El otro día, una compañera mía, que está teniendo la amabilidad de leer con detenimiento los trabajos de investigación que voy publicando sobre política criminal, me escribió para pedirme algunas aclaraciones acerca de lo que digo en mi último artículo -Punitivismo y democracia: las “necesidades sociales” y la “voluntad popular” como argumentos político-criminales- sobre la relación entre política criminal y democracia. En el que critico, por confundidor, el manido concepto de "populismo punitivo" y esbozo una interpretación alternativa del punitivismo contemporáneo, extrayendo de ello conclusiones tanto en el plano analítico como en el práctico.
Comparto aquí mis aclaraciones, por lo que puedan valer:
Mi idea es muy simple (acaso
demasiado): en los debates político-criminales cabe
distinguir entre cuestiones de índole moral y otras
que son de índole instrumental. Decidir si se
incrimina o no el homicidio terrorista como figura
diferenciada del homicidio común, y cuánto se agrava
respecto de este, son problemas morales, pues dependen
de cómo valoremos el efecto del homicidio terrorista,
de cuánta importancia le damos (muchísima, algo, nada)
al efecto político, diferente del ataque a la vida,
que el homicidio terrorista pretende. Asimismo, en el
ámbito de las penas, si queremos o no tener prisión
perpetua como respuesta frente a los delitos más
graves es un problema moral: depende de cuánto
valoramos la dignidad del penado y de qué modelo de
Estado justo deseamos construir.
Mi opinión (que depende de
presupuestos metaéticos y jurídico-constitucionales
que en el libro sobre la justificación de las leyes penales esbozaba y apuntaba) es que en problemas
morales no es posible ningún conocimiento objetivo (no
soy, pues, un objetivista moral). Y que, además,
nuestras constituciones, aunque excluyen ciertas
alternativas (por ejemplo, la nuestra proscribe la
pena de muerte y veda -eso pienso yo, aunque no, desde
luego, nuestra jurisprudencia- la incriminación de las
actividades políticas orientadas a apoyar la causa de
una organización terrorista), no contienen una escala
de valores, una "moralidad constitucional", en la que
apoyarse directamente a la hora de legislar. Debido a
ello, creo que para resolver las cuestiones morales
que suscita la legislación penal no queda otra que
confiar en la democracia: en ese "consenso
entrecruzado" del que hablaba John Rawls. Que, en la
práctica, se manifiesta en el debate público. Y que,
por ello, no hay alternativa a profundizar en la
democratización, dejando aflorar todas las opiniones
(también las más minoritarias e impopulares) en la
esfera pública: abriendo canales de participación,
democratizando los medios de comunicación, etc. Y que
gane el mejor (el que más pueda).
En cambio, a la hora de legislar
existen también problemas de naturaleza puramente
instrumental. Ejemplos: ¿cuánto impacto político real
tiene, sobre el sistema político, la estrategia
terrorista? O, en el ámbito de las penas, ¿de verdad
la elevación de la cuantía de las penas aumenta su
efecto preventivo? Son todas estas cuestiones
relativas a la relación entre los objetivos (morales,
determinados como más arriba se indica) y los medios
para lograrlos: a la viabilidad de los objetivos, a la
coherencia entre los mismos (cuando, como es usual, no
se persigue uno solo, sino varios al tiempo), a la
eficacia de los medios dispuestos para conseguir el
fin buscado y a la eficiencia de aquellos (a la
relación entre sus costes y sus resultados). Sobre
todos estos asuntos creo que sí que existe -o puede
existir- conocimiento objetivo: justamente, el de la
ciencia. Mi propuesta, por ello, es que el proceso
democrático pueda ser alimentado, en temas tan
técnicos y, al tiempo, tan susceptibles de ser
manipulados con fines bastardos (debido a la radical
distancia entre quienes deciden -legisladores y
votantes- y quienes soportan las consecuencias de las
decisiones -víctimas, infractores y penados,
principalmente), por la información y el conocimiento
objetivos, proporcionados por agencias independientes.
Que, sin embargo, no deberían intervenir en la
fijación de los objetivos político-criminales últimos,
sino únicamente en la evaluación de los medios más
idóneos para alcanzarlos.
Soy consciente de que, en la realidad
del funcionamiento de los procesos legislativos (y,
especialmente, de su parte más burocrática, la que
acontece dentro de los ministerios), esta distinción
entre problemas morales y problemas instrumentales no
aparece tan nítidamente como debería, pues es casi
inevitable que los burócratas de las agencias y
ministerios se dejen capturar (de buena fe o por
propio interés) por visiones políticas (morales)
acerca de qué objetivos político-criminales son los
mejores o "los más razonables". Y que, en suma, sus
aportaciones al proceso legislativo no sean puramente
objetivas. Pese a ello, creo que el modelo, en sus
líneas generales, es adecuado. Y que, por lo que hace
a sus (inevitables) imperfecciones, la única solución
para mitigarlas es más democracia: difundir el
conocimiento técnico (entre los distintos partidos
políticos y grupos parlamentarios -no sólo el que
gobierna-, entre los movimientos sociales, etc.),
introducir mecanismos de control, de participación y
de debate también en las agencias independientes, etc.
En todo caso, es cierto que mi contraposición entre racionalidad moral e instrumental es demasiado simplista: en la práctica, las cosas se entreveran y no siempre se pueden separar con claridad. Así, justamente, en el caso que tú bien ves, de la identificación de bienes jurídicos, aunque al final la decisión es eminentemente moral, no es posible prescindir por completo de una faceta instrumental: ¿para qué sirve proteger, por ejemplo, la autenticidad de los documentos? (Pongo este ejemplo a propósito: cuando escribí sobre falsedades documentales (en unos comentarios al Código Penal), al intentar identificar el bien jurídico, me di cuenta justamente de que había ciertamente una faceta moral -por qué es malo que se manipule un documento- pero también otra instrumental -para qué vale, en términos de utilidad social, preservar su autenticidad. Aunque es verdad que esto no ocurre con todos los bienes jurídicos: en muchos de ellos -señaladamente, los individuales, pero también algunos supraindividuales- la utilidad social se da por supuesta; a causa, precisamente, de su valor moral propio.)
Pese a todo, pienso que es importante, distinguir los dos tipos de cuestiones. Básicamente, porque me parece que en las primeras no puede existir evidencia objetiva (aunque sí argumentos) y, en cambio, en las segundas, debemos apelar a la ciencia, como mecanismo de control crítico de las afirmaciones que realizamos al respecto.