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domingo, 29 de abril de 2018

Mimosas (Oliver Laxe, 2016)


Si en Todos vós sodes capitáns, Oliver Laxe elaboraba una narración orientada a poner de manifiesto, y también en cuestión, las relaciones de poder que se desarrollan en el proceso de constitución de la voz narrativa, en esta su nueva película, Mimosas, el objeto de tratamiento narrativo es muy otro, aun cuando persista la estilística empleada por el director para llevarlo a cabo.

En efecto, una vez más, Laxe apuesta por introducir su análisis del tema objeto de su interés a través de una estructuración particularmente cuidadosa de la forma narrativa adoptada por su película. En este caso, se trata evidentemente de examinar la dialéctica que entre interioridad y exterioridad se produce cuando se trata de -primero- configurar y -luego- llevar a cabo acciones humanas. Puesto que, de hecho, el pensamiento común tiende a dar por supuesto que, en este proceso, debería existir una continuidad no problemática (al menos, en principio) entre la una y la otra: se parte, pues, de la base de que las acciones externas (perceptibles) de los individuos humanos resultarían ser la consecuencia (causal y lógica) de sus estados internos (mentales, espirituales,...).

Esta teoría folk acerca de la relación mente-cuerpo (que, por lo demás, subyace a la construcción dramática -y también audiovisual-  del cine hegemónico) es puesta en cuestión en la narración de Mimosas: aquí, no tanto por razones filosóficas racionales (valga la redundancia), como las que podría aducir un filósofo de la psicología, cuanto más bien por la insatisfacción pragmática que la misma ha de producirle a quien mantenga -como Laxe parece, evidentemente, sostener- una concepción antropológica que reconozca la existencia de una "vida interior" (espiritual,...) rica y compleja, susceptible de transformaciones radicales y capaz de acceder a conocimientos y revelaciones de una calidad significativamente superior a las experiencias psíquicas ordinarias.

Así, en la película, la narración transcurre al mismo tiempo por dos sendas dramáticas, diferentes, pero (aproximadamente) paralelas: de una parte, la historia de las aventuras del heterogéneo grupo de personajes que recorren el Atlas con el fin de enterrar al sheikh; de otra, la de las dudas, inquietudes, remordimientos y decisiones de varios de esos mismos personajes, que van experimentando cómo (a causa del influjo psíquico -se supone, con un origen espiritual- de las palabras y acciones de Shakib -Shakib Ben Omar-, así como del desarrollo de su propia vida interior) sus certezas cambian, sus motivaciones se ven alteradas y, en último extremo, también su carácter y su forma de comportarse.

De este modo, la narración vuelve a representar en su seno, en su propia estructura, la estructura misma de la historia narrada. Tal es, en realidad, el auténtico valor del cine de Oliver Laxe: su capacidad para traducir en estructuras narrativas idóneas (e innovadoras) sus obsesiones temáticas. De manera que ni siquiera es preciso compartir estas obsesiones (cuando menos, no toda la retórica ideológica con la que aparecen ornamentadas) para poder admirar su forma de expresarlas, y disfrutar con ello.




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