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lunes, 25 de julio de 2016

La estructura de poder en el procedimiento legislativo español


Hace una semanas tuve la oportunidad de participar en un seminario (organizado por el Grupo Español de Política Legislativa Penal, al que pertenezco) acerca de los procedimientos de elaboración y de evaluación de las leyes penales en España. El seminario tuvo varias sesiones y diversos intervinientes. Y se abordaron diversas cuestiones de interés, tanto para la teoría como para la práctica.

Yo, ahora, sin embargo, desearía concentrarme únicamente en una de las sesiones: aquella que reunió a parlamentarios con amplia experiencia en la labor de la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados, que amablemente compartieron con tod@s l@s asistentes al seminario sus vivencias, aprendizajes y opiniones cualificadas sobre la manera en la que el procedimiento legislativo tiene lugar, usualmente, en España, sus fuerzas y debilidades, potencialidades y amenazas que le atosigan. Y ello, no para narrar íntegramente los contenidos de la sesión (no es éste el lugar para ello), sino con el fin de esbozar mis impresiones de aquello que aparecía implícito en todas las intervenciones (con diferencias de matiz, ciertamente, pero en todas), aunque en ningún momento fue dicho en voz alta, clara y explícitamente.

Me estoy refiriendo no a los detalles técnicos del procedimiento, sino a las relaciones de poder que se traslucen en dichos detalles, así como en sus debilidades y en sus carencias. En efecto, un procedimiento legislativo (un buen procedimiento legislativo) ha de cumplir diversas funciones, pero esencialmente tres. Ha de intentar asegurar, primero, la racionalidad instrumental de las decisiones de políticas públicas plasmadas en normas jurídicas: su factibilidad, su consistencia, su eficiencia y su (previsible) eficacia. Ha de buscar, después, que la plasmación (lingüística) de la decisión en reglas de conducta y en consecuencias jurídicas sea lo más fiel posible al contenido y finalidad de la decisión adoptada.

Pero, además, en tercer lugar, un buen procedimiento legislativo ha de intentar garantizar igualmente que tanto la decisión política como la norma jurídica en la que la misma se plasma sean elaboradas por aquellos actores (políticos) que tienen atribuida la competencia legítima de elaborarlas: por todos ellos, pero solamente por ellos. Es decir, ha de asegurar -o intentarlo- que haya plena participación, que no haya exclusiones injustificadas y que tampoco haya influencias ilegítimas y/o desmedidas. Dicho de otro modo: un procedimiento legislativo no es únicamente (aunque también lo sea) un artefacto técnico, sino que lo es asimismo político: asigna, garantiza, protege (o desposee de) posiciones de poder, sobre la decisión, política y jurídica, a adoptar.

Es a este último aspecto, al del procedimiento legislativo como estructura de poder, al que quiero prestar mi atención hoy aquí. Porque ocurre que, en la sesión del seminario a la que más arriba hacía referencia, en las intervenciones de los experimentados parlamentarios que allí se escucharon, se traslucían, y mucho, ideas muy relevantes acerca de cómo actúa realmente el poder (los poderes) en el procedimiento legislativo español. Como decía, no es que fuesen afirmadas como tesis (las intervenciones fueron esencialmente descriptivas de las vivencias, actividades e impresiones de cada uno de los intervinientes, no pretendían ser analíticas), pero cualquier oyente atento -y sensible a la cuestión de la igualdad y de las relaciones de poder- podía inferirlas sin dificultad ni esfuerzo alguno de imaginación.

Resumo a continuación mis anotaciones al respecto:

1. La iniciativa: La iniciativa de las propuestas legislativas (y, probablemente, de todas las políticas públicas) procede, de manera abrumadora, de organismos públicos: ministerios, organismos autónomos, órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, Fiscalía General del Estado, Consejo General del Poder Judicial, Consejo de Estado, Tribunal de Cuentas, Conferencia de Rectores, etc.). En efecto, son raras excepciones aquellos casos en los que la iniciativa de legislar sobre un tema llega a las Cortes Generales (o aun al Gobierno) directamente desde la sociedad civil (en su más amplio sentido: desde empresas hasta movimientos sociales). Son organismos públicos los que promueven cambios legislativos. Y, generalmente, las razones son (o están expresados en términos) de carácter "burocrático": cumplir con una directiva comunitaria, responder a una sentencia del Tribunal Constitucional o a la jurisprudencia del Tribunal Supremo, cumplir con una obligación constitucional, aclarar un procedimiento, sustituir a otra norma, etc.


Por supuesto, esto no quiere decir que los organismos públicos que lanzan las iniciativas que llegan al Gobierno y/o a los grupos parlamentarios no estén influidos por razones de naturaleza política. Pero, en todo caso, lo más llamativo es que las iniciativas suelen justificarse inicialmente por razones internas al Ordenamiento jurídico, aparentemente despolitizadas. La politización explícita tan sólo aparece más tarde, cuando se implican los partidos políticos (a través, justamente, del gobierno y de los grupos parlamentarios). Antes, en apariencia (aunque sea una apariencia falsa), no hay más que consideraciones de orden técnico, apolíticas.

Este dato me parece sumamente relevante: vivimos en un ordenamiento (y en un sistema político) en el que iniciativas evidentemente políticas entran en el sistema político a través de canales principalmente burocráticos. En el que las razones políticas detrás de dichas iniciativas no son hechas explícitas a priori. Sino que, por el contrario, son construidas a posteriori, por los agentes políticos (gobierno, partidos políticos, grupos parlamentarios, medios de comunicación), una vez que el tema está ya en la agenda. Existe, pues, un evidente déficit de transparencia y de participación en este primer momento, de importancia capital.

2. Viabilidad de las iniciativas: La impresión que se obtiene escuchando a parlamentarios experimentados es que una iniciativa (que, como he señalado, suele tener -cuando menos, de modo inmediato- un origen burocrático) puede entrar o no en el sistema político dependiendo fundamentalmente de si existe alguna manera de politizarla. Esto es, de presentarla como una propuesta deseable por razones políticas: para defender los intereses de alguien, o los "intereses generales". En cambio, aquellas propuestas que no poseen tal cualidad (no pueden vincularse al interés de ningún grupo social relevante o no resulta fácil articular su defensa sobre la base de su conveniencia para los "intereses generales", tal y como están hegemónicamente definidos) corren grave riesgo de perecer: de no llegar a ser discutidas siquiera.

Obsérvese, en todo caso, cuál es la secuencia causal: la propuesta es introducida en el sistema político sin referencia explícita a razones políticas específicas (más allá de declaraciones vagas y vacuas), sino únicamente jurídicas y/o burocráticas; y, una vez planteada, se suscita la cuestión de si es posible articularla, y presentarla, como una propuesta vinculada a intereses específicos (pero considerados legítimos) o "generales" (tal y como son hegemónicamente definidos). La política explícita aparece, pues, en un segundo momento, como revestimiento. Lo cual, en la práctica, significa que alguien, antes, ha hecho ya la labor política previa: una política callada, no reconocida como tal, a veces ni siquiera sentida como tal por l@s burócratas que han diseñado la propuesta.

Una política, en suma, interna a las organizaciones burocráticas, a sus lógicas de funcionamiento y de poder. Escasamente accesible para la sociedad (incluso para la parte más poderosa de la misma: el gran capital). Que, sin embargo, tampoco es neutral: porque, en los organismos públicos a que estoy haciendo referencia, su liderazgo se halla, tanto por tradición burocrática histórica como por las redes sociales presentes, íntimamente ligado a las clases dirigentes de la sociedad española (y su visión del mundo, sus ideologías y sus intereses). Estoy pensando en lo que ocurre (con todas las excepciones que se quiera, pero ocurre) con magistrados del Tribunal Supremo, rectores, presidentes de consejos superiores de colegios profesionales, abogados del Estado y otros altos cuerpos de la Administración,... en fin, con todos aquellos que, en última instancia, determinan el sentido de las propuestas e iniciativas que adoptan los organismos públicos que lideran. Un@s profesionales que, nos dice la investigación sociológica, están ligados de manera abrumadoramente mayoritaria a los intereses y la cosmovisión de las clases dirigentes, con la que interactúan constantemente, tanto de manera formal (cursos, congresos, encuentros, reuniones, etc.) como informal (lazos familiares y de negocios, diversiones, patrones de consumo, etc.).

3. Los grupos de presión: Hoy se habla mucho del papel de los grupos de presión en los procedimientos legislativos. Y, sin embargo, la impresión que se extrae, escuchando a quienes bregan todos los días con ellos, es que su papel, aunque relevante, es limitado. Limitado, en el sentido siguiente: cuando el procedimiento legislativo se ha iniciado (en las Cortes Generales), los grupos de presión apenas tienen capacidad para afectar de forma decisiva a ningún aspecto de la legislación que haya sido "politizado" (en el sentido acabado de ver), pues en dichos aspectos los partidos políticos defienden firmemente su interés (de imagen y, en último extremo, electoral). Ello no quiere decir, desde luego, que los grupos de presión no tengan ninguna capacidad de influencia: la tienen, pero casi exclusivamente en cuestiones de detalle y en temas no particularmente prominentes desde el punto de vista político. La labor de los grupos de presión, en este aspecto, parece ser la de intentar "colar" al Gobierno y a los grupos parlamentarios propuestas de enmiendas sobre cuestiones que a estos no les parezcan, dentro del conjunto de la norma en elaboración, especialmente importantes. (Pero que, obviamente, pueden constituir regulaciones de importancia decisiva para un determinado sector empresarial, grupo de interés, profesión, etc.)

4. El (limitado) pluralismo político en el procedimiento legislativo: Un cuarto rasgo notable de lo que parece estar pasando en el parlamento español es que, en realidad (y contra lo que los partidos políticos intentan aparentar), las diferencias de criterio y de posición entre los distintos grupos parlamentarios son extremadamente limitadas. La impresión que se obtiene (de las experiencias de los propios parlamentarios, pero también del examen de los debates y de las enmiendas presentadas, así como de los discursos e intervenciones públicas de un@s y de otr@s) es que realmente cada grupo parlamentario tiene una posición firme tan sólo sobre algunos temas ("sus temas": aquellos que constituyen su identidad como partido y que le sirven para vincular a sus votantes y a los grupos de presión y movimientos sociales que le son más afines), de entre los cientos que se discuten en las cámaras. Sobre dichos temas hay diferencias, y discusión. Pero sobre todo lo demás -sobre la inmensa mayoría de las cuestiones- los partidos políticos no se sienten con capacidad para elaborar discursos y propuestas alternativas a aquellas que proceden del Poder Ejecutivo (esto es, como he señalado antes, fundamentalmente de organismos públicos). De esta manera, el debate político real se concentra en una porción mínima del conjunto de las cuestiones políticas (y jurídicas) que se discuten en el parlamento: por incomparecencia de las partes, por incapacidad de elaboración de alternativas, por un "dejar hacer" al Gobierno y a los técnicos (tecnócratas). (No, desde luego, porque no quepan alternativas a las planteadas, sino porque, simplemente, se es incapaz de vislumbrarlas, elaborarlas y/o defenderlas.)


5. El Gobierno como legislador negativo: Ya hemos visto antes que la mayor parte de las iniciativas legislativas parten del Poder Ejecutivo (y que, en concreto, suelen partir de organismos administrativos que traspasan su propuesta o inquietud al Gobierno). Pero es que, además, en un sistema que, de facto, viene siendo tan presidencialista como el español, una vez puesto en marcha el procedimiento legislativo, el Gobierno sigue incidiendo de manera decisiva sobre aquél. En concreto, principalmente de manera negativa: introduciendo vetos (de facto) que hacen que hacen que ciertas opciones legislativas (y políticas) sean descartadas. Vetos, cuando menos, de tres tipos: vetos políticos (cuando el gobierno dispone de mayoría suficiente en las cámaras), pero también -y tal vez sobre todo- vetos burocráticos y vetos presupuestarios. Vetos burocráticos: atendiendo a advertencias o informes negativos de diversos organismos administrativos, el Gobierno hace valer en el procedimiento legislativo su mayor competencia técnica, para advertir de que ciertas propuestas chocan con normas jurídicas, desfiguran procedimientos administrativos preexistentes,... volviendo así mucho más improbable que tales propuestas sean aprobadas. En el mismo sentido, los vetos presupuestarios consisten en (más allá de las facultades que formalmente le confieren al Gobierno tanto la Constitución como los reglamentos de las cámaras) poner de manifiesto los costes económicos (supuestamente inasumibles) que -según el gobierno- conllevaría la aprobación de determinadas propuestas.

La cuestión es, otra vez, una de distribución del poder. Puede que en ocasiones los vetos gubernamentales resulten razonables; otras no lo serán tanto. Pero, en todo caso, lo cierto es que los grupos parlamentarios apenas dispone de capacidad para replicar fundadamente a tales vetos. De manera que únicamente en aquellos temas que resulten, para el grupo parlamentario, de importancia política capital éste se opondrá a la posición del Gobierno. Pero, en cambio, en otras muchas ocasiones (en la mayoría de ellas) atenderá a la superior competencia técnica de éste y dará por buenos sus argumentos y sus vetos: retirando o modificando enmiendas o propuestas, llegando a transacciones, etc.

6. El papel de los "fontaneros" (gubernamentales): Una opinión en la que coinciden tod@s l@s que conocen el procedimiento legislativo español es la de que toda la tramitación parlamentaria de normas jurídicas (especialmente, de las más complejas) se encuentra tutelada, de facto, por representantes del ministerio o ministerios promotores de la iniciativa o -si no es suya- afectados principalmente por ella. Que no participan en los debates parlamentarios, pero los siguen de cerca, impartiendo los correspondientes vetos, pero también instrucciones al grupo parlamentario que respalda al Gobierno sobre qué enmiendas presentar o aceptar, cuáles no, qué argumentos e informaciones dar o no dar, etc. Se produce así, otra vez, un doble efecto de privación de poder a los grupos parlamentarios: primero, por una separación entre los procedimientos formales de debate y aprobación (la discusión en ponencia, en comisión y en pleno de la cámara) y los procedimientos informales (en los que participan esos "fontaneros" y a los que la mayoría de los grupos parlamentarios no tienen acceso: muchas veces sólo lo tiene el grupo parlamentario que apoya al gobierno, alguna vez también algún grupo de oposición con el que el gobierno pretende llegar a acuerdos preferenciales), tan decisivos; y, además, por el hecho de que la participación constante de los "fontaneros" de los ministerios también en la fase de tramitación parlamentaria (introduciendo, eventualmente, los vetos gubernamentales a los que más arriba se hacía referencia) agudiza el desnivel de información y de capacidad técnica entre los distintos grupos parlamentarios.

7. El consenso: El consenso "positivo" entre varios grupos parlamentarios en torno a una iniciativa o enmienda resulta tanto más probable cuanto menor sea la posibilidad para cada uno de los partidos implicados de poder vender políticamente a sus votantes y a su público potencial el éxito obtenido. Un consenso "positivo" (en contraposición al consenso "por omisión": cuando los grupos parlamentarios aceptan el contenido original de la iniciativa simplemente por falta de capacidad para examinarla críticamente y de elaborar alternativas a la misma) es, pues, más probable en temas que no resultan políticamente prominentes para ningún grupo parlamentario.

8. El Derecho Comunitario como gran coartada: Es un hecho conocido que el cumplimiento de reales o supuestas obligaciones impuestas por el Derecho Comunitario (o por las políticas comunitarias o por los compromisos de España con otros estados de la Unión Europea) se ha convertido en la manera más usual de (intentar) despolitizar los debates legislativos. (Ocurre también, en determinados ámbitos, con algunas normas de Derecho Internacional. Pero no con todas: se da relevancia decisiva a cumplir con los convenios sobre el tráfico de drogas, pero no tanta a las disposiciones del Derecho Internacional de los derechos humanos sobre justicia universal, creación del delito de desaparición forzada, etc.)

Ello resulta tramposo, desde varias perspectivas diferentes: primero, simplemente porque a veces es mentira que se esté cumpliendo con alguna obligación o compromiso originado en la Unión Europea, se trata únicamente de una burda excusa; segundo, porque sería preciso distinguir cuidadosamente entre normas jurídicas comunitarias (vinculantes, aunque en distintos grados) y otro tipo de decisiones o de compromisos, que no lo son tanto (o que lo son -políticamente, no jurídicamente- en una medida muy distinta); tercero, porque obviamente la elaboración del Derecho Comunitario se basa en discusiones políticas, en las que participa el Estado español y sus instituciones (y deberían participar también las Cortes Generales, de manera mucho más activa de lo que vienen haciéndolo), a las que cabe exigir cuentas e imponer líneas de actuación, negociación, etc.; y, cuarto, en fin, porque casi siempre la normativa europea deja un margen más o menos amplio para su desarrollo (y aun para, en el límite, un cierto vaciado de contenido), por lo que la "coartada comunitaria" no debería servir para justificar  la pasividad de los parlamentos nacionales.


9. Para concluir: un procedimiento legislativo oscuro, un parlamento débil: A partir de la lectura de las notas que acabo de desarrollar, se puede comprobar que surge un cuadro no excesivamente halagüeño del procedimiento legislativo español: ya no sólo desde la perspectiva técnica, de su calidad (que también), sino -en lo que aquí ahora me interesaba más destacar- de su capacidad para asegurar la legitimidad procedimental de las decisiones políticas y de las normas jurídicas así elaboradas. Pues el retrato que surge es, en términos generales, el de un procedimiento legislativo predominantemente burocrático, notoriamente despolitizado, dominado por el Poder Ejecutivo y con amplios espacios grises (en la generación de iniciativas, en la redacción de sus detalles, en los vetos que las paralizan), en los que las relaciones de poder fáctico predominan ampliamente sobre el poder político formal (parlamentario). Un poder político formal (unos grupos parlamentarios) que aparecen como agentes extremadamente débiles del proceso legislativo, con escasa capacidad técnica, que por ello concentra su atención casi exclusivamente en determinados temas. Dejando todo lo demás ("los detalles", tantas veces decisivos), de hecho, en manos de tecnócratas y de grupos de presión.

No es, desde luego, un retrato amable. Y es un retrato que suscita múltiples inquietudes, sobre todo lo que haría falta reformar en el procedimiento (además, claro está, de otras posibles reformas institucionales más profundas) para que éste cumpliese con los mínimos exigibles conforme a la teoría normativa de la democracia. En todo caso, conocer la realidad, por muy descarnada que ésta sea, resulta siempre imprescindible, si lo que se quiere es comprenderla o cambiarla.


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