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sábado, 1 de octubre de 2016

La academia de las musas (José Luis Guerín, 2015)


Evidentemente, en La academia de las musas habita una paradoja, conscientemente asumida por el director: la narración de una historia a través de imágenes; pero de unas imágenes que, en realidad, lo que muestran es, ante todo y sobre todo,. palabras, diálogos y monólogos, de los personajes.

La pregunta esencial, entonces, estriba en determinar cómo es posible que las palabras construyan acciones: situaciones, personajes, emociones, relaciones,...

Y tal es, efectivamente, el tema de la película: la manera en la que las palabras (o, mejor: el efecto que los signos lingüísticos -interpretados en un determinado contexto sociocultural- producen sobre la mente humana) construyen realidades. Realidades culturales, desde luego. Mas es evidente que dichas realidades son tan "reales" (vale decir: provocan un efecto material tan constatable sobre la vida -social- de los seres humanos) como cualquier acto físico, si no más.

Así, La academia de las musas está construida (siguiendo una costumbre ya consolidada del director: pienso, por ejemplo, en la manera en la que se elaboraba la narración en En construcción -2001-...), prácticamente de manera exclusiva, a través de la filmación de los diálogos de los personajes. Y, por supuesto, de la mostración de los efectos que tales diálogos provocan sobre las actitudes (emociones, formas de relacionarse, etc.) de los personajes.

En el fondo, entonces, la cuestión capital es si José Luis Guerín, y los personajes que él evoca (siempre a caballo, ambiguamente, entre la realidad y la ficción) son en realidad capaces de construir, imaginariamente (de cara al/la espectador(a)), un universo -emocional, sígnico- paralelo, pero inteligible y auténtico. Si, entonces, las reflexiones acerca del amor, de la pareja, de las ilusiones amorosas, de las falsedades y mitologías de las relaciones, de las dominaciones y actos de poder inherentes a las mismas, etc. son, en la película, algo más que eso, puras reflexiones, para convertirse en lemas vivenciales. para los personajes y para l@s espectador@s.

Hay que reconocer, en este sentido, que la maestría de Guerín a la hora de transmitir la actualidad y relevancia de los discursos que muestra en sus imágenes es manifiesta. De este modo, contemplando la película, tod@s -a poca sensibilidad que tengamos- somos capaces de imaginar un mundo (imposible, de puras experiencias ideales) en el que la retórica amorosa sea capaz de constituir relaciones, y emociones, con independencia absoluta de la realidad -material, física- de los cuerpos enamorados y de sus reacciones.

En la realidad, desde luego, sin embargo, y más allá de los embelecos de la literatura, lo cierto es que (como, por lo demás, la película, en sus escenas finales, viene a poner claramente de manifiesto, en una suerte de epílogo de devastador mensaje, antitético, respecto de lo que hasta ese momento ha sido narrado) el amor no es sólo una cuestión de palabras y de ideas, sino también de cuerpos, de posiciones sociales, de emociones (físicamente perceptibles). Y, por consiguiente, más allá de la fina retórica, el amor se plasma en sexualidad, en excitación, en abandonos, en alegrías, en éxtasis, en poder, en exclusión,... Lo que, precisamente, hace que el amor no sea, ni pueda ser nunca, mero ideal: habrá de ser, en todo caso, siempre, además, praxis existencial, conflictiva, con vocación de poiesis (de producción, de relaciones y de situaciones sociales).

Todo ello aparece, revolotea, alrededor de La academia de las musas. Seguramente, nada está suficientemente tratado, interrogado, resuelto. Mas no es la menor de las virtudes de esta película su capacidad para evocar estructuras de la existencia (de la existencia amorosa) habitualmente difíciles de corporeizar y de hacer patentes. Es evidente, no obstante, que, para comprender íntegramente las cuestiones suscitadas, es importante haber pasado un@ mism@ por la experiencia amorosa, pues en otro caso podría parecer un producto excesivamente teórico, programático. Pero, para quien haya experimentado, en sus propias carnes, tal vivencia (¿y quién no lo ha hecho, alguna vez?), la enseñanza -y la rememoración- le resultará palmaria: nada que no esté siendo dicho, o lo haya sido, o pueda serlo, vale, como parte del amor; pero lo dicho (o que, aunque aún no explícito, podría llegar a serlo) necesita convertirse en algo más que palabras, en acciones (o expresión de sentimientos, o insinuación de intenciones, o...), para resultar relevante para esa extraña, estrambótica experiencia que los seres humanos denominamos (ya desde Platón, pero vulgarizando luego la experiencia, tras la poesía provenzal medieval) "amor".




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