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martes, 6 de febrero de 2018

Jesús Pérez Caballero: De Roma a Roma. Un ensayo de sistematización de los crímenes de lesa majestad, nación y humanidad


El libro que hoy comento (Comares, 2017) pretende tener la naturaleza de un ensayo jurídico. Es decir, no es, ni en ningún caso lo pretende, un estudio monográfico y detallado de cada una de las instituciones, ideas y figuras delictivas que toma en consideración, sino que, por el contrario, su finalidad es muy otra: rastrear, en la historia del Derecho y del pensamiento jurídico occidentales (europeas, en su origen), determinadas ideas-fuerza (plasmadas luego en ciertas instituciones y modelos de regulación jurídicos) que la atraviesan toda ella y que han sido determinantes para la configuración del Derecho Penal político, en sus diversas manifestaciones históricas.

El punto de partida del autor es la concepción del crimen maiestatis (base histórica a partir de la cual se habría constituido todo el Derecho Penal político europeo), ya desde sus orígenes en el Derecho romano, como un delito configurado desde una doble perspectiva: para incriminar, de una parte, acciones que pueden afectar efectivamente –cuando menos, de manera potencial- a la estructura de la dominación política, en un momento y lugar dados; pero también, de otra, acciones que, sin poseer ninguna capacidad para lesionar materialmente dicha estructura, sin embargo, poseen un componente comunicativo que podrían llegar a cuestionar –también, cuando menos, al menos potencialmente- las ideas hegemónicas acerca de la legitimidad y la autoridad políticas.

Es importante, en este sentido, destacar el hecho de que, en el modelo original (romano) de crimen maiestatis, el autor del mismo es concebido como alguien que, en tanto que desafía al sujeto de la soberanía (por supuesto, la expresión resulta anacrónica), se (auto-)excluye del sometimiento a ella. Y que, por consiguiente, de este modo ha de ser identificado como un sujeto que ha regresado al estado de naturaleza: se trata, pues, de un homo sacer, que, porque ha dejado de ser reconocido como sujeto jurídico, deja también por ello de estar protegido por el Derecho. De manera que, en tanto pura vida (no sujeto de derechos), puede ser matado por cualquiera. (Puede, no debe: al tratarse de un cuerpo que se halla en un espacio libre de Derecho, respecto de él no pueden existir deberes, ni negativos ni positivos.) Esta tradición de concebir al rebelde como individuo fuera del Derecho, será retomada modernamente por Thomas Hobbes (en su De cive) y continuará teniendo un extraordinario éxito a lo largo de las edades moderna y contemporánea… bien que en una versión enormemente deformada, por cuanto en ella ya no es exactamente cierto que el rebelde quede excluido del Derecho, sino que más bien se la trata como un destinatario de normas y sujeto de deberes completamente excepcional, cierto; pero, pese a todo, sometido a la soberanía y a su Derecho.

Sobre la base de este origen histórico, el libro procede a seguir las huellas del originario crimen maiestatis a lo largo de toda la historia del Derecho Penal europeo, en sus distintas, y multiformes, manifestaciones.

Se examina, así, en primer lugar, el modo en que la figura originaria se desdobla, durante la edad media, en un crimen maiestatis (en contra del soberano terrenal) y un delito de herejía (en contra del soberano divino). Lo que tienen en común ambas modalidades son dos cosas: primero, su dependencia de la existencia de una –pretendida- unidad originaria (de soberanía política, en un caso, ideológica, en el otro), que sería la que el rebelde o hereje vendrían a perturbar; y segundo, el hecho de que en ambos delitos estaría en juego no solamente aquellos intereses valiosos que son atacado frontalmente (la estructura de dominación política/ el acatamiento a los dogmas de la iglesia), sino además, y muy principalmente, un supuesto orden trascendente que –pretendidamente- subyacería a tales intereses. Crimen maiestatis y delito de herejía afectarían, pues, esencialmente a la sacralidad que constituye –en la concepción medieval- aquello que ordena y da sentido al universo (también al universo social).

En los tiempos modernos, estos tradicionales delitos van perdiendo progresivamente su carácter sacral y vinculándose de manera creciente a necesidades funcionales, relativas a la preservación del orden social (de las estructuras sociales de la dominación). Además, a través de la introducción del concepto de “delito atroz” (“crimen atrox”) los poderes políticos pasan a seleccionar otras figuras delictivas diversas (sodomía, falsificación de moneda, etc.) y a reubicarlas, desde un punto de vista valorativo, como formas (impropias) de crimen maiestatis. Esto significa desvirtuar la concepción originaria del delito (tan vinculada a la idea de sacralidad), para atender cada vez más a consideraciones de orden puramente instrumental: el poder identifica ciertos delitos como particularmente “odiosos”; y, en esa medida, marca a sus autores como algo más que meros infractores del Derecho, como cuerpos aptos para ser excluidos (o exterminados).

En la edad contemporánea, dos serían las principales transformaciones de la figura-tipo del crimen maiestatis. De una parte, se produce, durante el proceso revolucionario francés entre 1789 y 1795, un desplazamiento conceptual, a tenor del cual el fundamento de aquella forma de crimen maiestatis que se considera propia del régimen revolucionario se vincula a la idea de la fraternidad revolucionaria: puesto que en el nuevo régimen la soberanía no es unitaria, sino que, al ser atribuida al “pueblo”, ha de ser necesariamente representada (para resultar operativa, a los efectos de legitimar la dominación política), el crimen maiestatis es entendido a partir de ahora –y hasta nuestros días- como la desobediencia del individuo a la “voluntad general” (sublimación de la representación del sujeto de la soberanía -realmente plural, pero idealmente unitaria). En segundo lugar, esta vinculación entre rebelión y voluntad general es desarrollada luego en diversas formas (extensivamente, pues) por el estado contemporáneo. En este sentido, los casos más llamativos, por originales, serían los de los estados socialistas, que introdujeron formas de “crimen maiestatis económico”; y el estado nacional-socialista, que creó el “crimen maiestatis étnico”. En todo caso, ambas figuras no son sino dos manifestaciones más –aunque ciertamente extremas- de la tendencia contemporánea a funcionalizar el delito político (vinculándolo a necesidades de toda índole: normalización de poblaciones, eficiencia económica, etc.). Tendencia que, pese a todo, se intenta hacer compatible (a pesar de lo problemático que ello resulta) con la preservación del vínculo entre delito político y sacralidad, puesto que tal vínculo sigue resultando esencial para legitimar la obediencia de los más y la contundencia con los menos que se atrevan a rebelarse.

Con ello llegamos al momento actual. Momento en el que, en el plano del desarrollo conceptual del Derecho Penal político, dos serían las grandes innovaciones recientes. (Pese a todo, no hay que olvidar que el crimen maiestatis clásico sigue estando muy presente también hoy: la persecución de la rebelión, entendida en el sentido extensivo que su fundamentación en la idea de ataque al orden simbólico sacral de la dominación conlleva, como forma de reprimir la disidencia política, sigue siendo asunto cotidiano en buena parte el mundo… en España, por ejemplo, tan recientemente.) Por un lado, la creación de las figuras delictivas de terrorismo, en las que el ya crimen maiestatis propio del estado contemporáneo (“crimen de lesa Nación”) es subjetivizado, anticipándose la intervención represiva del Derecho Penal político y fundándose principalmente en la intencionalidad “subversiva” del autor o autores.

Por otra parte, sin embargo, en estas últimas décadas ha surgido otra forma nueva de crimen maiestatis: el "crimen internacional", entendido como atentado por parte de un estado (y de sus agentes) en contra del “orden internacional”. Así, en un sistema jurídico pluralista como el del Derecho internacional (tan próximo en su estructura a la propia de los ordenamientos jurídicos feudales de la Europa medieval), también la máxima soberanía existente, la de las potencias hegemónicas (hecha valer principalmente a través de las organizaciones supranacionales) habría dado lugar a un mecanismo de protección de su carácter (pretendidamente) sacral, generándose una suerte de responsabilidad objetiva de los estados (si es que quieren participar de manera plena de dicho orden internacional) allí donde los derechos humanos son violados de manera que no resulte aceptable para las potencias internacionales hegemónicas (y no en otro caso). Ahí estaría el origen de los últimos desarrollos del Derecho Penal internacional, a través del concepto de “crimen contra la Humanidad”.

Por supuesto, un análisis tan global como el que este ensayo intenta ha de tener sus puntos ciegos: sin duda alguna, cada una de las instituciones y figuras examinadas, así como los momentos histórico-sociales en los que las mismas aparecen o son desarrolladas, poseen su propia especificidad, de manera que la insistencia constante en lo permanente y en las constantes en el tratamiento del delito político podrían llegar, efectivamente, a ocultar los numerosos cambios, tanto conceptuales como materiales, que han tenido lugar a lo largo de toda la historia del Derecho occidental en este ámbito.

No obstante, a pesar de ello, creo que es particularmente estimulante realizar un recordatorio de la vetusta (y escasamente liberal, ni democrática) raigambre de los fundamentos de Derecho Penal político contemporáneo. Del hecho de que, en este ámbito, la evolución política y jurídica no ha sido tanta, ni tan progresiva, como habría sido deseable. Y que, por lo tanto, los ordenamientos jurídicos actuales siguen apegados, en muy buena medida, al fin de proteger la intangibilidad de las posiciones de poder político, sin atender en cambio en demasía a las cuestiones –tan pertinentes, desde un punto de vista democrático- de la legitimidad de la autoridad política, del pluralismo o de la justificación de la desobediencia. Empleando, para ello, tópicos argumentativos tan rancios, e irracionales, como los de la sacralidad de dicha autoridad (y de sus símbolos), más allá de cualquier análisis racional (materialista) de lo que verdaderamente está en juego.

En el Occidente del antiterrorismo histérico, en la Europa que maneja los “delitos de odio” como instrumento de disciplina social y en la España que persigue por delito de rebelión conductas de mera disidencia y desobediencia pacíficas, pienso que hacer estos recordatorios, y esta constatación, resulta particularmente interesante, tanto desde un punto de vista teórico (para no dejarse cegar en los análisis por la ideología –represiva- dominante) como desde el político (para ubicarse críticamente ante las prácticas de autoprotección a toda costa que el poder político –también en los Estados demoliberales- ejercita de manera habitual, sin importar el coste que ello tenga en términos de derechos humanos).


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