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sábado, 23 de mayo de 2020

Vaguedad, desproporción y ordenancismo: el Derecho sanitario de la pandemia y la técnica legislativa


1. Los fines y los medios: la técnica legislativa como recurso imprescindible para una regulación jurídica eficaz y eficiente

Observada con ojos de penalista (o, más en general, de iuspublicista) crítico, la frenética actividad normativa a la que se ha dedicado el Gobierno de España durante estos últimos meses, con el fin de intentar poner bajo control la pandemia de COVID-19, constituye un ejemplo paradigmático de cómo las buenas intenciones, y aun el conocimiento técnico preciso de la materia objeto de la regulación (aquí, la salud pública), no bastan cuando se prescinde de la técnica legislativa y, debido a ello (aunque quizá no solo), se legisla mal. Ello resulta notorio en todo el bagaje de normas promulgadas, pero particularmente evidente en el caso de las sanitarias: medidas de confinamiento y excepciones a las mismas, horarios de salida y paseo, uso de mascarillas, etc.

Supongamos (lo que, en algunos casos, seguramente es mucho suponer) que resultaba razonable (= proporcionado) establecer unas limitaciones tan intensas a la libertad personal, en pro de la protección de la salud públicas. Imaginemos también (algo, desde luego, aún más dudoso: véase aquí) que la regulación constitucional y legal del estado de alarma en el ordenamiento jurídico español proporcionaban cobertura legal a dichas limitaciones. Y, aunque sea a efectos meramente argumentativos, demos por buena asimismo la decisión política (también tan discutible: véase aquí) de concentrar todas las decisiones en este ámbito, para todo el territorio español, en uno ministerios sitos en Madrid.

Pues bien, aun en el mejor de los casos, si todo lo anterior fuera cierto (y las medidas pudieran resultar en principio moral, política y jurídicamente justificables), seguiría restando la cuestión -para nada baladí- de la técnica legislativa: la de cómo hay que redactar las prescripciones contenidas en las normas que se van a promulgar.

En este sentido, llama poderosamente la atención la notoria incapacidad del Ministerio de Sanidad (especialmente, aunque no solo) para lograr que las normas aprobadas cumplan con cuatro requisitos que parecerían imprescindibles para asegurar su eficacia y su eficiencia , cuando -como es el caso- se trata de limitar la originaria libertad de actuación de las personas, introduciendo prohibiciones y mandatos que la coarten.

2. Taxatividad

Las normas prescriptivas tienen como función la de calificar determinadas clases de acciones humanas como prohibidas, como permitidas o como obligatorias. Ello, claro está, con el fin de motivar al destinatario de la prescripción a adoptar el contenido de la misma como razón predominante de su actuar. Pero, naturalmente, para que ese efecto comunicativo y práctico tenga efecto de manera óptima, es imprescindible que quede lo más claro posible qué es lo que se permite, se prohíbe o se ordena.

En la normativa sanitaria de excepción que se viene dictando, es difícil encontrar prohibiciones o mandatos precisos. Piénsese, por ejemplo, en lo que dispone la reciente Orden SND/422/2020, de 19 de mayo, por la que se regulan las condiciones para el uso obligatorio de mascarilla durante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19: "Quedan obligados al uso de mascarillas en los espacios señalados en el artículo 3 las personas de seis años en adelante" (art. 2.1), pero "la obligación contenida en el párrafo anterior no será exigible en los siguientes supuestos: (...) c) Desarrollo de actividades en las que, por la propia naturaleza de estas, resulte incompatible el uso de la mascarilla" (art. 2.2). Y, por lo que hace a los lugares en los que el uso es obligatorio, el art. 3 dispone que "el uso de mascarilla será obligatorio en la vía pública, en espacios al aire libre y en cualquier espacio cerrado de uso público o que se encuentre abierto al público, siempre que no sea posible mantener una distancia de seguridad interpersonal de al menos dos metros".

Desafío a cualquiera a que, a la vista de estas disposiciones, determine en qué casos es obligatorio usar la mascarilla y en cuáles no. Obviamente dicha determinación resulta imposible de hacer mediante una mera interpretación lingüística del tenor literal de la norma. E incluso recurriendo a la interpretación teleológica (que tenga en cuenta los objetivos perseguidos por la misma), la tarea se revela en extremo dificultosa, por el empleo abusivo de términos muy vagos y/o completamente valorativos.

Los efectos de las prescripciones imprecisas son conocidos: ineficacia, de una parte, porque nadie sabe muy bien qué debe o no hacer, y porque quien desee incumplirla encuentra mil y un recovecos y excusas para hacerlo; y, de otra, inseguridad jurídica, puesto que queda en manos del intérprete (que, en este caso, a mayor abundamiento, en primera instancia será un simple agente policial, a pie de calle, dependiendo de su propio talante y sentido común y de las instrucciones -siempre de dudosa legitimidad- que sus superiores le puedan haber impartido al efecto) la libérrima decisión acerca de qué casos quedan dentro de su ámbito de aplicación y cuáles fuera.

3. Proporcionalidad en la regulación de conductas (a lo sumo) abstractamente peligrosas

Es importante destacar algo que con frecuencia, en la histeria regulatoria y sanitaria, tiende a olvidarse: aquellas clases de conductas sobre las que las prescripciones del Derecho sanitario de excepción que se está promulgando pretenden incidir (estableciendo prohibiciones u obligaciones) son, prácticamente en todos los casos, a lo sumo conductas abstractamente peligrosas para la salud individual de las personas. En este sentido, debe recordarse que ninguna de ellas es una conducta directamente dañosa (contagiar, intencionada o imprudentemente); y ni siquiera, en la mayoría de las ocasiones, una conducta concretamente peligrosa, que esté demostrado que siempre incremente efectivamente la probabilidad de que un determinado individuo se contagie.

Nos hallamos, pues, más bien el umbral mínimo de lo que puede llegar a justificar una intromisión del Estado en la libertad individual. Puede que se trate de acciones abstractamente peligrosas: de una clase de conductas (pongamos por caso: caminar fuera de casa sin mascarilla) que, aunque en muchas ocasiones sean completamente inocuas, sin embargo, en un número significativo de casos cree (de acuerdo con la evidencia estadística disponible) un peligro efectivo para la salud de terceros con los que se interactúa. Pero también podría ocurrir que se trate de conductas que ni siquiera crean un peligro estadísticamente relevante (por encima de los riesgos normales -de morbilidad y de mortalidad- de la vida), de manera que la obligación impuesta resulte ser puramente formal, en tanto que carece de justificación alguna desde el punto de vista de la lesividad.

Aquí, de nuevo, la cuestión de la taxatividad vuelve a ser relevante: así, por ejemplo, en el caso de la obligación de uso de la mascarilla, al optarse por dictar un mandato único (y vago) que incluye todas las conductas de estar fuera del propio domicilio (o puesto de trabajo aislado), resulta más que probable que se estén metiendo en el mismo saco (y, consiguientemente, sometiendo a idénticas restricciones de libertad) grupos de conducta que, sin embargo, son sustancialmente diferentes por lo que hace a su grado de peligrosidad estadística. De manera que en algunos casos la obligación pueda resultar justificable, mas no en otros.

A este respecto, es preciso recordar que, en un ordenamiento jurídico que acoja valores liberales, la salud pública no puede ser concebida como un bien jurídico independiente, con valor propio o que merezca protección por sí mismo, sino que, por el contrario, la salud pública no es más que una forma de referirse al conjunto de las saludes individuales de todos y cada uno de los habitantes. De manera que solamente se afecta a la salud pública cuando existe -como mínimo- alguna probabilidad estadísticamente relevante de poner en peligro o de dañar la salud individual de alguna persona. En otras palabras, cuando se crean obligaciones o prohibiciones con el argumento de que se está protegiendo la salud pública, lo que realmente se está haciendo es anticipar la intervención (un análisis más a fondo de esta cuestión, aquí): no esperar a que alguien esté en peligro efectivo y, en cambio, proscribir comportamientos que (según la evidencia empírica disponible: estadística) resulta probable que pudieran llegar a crear dicho peligro en un número apreciable de casos. Ir más allá significa restringir la libertad individual sin justificación bastante.

4. Distinción entre prescripciones jurídicas y reglas de cuidado

En toda la regulación desarrollada a partir de la declaración del estado de alarma el pasado mes de marzo, es posible observar cómo se tiende a confundir, en un totum revolutum, las normas de Derecho imperativo y las recomendaciones meramente prudenciales. En pura teoría, las normas jurídicas prescriptivas prohíben u ordenan (clases de) acciones; limitan significativamente la libertad individual (más las normas de prescriben deberes de actuar que las prohibitivas) , por lo que solo pueden ser justificadas por su aptitud instrumental para proteger intereses valiosos (como, por ejemplo, la salud de las personas) y por la valoración de que sus costes (que siempre tienen: costes materiales y costes de oportunidad) sean inferiores a los beneficios que se obtienen para la protección del bien jurídico (proporcionalidad).

Si aplicamos este rasero a muchas de las normas dictadas durante la actual crisis sanitaria, se puede comprobar que difícilmente puede decirse que respeten el mencionado estándar. Pondré un solo ejemplo (aunque hay muchos): el art. 5.1 de la Orden SND/380/2020, de 30 de abril, sobre las condiciones en las que se puede realizar actividad física no profesional al aire libre durante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 dispone que, para "la práctica no profesional de cualquier deporte individual que no requiera contacto con terceros, así como los paseos (...) Se establecen las siguientes franjas horarias (...): a) La práctica de deporte individual y los paseos solo podrán llevarse a cabo entre las 6:00 horas y las 10:00 horas y entre las 20:00 horas y las 23:00 horas. b) Aquellas personas que requieran salir acompañadas por motivos de necesidad y las personas mayores de 70 de años podrán practicar deporte individual y pasear entre las 10:00 horas y las 12:00 horas y entre las 19:00 horas y las 20:00 horas. Las personas mayores de 70 años podrán salir acompañadas de una persona conviviente de entre 14 y 70 años".

Puede que, en ciertos lugares (aunque no en todos, desde luego), resulte razonable, por motivos de salud pública, evitar que coincidan en el mismo espacio niñ@s, adultos y personas ancianas. Sin embargo, de ello no se deduce necesariamente que la solución óptima para lograrlo sea la de fijar horarios cerrados para la presencia de los unos y de los otros  en el espacio público: ello es innecesario en la mayoría de los casos; y, por consiguiente, puede dar lugar a restricciones injustificables de la libertad personal (¿qué hará un(a) trabajador(a) con turno de noche, a que le viene tan mal salir a pasear antes de las 10,00 como a partir de las 20,00?).

La alternativa a un ordenancismo tan desmesurado e injustificado hubiera sido optar por reducir a lo estrictamente imprescindible las prohibiciones y mandatos: a los supuestos de acciones inequívocamente muy peligrosas. Y, en cambio, promover (como se ha hecho en otros países) una combinación de medidas de modificacion ambiental con recomendaciones conductuales de índole prudencial.

Así, de una parte, emitir mensajes que (en vez de vacua propaganda política: #EsteVirusLoParamosUnidos y otros eslóganes de similar pelaje) hiciesen mucho más hincapié en recomendaciones claras y bien fundamentadas (no en el principio de autoridad o en elusivas "recomendaciones de expertos" innominados) acerca de las reglas de comportamiento social (no obligatorias ni susceptibles de ser impuestas de manera coercitiva) más adecuadas a las actuales circunstancias. Reglas más abiertas, que apelan a la racionalidad del destinatario: incitándole a que ejercite su capacidad para adoptar decisiones autónomas, evaluando riesgos y minimizándolos, en la medida de lo posible, en cada situación. Información técnica que pretende ayudar a l@s ciudadan@s a orientar adecuadamente sus decisiones (autónomas), indicándoles cómo evaluar correctamente los riesgos (evitando sesgos) y cómo reducir dichos riesgos, y matenerlos bajo control. Reglas como: "si tus hij@s visitan o quedan con su abuel@, ten cuidado e intenta evitar que...".

Por otra parte, el complemente idóneo de las recomendaciones prudenciales a la ciudadanía para ayudarla a comportarse de manera racional y responsable son las medidas de modificación ambiental: modificando el medio en el que los individuos actúan e interactúan cambian también sus alternativas de acción y algunas se vuelven más probables que otras. Así, parece obvio que antes que fijar horarios, más eficaz para reducir el riesgo de contagio de personas ancianas es ampliar los espacios disponibles para peatones, el número de bancos en los parques y plazas, etc.

5. Posibilidad de hacer cumplir efectivamente las prescripciones promulgadas (enforceability)

Por fin, un último defecto de técnica legislativa llamativo en el reciente Derecho sanitario de excepción es la dudosa capacidad por parte de los agentes del Estado para hacer cumplir sus prescripciones. Y ello, no solo por la limitación de los recursos materiales disponibles, aunque también: a más normas cuyo cumplimiento ha de ser impuesto de modo coercitivo, y a mayor vaguedad de dichas normas, más esfuerzo tendrán que hacer los órganos encargados de hacerlas respetar. Lo que inevitablemente plantea una cuestión de límites en el número de individuos que pueden ser identificados como infractores, reprimidos y sancionados. Pero también, además (si pasamos del plano cuantitativo al cualitativo), una cuestión de selectividad (véase aquí): parece más que probable que el esfuerzo por hacer respetar las prescripciones se haya concentrado en aquellas cuya infracción era más fácilmente detectable, bien por su propia naturaleza (ejemplo: pasear "sin causa justificada", cuando cualquier paseo estaba prohibido), o bien por la naturaleza del entorno en el que la conducta a observar y controlar tenía lugar (ejemplo: la conducta de deambular por una calle céntrica de la ciudad realizada por un mendigo sin hogar resulta mucho más visible que si la realizo yo, con mucha más capacidad para convencer al agente de policía de que tengo motivo para ello).

De manera que no necesariamente aquellas prescripciones cuyo cumplimiento más ha sido vigilado (siempre de forma necesariamente limitada, en todo caso) son las que más estaban necesitadas de reforzamiento represivo. Para poner un solo ejemplo: es más fácil vigilar a quienes pasean por el parque que supervisar las medidas sanitarias en centros de trabajo, residencias, etc.; y, sin embargo, nadie dudará de qué era verdaderamente más importante, desde un punto de vista sanitario.

No obstante, más allá de este problema de imposibilidad material (por falta de recursos suficientes) de controlar a través de la coerción estatal directa todos los incumplimientos imaginables, existe una dificultad adicional en la estrategia de regulación elegida, que se deriva de la decisión de incorporar a la tipificación de las prohibiciones elementos (no solo vagamente descritos, sino también) de naturaleza íntima o personalísima. Elementos cuya comprobación efectiva por parte de los agentes encargados de hacer cumplir las normas exigiría (no solo un trabajo ímprobo sino también además) que se inmiscuyeran de una manera intolerable en la intimidad de l@s ciudadan@s. Para muestra, un botón: el art. 2.3 de la más arriba mencionada Orden SND/380/2020 establece que "durante los paseos se podrá salir acompañado de una sola persona conviviente". Pero, ¿cómo podría comprobarse tal extremo sin adentrarse en la intimidad de cada individuo susceptible de ser controlado? ¿Qué ocurre si quien está conviviendo conmigo no es mi espos@, hij@ o padre/ madre (supuestos en los que parece estar pensando nuestro bienpensante regulador), sino mi amante, la prostituta a la que he contratado para todo el período de confinamiento, mi sirviente, un mendigo del que sentí lástima,...?

Esta doble dificultad para controlar de manera efectiva todos los incumplimientos imaginables se ha querido suplir a través del reforzamiento del control social: mediante la emisión de propaganda estatal o cuasi-estatal, dirigida a la ciudadanía, para promover el miedo, el autocontrol y el control recíproco; el señalamiento de (aparentes) infractores (o aparentes infractores) y la delación. Sin duda, una estrategia muy poco liberal en los valores que promueve, más bien autoritaria. (Ello, para no hablar de la ilegalidad de buena parte de las sanciones impuestas...)

Y, además, dudosamente efectiva. En efecto, si no hubiésemos podido contar con la conciencia cívica de la gran mayoría de la ciudadanía, cabe imaginar que esta estrategia de promover desde los poderes públicos la represión y el control social difícilmente habría sido capaz de lograr el respeto generalizado hacia las prescripciones más razonables. Solo hace falta salir a la calle hoy por cualquier ciudad española para comprobar cómo l@s ciudadan@s español@s se han visto obligados (en paseos, compras, actividades deportivas, ocio, relaciones sociales, etc.) a tomar la abigarrada normativa dictada por las autoridades (unas autoridades incapaces de actuar conociendo para qué sirve y para qué no sirve el Derecho, y que han tendido a confundir la virtud del liderazgo con autoritarismo) y a adaptarla; incumpliéndola, pues, inevitablemente en parte (en su parte más disparatada). Y hacerlo, además, casi siempre con bastante sentido común, con vistas a lograr una convivencia social prudente, sí, pero que no quede ahogada por la acumulación de prohibiciones y de mandatos imprecisos y carentes de realismo.


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