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sábado, 17 de febrero de 2018

120 battements par minute (Robin Campillo, 2017): el dilema de defender los propios derechos


En su cuidadosa reconstrucción de la dinámica del movimiento de personas enfermas de SIDA en favor de sus derechos (en la que se examina tanto la vertiente más abiertamente política del movimiento como el impacto del mismo -y de la enfermedad y de la discriminación que conlleva- sobre la vida personal de sus militantes), 120 battements par minute viene a constituir una representación palmaria y clarividente de las tensiones a las que el activismo en defensa de los derechos humanos está necesariamente sometido.

En efecto, en su acepción de actividad, "defender los derechos humanos" quiere decir, en principio, actuar con la finalidad de lograr cambios en los patrones -individuales o generales- de comportamiento de todos aquellos sujetos sociales dotados del poder suficiente como para afectar a la accesibilidad efectiva de los derechos humanos teóricamente reconocidos para determinadas personas, o grupos de persona. Y, consiguientemente, en su acepción de resultado, la expresión "(lograr) defender los derechos humanos" significa producir, efectivamente, tales cambios de comportamiento de los sujetos poderosos; y, con ello, también el grado de accesibilidad de los derechos para los individuos o grupos sociales.

Se trata, pues, de producir cambios: cambios en los comportamientos de organismos supranacionales, de estados, de empresas, de comunidades,... de toda suerte de instituciones sociales dotadas de poder. Mejorando de este modo la posición relativa de poder de individuos o grupos sociales que, hasta ese momento, no tenían el suficiente como para disfrutar realmente de derechos que tenían teóricamente reconocidos. (O, en otros casos, viendo reconocidos discursivamente derechos, vueltos además efectivamente accesibles, cuya titularidad les había sido negada hasta entonces por principio.) En una palabra: producir cambios en las políticas (de quienes tienen poder suficiente, para dictarlas y/o para aplicarlas).

La cuestión, por supuesto, es que, por definición, las políticas tienen siempre una vocación de impacto colectivo, no estrictamente individual: pretenden transformar las grandes cifras del problema que abordan, mas rara vez son capaces de garantizar (a causa de los costes de implementación y de la usual limitación de los recursos disponibles para ello -absolutamente disponibles, o que se considera "razonable" destinar al efecto) que ningún caso relevante quede fuera del ámbito de aplicación de las mismas. Además, en segundo lugar, los cambios en las políticas, cuando se obtienen, poseen esencialmente la vocación de cambiar el futuro: el futuro del grupo social beneficiado por el cambio, por el reconocimiento de un nuevo derecho o por el nuevo nivel de accesibilidad previamente ya reconocido en teoría.

Esta realidad, de cómo tienen lugar en la práctica los cambios -mejoras- en la situación de los derechos humanos (en un momento y lugar dados, para un determinado grupo social), es un dato perfectamente asumido por aquella parte del movimiento de defensa de los derechos humanos que se fundamenta principalmente en la solidaridad: allí donde quienes se movilizan en defensa de los derechos no lo hacen -cuando menos, no de forma principal- directamente en defensa de sus propios derechos, sino sobre todo en defensa de determinados grupos sociales (generalmente, grupos vulnerables y/o marginados). En estos casos, la naturaleza colectiva y temporalmente acotada del cambio no tiene por qué suscitar especiales dificultades: se asume, así, como parte de "la naturaleza de las cosas" (de la lucha en defensa de los derechos).

En cambio, las cosas necesariamente han de aparecer bajo una luz completamente distinta cuando (como magníficamente representa la película que hoy comento) l@s actores del movimiento son, al tiempo, también l@s potenciales beneficiari@s de los cambios que se logre alcanzar. Pues, en este caso, las dos limitaciones en el cambio de la situación de derechos humanos que más arriba se señalaban (carácter colectivo y orientación hacia el futuro) devienen problemáticas, desde el punto de vista de la motivación de l@s activistas para comprometerse con el movimiento. ¿Por qué, en efecto, un(a) activista enferm@ de SIDA debería luchar por políticas internacionales, estatales y empresariales que sean más activas, solidarias e incluyentes, si resulta probable que él o ella apenas alcancen a disfrutar de los beneficios del cambio logrado, en el caso de que obtenga?

Se produce, así, un característico dilema de acción colectiva. Dilema que tradicionalmente se resolvía sobre la base de la  aceptación de creencias que motivaban al/la activista, de manera sustitutiva, allí donde el análisis puramente racional de las alternativas de acción disponibles no podía lograrlo: la creencia en una recompensa ultraterrena, o bien el sentimiento de identidad del individuo como componente de un "movimiento histórico" por la justicia de largo aliento (si no eterno). Sin embargo, en un contexto sociocultural crecientemente descreído en relación con la trascendencia y adepto a un análisis puramente racional de los fenómenos, la eficacia de las motivaciones de tal índole se desvanece necesariamente.

De este modo, el/la activista de derechos humanos que lucha por sus propios derechos se encuentra, en un universo social secularizado, ante la tesitura de elegir entre tres alternativas de conducta: la retirada del compromiso, el perfecto altruismo o la obtención de una satisfacción puramente emocional (por el compañerismo, la sensación de autorrealización, de control sobre el propio destino, etc.). O, más plausiblemente, por una combinación inestable de las tres formas de reacción, ante la ansiedad  psíquica que se deriva de la concatenación de sufrimiento (en cuanto víctima, a causa de la violación de derechos de la que se es objeto) y estrés (en cuanto activista, por las tensiones propias de la lucha política).

En este sentido, la historia narrada en 120 battements par minute constituye una muestra ejemplar de este género de dificultades. De cómo, para la víctima que deviene activista (en favor de sus propios derechos), la lucha nunca es lo suficientemente radical, lo suficientemente urgente. De cómo, debido a ello, la actuación política de las víctimas que defienden sus propios derechos puede llegar a ser vista, por el resto del movimiento, como excesivamente "radical" o "irracional". De cómo, en fin, la ansiedad derivada de tantas contradicciones amenaza con desestabilizar tanto al/la propi@ activista como a las organizaciones de las que forma parte.

De cómo la tensión resulta en realidad irresoluble, por lo que no queda otra vía que convivir con ella: convivir en las organizaciones de víctimas, convivir dentro del propio psiquismo de cada activista-víctima. Y convivir también con ella -en difícil convivencia, sin duda alguna- en el marco global del movimiento de defensa de los derechos humanos. Donde acaso el único camino sea el del respeto y la tolerancia mutuas, entre activistas y entre organizaciones que, pese a perseguir los mismos objetivos, tienen unas experiencias del significado de los derechos humanos y de su violación tan diversas que aspirar a cualquier otra forma de entendimiento que la mera tolerancia empática resultaría verdaderamente quimérico.




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