación de la pretensión de la parte actora. Y ello, tanto si eso significa ampliar injustificadamente (desde un punto de vista moral y/o instrumental) el ámbito de aplicación de la norma (por ejemplo: aplicando analógicamente la norma a casos no regulados o imponiendo consecuencias jurídicas no previstas, pero análogas a las previstas) como si implicar restringirlo (por ejemplo: creando una eximente o una atenuante, o una interpretación restrictiva de la responsabilidad).

Son varias las interpretaciones que podemos dar a esta respuesta. La primera (aparentemente, la que el autor mantiene) sería entenderla como una tesis descriptiva, acerca de cuáles son "las obligaciones básicas de los jueces" que prescribe el ordenamiento jurídico. Desde este punto de vista, puede aceptarse que una de dichas obligaciones es (p. 58) "decidir los casos litigiosos conforme al derecho desde el punto de vista procesal y material". Y que, sin embargo, no resulta obligado -aunque sí, desde luego, posible- identificar ese "decidir conforme a derecho" con aplicar el Derecho, en los términos descritos más arriba (en los que la relación entre enunciado jurídico y enunciados que contienen las decisiones que lo aplican es de naturaleza exclusivamente lingüística). Por el contrario, existen normas en el ordenamiento jurídico lo suficientemente abiertas y valorativas (por ejemplo: art. 1.1 CE, art. 9  CE, art. 10.1 CE, art. 1.4 CC, art. 3 CC, art. 4.1 CC,...) como para que sea posible defender que el ordenamiento permite concepciones mucho más generosas (es decir, no meramente lingüísticas) de qué decisiones son "conforme a derecho".

Por consiguiente, me parece que lo decisivo es más bien la cuestión normativa: si, resultando sin duda posible asumir una propuesta normativa (excluyente) acerca de qué sea decidir conforme a Derecho, realmente es lo más conveniente; o si, por el contrario, no lo es y es preferible proponer(les, a los jueces) otra metodología para llevar a cabo la tarea de adjudicación de casos.

En este sentido, creo que hay dos buenos argumentos a favor de la segunda opción. El primero es de naturaleza moral y vale, creo, para cualquier sistema jurídico: imaginemos una situación en la que existe perfecta unanimidad acerca de cuál es la decisión que constituye la solución moralmente más correcta y más racional a un caso litigioso. (El caso no es meramente hipotético: imagínese, por ejemplo, una situación en la que el Derecho positivo aplicable está obsoleto y no ha sido reformado a tiempo.) En tal caso, ¿cabe defender que el deber del juzgador es, pese a todo, optar por una decisión diferente, es decir, por una solución menos correcta y/o más irracional? Me parece difícil sostener que pueda existir el deber de elegir la solución (más) inmoral/ irrcional, cuando una solución (más) moralmente correcta/ racional es posible. Puesto que, al fin y al cabo, decidir casos litigiosos es una actividad esencialmente práctica (no meramente teórica), por lo que, consiguientemente, los criterios de corrección práctica de las acciones (corrección moral y racionalidad instrumental) deben predominar.

Por supuesto, el argumento que se acaba de aducir vale, como tal, únicamente para un caso límite (pero no imposible, ni siquiera infrecuente). Sin embargo, su estructura puede ser trasladada al resto de los casos, en los que la unanimidad acerca de la alternativa más correcta no existe: ¿de verdad cabe defender en ellos, como modelo de juez virtuoso, el de un juzgador que se desentienda por completo de las consecuencias morales y prácticas de sus decisiones, defiriendo absolutamente su propio juicio sobre estas cuestiones al que se infiere del contenido prescriptivo de las normas aprobadas por el Poder Legislativo? Me atrevo a sugerir que no. Primero, porque dicho modelo de juez, si es que es posible, sería un modelo de mal juez, de juez moralmente indeseable (¿de verdad queremos jueces que se olviden de la justicia. médicos que ignoren el bienestar de los pacientes o profesor@s a los que no les importe si l@s alumn@s aprenden?) . Y segundo, además, porque la deferencia a la que se alude resulta en todo caso problemática: determinar qué valoraciones (morales e instrumentales) es posible adivinar a partir del contenido prescriptivo de las normas jurídicas es siempre problemático, más aún cuando estas son obra de instituciones integradas por un grupo de personas; de manera que, en realidad, tan moralista/ pragmatista es un(a) juez que decide conforme a sus propios criterios morales o de racionalidad instrumental como el que se empeña en imaginar cuáles fueron los que guiaron a los legisladores a la hora de crear la norma en la que pretende basarse para resolver el caso.

No se me oculta, desde luego, que con esto tan solo se ha empezado a plantear un problema de la mayor envergadura: el de poner límites al moralismo y al pragmatismo judiciales. Pues, en efecto, no cabe duda de que Hernández Marín tiene razón en algo: un(a) juez que prescinda por completo del contenido lingüístico de los enunciados jurídicos o que no relacione su decisión sobre el caso con dichos enunciados de una cierta manera, no está aplicando el Derecho (aunque pueda, eventualmente, hacer justicia o una asignación eficiente de los recursos sociales); y un sistema jurídico en el que los órganos judiciales no aplican el Derecho -en el sentido indicado- no puede ser un Estado de Derecho. De ello, sin embargo, no debe deducirse, en mi opinión, la tesis -mucho más fuerte- de que los órganos judiciales solamente puedan aplicar el Derecho, en el sentido visto; y que, por consiguiente, puedan prescindir de otras consideraciones.

A todo lo dicho hasta aquí hay que añadir un segundo argumento en contra de identificar decisión judicial y aplicación del Derecho; este, de naturaleza práctica, de sostenibilidad. Y es que, aunque en un ordenamiento jurídico ideal tal vez dicha identificación resultase viable (aunque con costes considerables, como he señalado), en los ordenamientos reales, especialmente de las modernas democracias de masas (con la baja calidad de que con frecuencia adolecen las normas emanadas de sus parlamentos), aceptarla (limitando así tantísimo la libertad judicial en la decisión sobre los casos) conduciría, muy probablemente, al colapso del sistema: ¿podemos imaginar siquiera -por poner un solo ejemplo- un ordenamiento, como el español, en el que los delitos de tráfico de drogas se estuviesen aplicando sin la actividad sistematizadora y racionalizadora que sobre ellos ha aplicado (muchas veces, sin demasiado fundamento legal, más bien por razones político-criminales) el Tribunal Supremo? Y, por desgracia, los ejemplos de esta imprescindible actividad judicial de ordenación (mal llamada "interpretación") son innumerables...

5. Conclusión: adjudicación de casos y aplicación del Derecho como actividades diferenciadas

Así pues, en mi opinión, es preciso reconocer abiertamente:

1º) Que la actividad judicial de adjudicación de casos litigiosos debe consistir (tesis normativa, por lo tanto) en algo más que aplicar el Derecho en sentido estricto.

2º) Que los criterios de decisión de los casos deben incorporar tres tipos de argumentos: a) argumentos acerca de la aplicación del Derecho (de la relación entre el caso y los enunciados normativos relevantes); b) argumentos morales; y c) argumentos de racionalidad instrumental.

3º) Que en ningún caso la actividad judicial debe poder prescindir del primer tipo de argumento, el referido a la aplicación del Derecho.

4º) Pero, además de este primer tipo de argumento, debe poder recurrir, eventualmente, a los otros tipos cuando la decisión que se derivaría de considerar solamente los primeros sea claramente inmoral o abiertamente irracional desde un punto de vista instrumental.

5º) Que es imprescindible imponer límites al tipo y a la calidad de los argumentos morales e instrumentales adicionales que resulta aceptable utilizar en la decisión judicial de los casos litigiosos. Límites que deberían aparecer regulados en el propio sistema jurídico (en normas) y no dejados a la libre decisión judicial.

De esta manera, creo que es posible distinguir entre:

a) Casos fáciles: casos en los que la decisión que se deriva de la aplicación del Derecho no adolece de objeciones morales o de racionalidad instrumental que sean relevantes.

b) Casos difíciles: casos en los que se puede objetar a la decisión que se derivaría de la aplicación del Derecho objeciones relevantes de naturaleza moral o de racionalidad instrumental, por lo que el órgano judicial debería poder tomar también estas en consideración como razones para la decisión final. (La cuestión, por supuesto, es de qué manera y hasta qué punto -puede la decisión desviarse de las consecuencias jurídicas que resultarían de la pura aplicación del Derecho).

c) Casos "imposibles": casos en los que una decisión moralmente aceptable y suficientemente racional desde un punto de vista instrumental solo sería posible prescindiendo de la aplicación del Derecho. Parece evidente que, en un Estado de Derecho, estos casos no tienen una solución jurídica adecuada dentro del sistema.

Distinción esta para que la que sigue siendo esencial emplear una teoría estricta acerca de qué es aplicación del Derecho y qué no lo es ya. Por lo que una teoría al respecto tan lúcida y detallada como la que Hernández Marín expone en su libro (tomada como tesis conceptual, no normativa) resulta de la mayor importancia.


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