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viernes, 17 de noviembre de 2017

Horace and Pete (Louis C. K., 2016)


Construida al modo de una larga obra de teatro (diez capítulos, de duraciones entre los treinta y los sesenta minutos), casi sin cambios de decorado y con elenco limitado de personajes, apenas sin acciones. Con un estilo audiovisual de filmación, además, extremadamente pausado y clásico (aunque muy cuidado), en el que los encuadres están muy meditados y el montaje apuesta por dejar respirar a los planos. Una larga narración, basada en la dialéctica entre los diálogos (a veces, completamente vacuos, otras veces tan hirientes...) y los silencios en los que, en tantas ocasiones, se abisman los personajes.

Horace and Pete viene a representar la melancolía de un universo (social) herido de muerte: en el que las ilusiones de sus personajes han fenecido, y estos se empeñan por boquear, por sobrevivir apenas, asumiendo su derrota. Hablar, entonces, se convierte en una forma de queja, o de un arma para herir al prójimo más cercano. Callar es un modo de resistencia.

En principio, Horace and Pete no parecería una obra esencialmente política, sino más bien una pieza de tono existencialista, acerca del desencanto. Y, sin embargo, la política (la sociedad) asoma por todos sus desolados rincones. No sólo en los comentarios -más o menos superficiales y jocosos- sobre la actualidad política institucional norteamericana, sino, ante todo, porque los personajes heridos de la obra son esencialmente representativos de la falsedad de las apariencias sociales que vienen a encarnar. En efecto, Horace, Pete, toda su familia, su bar, sus tradiciones, son la encarnación viva de una historia de sexismo, alienación, violencia y desarraigo: donde las familias y negocios tradicionales, lugares de resistencia cultural, ocultan en realidad, detrás de sus paredes plagadas de "sabor", dramas de marginación, explotación, violencia, dominación y desgracia.

Porque (parece querer señalarnos la narración, al mostrarnos la miseria de la familia y de sus parroquianos, todo lo que transcurre tras el telón de las tradiciones, de la familia y de la buena vecindad) los vínculos comunitarios, hoy tan añorados, se construyen sobre dramas personales, en los que las buenas gentes se ven enredadas y apenas logran escapar. Y, cuando lo hacen, es para caer en lugares peores: en la soledad, en la desesperación, en la locura. No hay otra salida que el ensimismamiento. Cualquier esfuerzo por preservar los vínculos acaba en la derrota... o en la muerte.

Todo lo anterior, narrado en voz baja, mediante esa sutil combinación de comedia (dramática) y drama (ridículo), cuyos antecedentes se remontan al teatro de Anton Chejov, tan influyente en el tono argumental y dramático de la serie.

Una serie, pues, completamente arrolladora, por su calidad estética, pero también por su demoledor representación de nuestros mitos más queridos: familia, tradiciones, comunidad. Se contempla con delectación, pero también con el corazón en un puño, ante tanta miseria moral, tanta tristeza... tanta verdad humana.




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