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domingo, 4 de marzo de 2018

Big little lies (Jean-Marc Vallée/ David E. Kelley, 2017)


Big little lies resulta ser un material de extraordinario valor para ilustrar acerca de los riesgos que conlleva dar por buena de un modo acrítico e irreflexivo cualquier representación cultural que pretenda estar enmarcada dentro de algún discurso que, como sucede con el discurso feminista, posee una vocación emancipadora. O, en otras palabras, de los peligros de adoptar una actitud espectatorial exclusivamente atenta a los contenidos. (Para bien o para mal: bien para alabar el "mensaje progresista" de una obra, o bien para censurar su "mensaje reaccionario".) Que prescinda, por consiguiente, de examinar críticamente los parámetros formales a partir de los que la representación es efectivamente construida.

En efecto, la serie que comento podría aparentar ser una suerte de vulgarización pop y comercial de los tópicos básicos del feminismo: la mujer como víctima de la dominación del varón, las diversas manifestaciones de dicha opresión sexista (desde la violación al techo de cristal en el mercado laboral, pasando por la desigualdad en la asunción de los cuidados o la violencia en el seno de la pareja heterosexual)... y, al fin, la sororidad como única salida viable y satisfactoria para tal situación de injusticia.

Hay algo, sin embargo, en esta interpretación (simplista) que chirría a quien se aproxima, con los ojos y los oídos bien abiertos, a los siete episodios de la serie. De una parte, desde un punto de vista estrictamente formal, parecería existir un notorio desajuste entre el estilo audiovisual que adopta la narración y ese "mensaje". En efecto, siguiendo convenciones muy asentadas en el audiovisual comercial contemporáneo (que pretende adoptar un barniz de modernidad visual superficial, sin estar dispuesto a renunciar por ello a las características prototípicas del relato cinematográfico clásico -unidad psíquica de los personajes, causalidad psicológica, transparencia de la representación, etc.- que, por ejemplo, David Bordwell ha señalado en sus trabajos al respecto), los episodios están filmados y montados de acuerdo con un estilo visual deliberadamente opaco... pero también limitadamente opaco.

Quiere ello decir, en suma, que la narración se lleva a cabo a través del recurso a una exuberante retórica, con la que se pretende llamar la atención ante todo sobre la estilización de la enunciación, antes que sobre la historia narrada. Se renuncia, de este modo, a cualquier pretensión de profundizar sobre dicha historia a través de los recursos formales que la expresión audiovisual ofrece. ¿Puede esta renuncia ser compatible con la vocación sedicentemente crítica (y feminista) de la obra? Cabe dudarlo: si emancipador (y, por ende, feminista, en el sentido más estricto de la expresión) solamente puede serlo un discurso volcado en ser capaz de traspasar las apariencias y ampliar el conocimiento de la realidad (social y cultural), a costa de la credibilidad de la(s) ideología(s) hegemónica(s), entonces una narración que renuncia a su potencialidad no es nunca una narración emancipadora, por más que se disfrace de tal a base de "mensajes" de fácil digestión. Y ello, porque tal narración carece de profundidad y resultará, en todo caso, estéril, en términos tanto estéticos como políticos.

Por lo demás, ocurre también que, incluso en el plano estrictamente temático, Big little lies adolece de una concepción extremadamente adocenada de qué haya de ser el análisis (y la representación) feministas de la realidad social. Ello sucede, en especial, a causa de la inexistencia de cualquier esfuerzo por insertar el fenómeno de la dominación masculina en su marco social: vale decir, en las estructuras sociales de poder y de dominación. Así, en la serie, las mujeres inquietas, infelices y oprimidas que la protagonizan lo son casi exclusivamente a causa de su condición femenina; exactamente igual que aquellos que las hacen infelices, inquietas y oprimidas son los varones, por el hecho mismo de serlo.

Con ello se está orillando la representación del fenómeno -que, sin embargo, posee una importancia capital a este respecto- de la interseccionalidad: del entrecruzamiento constante, en la existencia de los individuos y de los grupos (y también, por lo tanto, de las mujeres), de multitud de relaciones de poder, derivadas a su vez de diferentes identidades y de la participación de cada un@ en diversas estructuras sociales de interacción. De este modo, las mujeres dominadas no lo son exclusivamente por su género, sino también (y en medidas distintas) por su clase, etnia, orientación sexual, etc. Pero, más aún, ocurre que mujeres oprimidas por razón de género pueden pertenecer, sin embargo, al grupo social hegemónico en atención a otros rasgos de identidad, y ejercer su poder -hasta el punto incluso de la dominación- sobre otros individuos o grupos (sean varones y/o mujeres). La realidad social del poder y de la dominación es, por ello, increíblemente compleja, y ambigua. Lo que, desde luego, tiene su repercusión no sólo en los modos de su representación adecuada, sino también en las posibles maneras de transformarla (en sentido emancipador o en cualquier otro sentido).

Así pues, por todas las razones que se acaban de exponer, Big little lies parece, cuando menos a los ojos de este espectador,  antes un ejercicio de transformismo estético banal que un esfuerzo verdaderamente interesante de aportar una mirada feminista a la representación cultural (comercial) contemporánea. Como ocurre con tantas otras series reconocidas de la reciente televisión, la necesidad de impresionar a un público (la clase media educada de los países occidentales, que se suscribe a los canales digitales o adquiere las grabaciones correspondientes) que, sin embargo, no está dispuesto a permitir que se desestabilicen por completo sus expectativas (ni las estéticas ni las políticas) parece la preocupación predominante, ante la que palidece cualquier otra inquietud de representación cultural adecuada.




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