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miércoles, 24 de junio de 2020

Dos reflexiones acerca del concepto de "Derecho penal del enemigo" de Günther Jakobs


El otro día participé, en Twitter, en un diálogo acerca del concepto de "Derecho penal del enemigo" elaborado por Günther Jakobs. En el diálogo salieron muchas ideas sobre el tema: las dos etapas -la primera descriptiva y la segunda prescriptiva- en las que Jakobs ha empleado el concepto, sus vínculos con Carl Schmitt y con G. W. F. Hegel, y con la teoría del propio Jakobs acerca de los fines de la pena, las vertientes penológica y procesal del concepto, su relación con la idea de legislación de excepción, y con la de "défense sociale",...

Yo, por mi parte, aporté únicamente dos ideas propias al diálogo, que -con pequeñas ampliaciones y correcciones de estilo- comparto ahora aquí:

1. Cómo penar a "enemigos"

Como Jakobs es un gran penalista (aunque políticamente muy conservador), plantea una pregunta verdaderamente pertinente y difícil de responder: ¿cómo puede funcionar el control social en relación con individuos que rechazan la legitimidad del sistema jurídico? Su respuesta es: tratándolos como meras fuentes de peligro, porque con ellos la comunicación (acerca de las razones de la prohibición y de la pena) es imposible; y porque, por supuesto, la legitimidad y justicia del sistema jurídico han de ser dadas por supuestas (aquí, la expresión no es metafórica, sino exacta: en la concepción del Derecho de Jakobs, la cuestión de la justificación del sistema jurídico no puede ni siquiera ser planteada, carece de sentido, puesto que el Derecho aparece como un hecho social incuestionable, respecto del que el jurista solo tiene que extraer las consecuencias interpretativas y aplicativas). Positivismo jurídico ideológico de manual, pues.

Pero no basta con indicar esto (y las inconsistencias a las que esta teoría del Derecho conduce): hay que ser capaces también de dar una respuesta alternativa a su pregunta inicial. En este sentido, mi respuesta es: el control social mediante el Derecho Penal no puede funcionar sin comunicación con el infractor. Sin dicha posibilidad de comunicación, la pena -aunque la sigamos llamando así, impropiamente- se convierte en otra cosa (en peligrosísimo fraude de etiquetas): en una herramienta de guerra, a través de la pura inocuización del individuo o grupo desviado. Desdibujando así el límite (que en un Estado de Derecho debería permanecer siempre visible) entre reacción estatal sancionadora y reacción estatal (puramente) inocuizadora (únicamente legítima, en mi opinión, en casos de extrema necesidad, cuando el recurso a prohibiciones y sanciones no es siquiera posible -veáse mi libro sobre La justificación de las leyes penales).

Así, es preciso (no solo en beneficio del infractor, sino también del sistema jurídico mismo -de su justicia, de su legitimidad- y de la sociedad en la que este opera -de su paz) que el Estado se esfuerce en comprender las fuentes del conflicto con el "enemigo" y en abrir posibilidades de comunicación con él. Eso obliga, claro está, a ir más allá del Derecho, para a hablar de política (¿por qué un islamista radical desconfía de occidente, solo por religión, o también -y quizá sobre todo- por el racismo de nuestras sociedades y por la hipócrita política exterior occidental en Oriente Medio?) y de resolución de conflictos. Y tratar, entonces, al "enemigo" como ciudadano (quiéralo o no él en un principio), para abrir con ello la posibilidad de comunicación: la posibilidad de que las razones de unos y de otros sean escuchadas, hechas públicas (en la esfera pública).

Ello, desde luego, tiene un coste, en términos de riesgo y también por la carga de tolerar la expresión de ideas y la defensa de modelos de vida buena que nos resultan antipáticos. Para mí, no obstante, es un coste asumible, porque creo en la bondad del pluralismo y en las ventajas de la regulación pacífica de los conflictos. Pero, por supuesto, desde otras posiciones políticas, cabe discutir esta ponderación de los costes y de los beneficios...

2. La vigencia de los derechos fundamentales (también) de los "enemigos"

En sus opiniones acerca del concepto de "Derecho penal del enemigo", Jakobs tiende a mezclar dos cuestiones que son completamente diferentes entre sí: de una parte, la de los fines de las penas para individuos que rechazan la legitimidad del sistema jurídico que les prohíbe y sanciona; de otra, la de la vigencia de los derechos fundamentales de dichas personas. En mi opinión, esto es un error, y es tramposo. Porque, mientras que la cuestión de los fines de la pena es, como señalé más arriba, un problema de política criminal, sobre el que -como sobre toda decisión política- cabe discutir cuál es el análisis de costes, beneficios (eficiencia) y resultados (eficacia) más convincente, en cambio, la cuestión de la vigencia de los derechos fundamentales de cualquier individuo (también de los "enemigos" del sistema jurídico) plantea un problema de naturaleza constitucional: en un Estado de Derecho, la vigencia de los derechos debe constituir siempre un coto vedado al legislador. Así, podemos ciertamente discutir si -por ejemplo- los marcos penales de los delitos cometidos por terroristas islamistas extranjeros deben ser o no diferentes de las de otros delincuentes, a causa de su condición de "enemigos": yo ya he señalado que no comparto esa propuesta político-criminal, que me parece moralmente injusta y políticamente inadecuada; pero admito que, desde otras perspectivas morales y con otra sensibilidad hacia los costes de la represión estatal, cabe defenderla como una política pública razonable.

En cambio, proponer la limitación de los derechos fundamentales de esos mismos terroristas islamistas extranjeros "enemigos" resulta mucho más problemático: tanto como para que se corra el riesgo de que la medida sea (no solo injusta y políticamente discutible, sino además) jurídicamente inválida. Así, por un lado, es cierto que resulta en principio admisible (es decir, no necesariamente inconstitucional) introducir algunas limitaciones al alcance de los derechos fundamentales (a algunas garantías procesales, por ejemplo) cuando se cumpla con los requisitos derivados del principio de proporcionalidad. Ello, sin embargo, implica en todo caso ya una limitación evidente a dicha restricción de derechos: solamente en la medida en que el infractor "enemigo" resultase ser tan sustancialmente distinto en cuanto a su grado de peligrosidad como para que el juicio de proporcionalidad (idoneidad, subsidiariedad, proporción) variase, respecto del caso de otros infractores, la restricción específica de derechos no resultaría -además de injusta y políticamente inconveniente- inconstitucional.

Pero es que ocurre además, por otra parte, que en los Estados de Derecho el criterio de la constitucionalidad de las limitaciones de derechos fundamentales no es el único que una restricción específica de derechos tiene que cumplir, para resultar jurídicamente válida (aunque sea inmoral y políticamente equivocada): también es preciso que dicha restricción respete el contenido del Derecho internacional de los derechos humanos. Es decir, en el caso que estamos considerando, los criterios del Derecho internacional de los derechos humanos acerca de qué es un juicio justo.

De manera que, por ambas razones (test de proporcionalidad y de constitucionalidad, exigencias derivadas del Derecho internacional de los derechos humanos), la restricción de derechos fundamentales de infractores "enemigos" deviene, en la mayoría de los casos, problemática, no solo desde las perspectivas moral y política, sino también desde el punto de vista de su validez.


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