Tan sólo unas líneas para recomendar vivamente esta película, una de las últimas producciones de Studio Ghibli, por su extremada belleza.
Se trata de narrar uno de esos cuentos, tan característicos del cine japonés, en los que una ajustada combinación de partes fantásticas y partes realistas en la trama de la historia permite presentar temas como la dialéctica entre destino y libertad individual, entre estructura social y autonomía, entre deseos individuales y constricciones sociales, entre espontaneidad y madurez.
Pero pienso que la clave del valor de la película estriba más bien (puesto que el aspecto temático, sin resultar despreciable, ha sido visto ya una y mil veces en las producciones del estudio) en las opciones formales, visuales, en cuanto a la forma que adoptan tanto el dibujo como la animación del mismo. Y es que, en efecto, a diferencia de lo que ocurre en otras producciones del estudio (y, en general, en el cine de animación contemporáneo), aquí se opta más bien por la sencillez -que no simpleza- tanto en el trazo como en la coloración del dibujo (tanto de personajes como de fondos), así como por unos movimientos en los personajes muy medidos y sencillos, muy distantes del frecuente exhibicionismo técnico al que estamos acostumbrados en el cine de animación más comercial.
El resultado de tanto comedimiento llega a ser, en mi opinión, deslumbrante: una adecuación casi perfecta entre fondo (una historia de la ingenuidad de los anhelos infantiles y del progresivo descubrimiento de la coerción que produce entorno social) y forma (unas formas también infantiles en apariencia, para las vicisitudes ínfimas de unos personajes siempre ingenuos).
Adecuación, pues, sí, a las necesidades narrativas. Pero, también, pura y simple belleza, entendida esta en términos radicalmente formalistas: un verdadero momento de fruición para el sentido de la vista de l@s espectador@s, inermes ante lo armónicas y sugestivas que resultan las imágenes.