X

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

viernes, 1 de noviembre de 2019

Der Verlorene (Peter Lorre, 1951)


Quiero llamar la atención sobre esta joyita, la única película dirigida por el gran actor Peter Lorre. Dirigida, además, en Alemania (en alemán, con actores alemanes y tema alemán), cuando Lorre era de los que se habían exiliado a Estados Unidos con la llegada al poder del nacionalsocialismo y, además, siguió haciendo prácticamente toda su carrera cinematográfica en aquel país.

Der Verlorene narra, como su título apunta, la historia de un hombre perdido: de un hombre que se pierde a sí mismo, que, superado por las circunstancias, acaba por perder su identidad; y de cómo logra, pese a todo (y de un modo trágico), recuperarla, volver a ser íntegramente él mismo, aun a costa de no poder seguir viviendo.

Narra Der Verlorene, en efecto, cómo un individuo intelectualmente brillante, reconocido y bien posicionado socialmente, puede resultar, sin embargo, moralmente débil, y también por lo que hace a sus habilidades para vivir en sociedad con decencia e integridad (esto es, preservando -diría el filósofo Harry Frankfurt- en sus intenciones cotidianas aquellas actitudes suyas de segundo orden -creencias, deseos- que pretendía que guiasen su vida). Cómo un científico, en la Alemania del nacionalsocialismo, enfrentado a una situación que le supera (el engaño de su prometida), se deja arrastrar por la ideología de la violencia y de la dominación que el nazismo predicaba. Cómo aplica dicha ideología a su vida privada, convirtiéndose en una especie de "nazi doméstico": asesino de mujeres, allí donde estas se ponen a tiro y donde la necesidad masculina de dominar aflora incontrolable.

Es el Dr. Karl Rothe (interpretado por el mismo Peter Lorre) un hombre común en una situación poco común: un hombre común, con limitadas capacidades de análisis de la vida social en la que participa y de autoanálisis, con un andamiaje emocional frágil, con pocos recursos para la autocorrección y el perfeccionamiento; en una situación (su pertenencia a las capas altas de la jerarquizada sociedad alemana del nacionalsocialismo) que le abre oportunidades de actuación inmoral que, habitualmente, es raro que aparezcan ante nosotr@s como tan fácilmente disponible. Matar a la más débil que tú mismo, hacer ejercicio de tu poder, sin pagar pena alguna, sin consecuencias (porque quienes te rodean te cubrirán y protegerán).

¿Sin consecuencias? Ocurre, empero, que ese hombre común que resulta ser el Dr. Karl Rothe no está (a diferencia de quienes, procediendo de las clases dominantes, están acostumbrad@s desde la cuna a obrar inmoralmente en completa impunidad) habituado a la amoralidad: en personas como él, obrar mal deja rastros, de culpa y de vergüenza. Unos rastros que, constantemente presentes en la conciencia del individuo (que una y otra vez, aun en contra de sus deseos primigenios, acaba por caer en la tentación de volver a ejercitar su poder), terminan por poner en cuestión su identidad: ¿quién soy yo, si aquel que creía ser (y que quería ser), una persona honrada, un buen ciudadanos, ha sido capaz y sigue siéndolo de matar con completo desprecio de la humanidad de las víctimas, por satisfacer un mero deseo momentáneo?

El Dr. Karl Rothe acaba por comprender que su única vía de salvación pasa por recuperar la integridad moral. Y que ello pasa por renunciar a sus privilegios (al de matar impunemente, desde luego, pero también, con él, a su desahogada posición social) y, en cambio, ponerse a sí mismo en riesgo: en riesgo físico, sí, para salvaguardar (recuperar) la integridad moral. Y Karl Rothe participa en conspiraciones antinazis, mata a nazis que tras la derrota intentan ocultarse, ayuda a los refugiados de la guerra,... Pero reconoce (sin un ápice de complacencia) que todo ello, sin embargo, apenas puede eximirle de la responsabilidad adquirida por sus terribles actos anteriores. Y reconoce que es preciso que el mal (que el nacionalsocialismo llevó a la cúspide y que él mismo permitió que arraigara en su propio ser) muera, para lo que él mismo ha de morir...

Esta fascinante historia está narrada por Lorre con un idiosincrásico estilo visual, en una sorprendente combinación de estéticas: toma ciertos estilemas del cine neorrealista (tan destacado en el tiempo de la producción de la película) para las escenas callejeras y asume evidentes influencias de la estética visual del cine negro norteamericano para las escenas de interiores; pero para ciertas escenas capitales (el primer asesinato, la muerte final del protagonista) opta por rescatar maneras visuales propias del último cine mudo (señaladamente, del expresionismo alemán).

Una rareza, pues, tanto por su naturaleza de inquietante fábula moral como por el modo en el que dicha historia ha sido formalizada y narrada en términos audiovisuales, que bien merece una revisión.




Más publicaciones: