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sábado, 21 de marzo de 2020

Miedo inducido y percepción individual del riesgo: el caso del COVID-19



Leyendo dichos resultados, hay algo que debería llamar poderosamente la atención (aunque, como luego apuntaré, no puede sorprender a quien conozca la sociología de la opinión pública), que es la divergencia notoria en las respuestas a dos de las preguntas planteadas a las personas encuestadas.

En efecto, por una parte, se pregunta acerca del grado de preocupación por la pandemia: "En términos generales, diría que el virus le preocupa...". A lo que la respuesta obtenida es la siguiente:


Sin embargo, luego hay una segunda pregunta, sobre la probabilidad de contagio: "Probabilidad de contagio. Cómo de probable cree que es...?". Y estas son las respuestas:


Como se puede observar, existe una notable discrepancia entre la enorme extensión de la preocupación por la pandemia y la limitada percepción del riesgo al que se está expuesto personalmente a causa de la misma: mientras que el 92,3% de las personas encuestadas se declara bastante o muy preocupado por la pandemia, al mismo tiempo alrededor del 53% consideran que el riesgo de verse contagiados por la misma está entre muy bajo e inexistente. (Asimismo, prácticamente el mismo porcentaje de personas encuestadas considera que, aun en el caso de contagiarse, con toda seguridad acabarían por volver a recobrar plenamente la salud.)

Son diversas las consideraciones que cabría hacer en relación con estas cifras y con la discrepancia entre ellas. Yo, por mi parte, quiero centrarme exclusivamente en la cuestión -que es la única que entra en mi campo de especialización- de la razón de esta discrepancia, porque viene a corresponderse con un fenómeno similar que se ha detectado en relación con el miedo al delito (y que se viene estudiando hacer ya muchos años en el ámbito de la Criminología, con resultados interesantes) y porque probablemente tiene una explicación similar.

Ocurre, en efecto, que todos los estudios de opinión pública sobre el miedo al delito coinciden de manera abrumadora en el siguiente resultado: la ciudadanía tiene generalmente una percepción acerca de la gravedad del problema de la criminalidad, en tanto que problema social, que no solo no se corresponde casi nunca con los datos proporcionados por las estadísticas de delincuencia, sino que -lo que en principio podría parecer más sorprendente- tampoco se compadece bien con la percepción que las mismas personas encuestadas tienen sobre el riesgo que ell@s personalmente sufren de ser víctimas de un delito.

Como decía antes, esta llamativa discrepancia ha sido estudiada en Criminología desde hace ya tiempo (véase, por ejemplo, aquí, aquí y aquí -yo mismo me he ocupado también de ella, aquí) y una explicación que hoy se acepta usualmente para la misma estriba en que las fuentes de una y de otra percepción ciudadana son diferentes, lo que explica la diferencia. Así, de una parte, la percepción acerca de la gravedad del problema de la criminalidad, entendido como problema social global (y reto para las políticas públicas), es construida por la gran mayoría de l@s ciudadan@s (que nunca han experimentado la realidad del delito, ni como autores ni víctimas) fundamentalmente a partir de recursos simbólicos, culturales: del discurso hegemónico en los medios de comunicación acerca de la criminalidad, del modo de presentación de de dicha realidad en la industria cultural, así como de la conversación en sociedad que se inspira en los tópicos promovidos por dicho discurso. De manera que es posible estar muy preocupado por un problema, aunque realmente apenas nos afecte ni individual ni colectivamente de manera efectiva: simplemente, porque damos por bueno el discurso que se nos transmite y se nos propone, de que "verdaderamente" (= independientemente de nuestras propias percepciones) es un problema grave y preocupante.

En cambio, la percepción del riesgo propio de ser víctima de un delito se construye más bien sobre la base de las experiencias más cotidianas (propias y ajenas): lo que un@ mism@ experimenta, ve, escucha (o ve o escucha que le ha ocurrido a otras personas próximas). Por lo que allí donde el individuo no tiene una percepción próxima de riesgo, porque en su medio la realización del mismo no existe o resulta muy infrecuente, su preocupación individual será mínima (y compatible con una simultánea preocupación por dicho riesgo en tanto que fenómeno global).

Sugiero que algo semejante puede estar ocurriendo, muy probablemente, en el tema de la pandemia de COVID-19: que buena parte del miedo es inducido (por los medios de comunicación y por los líderes políticos, principalmente), sin correspondencia directa con las experiencias de exposición al riesgo de la gran mayoría de las personas.

Pongo un ejemplo sencillo, de mi tierra: en la provincia de León hay ahora mismo contabilizados por las autoridades sanitarias 164 casos de personas contagiadas por el COVID-19 (probablemente haya más casos que, por falta de síntomas y de pruebas, no hayan sido identificados). Esto significa aproximadamente un 0,035 % de la población. Lo que quiere decir que la probabilidad real de tener una experiencia de contagio identificado, o de conocer a alguien contagiado, es bajísima (aunque, obviamente, variará según grupos de población). Y que, por consiguiente, el miedo y preocupación que se palpan en las calles y que también revela la encuesta es, necesariamente, un miedo artificialmente inducido.

Que dicha inducción pueda estar justificada (como forma de evitar comportamientos de riesgo, para uno mismo o para terceras personas, por falta de una percepción adecuada del riesgo real -véase aquí) o no (y encubra simplemente la inexperiencia o la inepcia de quienes están encargados de gestionar esta crisis sanitaria), es cuestión sobre la que, por falta de competencia bastante, no voy a pronunciarme. En todo caso, conocer y analizar estos datos debería darnos que pensar.


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