Comento hoy este primer libro (Cambridge University Press, 2006) que Marie Gottschalk ha dedicado a analizar los orígenes y evolución de las políticas criminales punitivistas contemporáneas en los Estados Unidos de América. (El segundo, Caught: The Prison State and the Lockdown of American Politics, lo reseñé ya hace unos días en el Blog.)
En este libro, la atención se concentra principalmente en la determinación de los orígenes del punitivismo contemporáneo. La tesis central del trabajo es que, en contra de la explicación más popular entre historiador@s y criminólog@s, la responsabilidad por el nacimiento y desarrollo de las políticas criminales punitivistas no podría ser atribuida en exclusiva a la estrategia política conservadora, puesta en marcha a partir de finales de la década de los sesenta (la llamada "Southern strategy"), para movilizar a los sectores más racistas (y/o más marginados) de la población norteamericana blanca, manipular su ansiedad ante el crecimiento del movimiento por los derechos civiles y el ascenso en protagonismo de la población afroamericana y de otras minorías étnicas, en pro del objetivo de consolidar su hegemonía política en amplias zonas del territorio nacional. En el marco de esta estrategia política global (continúa el argumento), el recurso a la manipulación de las ansiedades en torno a la seguridad y la delincuencia (revestida de unas connotaciones racistas apenas disfrazadas: "criminalidad" equivale, prácticamente, en el marco de este discurso, a criminalidad mayoritariamente afroamericana o, en todo caso, no blanca) constituiría tan sólo un elemento más. De manera que, de hecho, el ascenso del punitivismo sería ante todo -en su origen, cuando menos- un efecto colateral de objetivos políticos completamente ajenos a la política criminal.
La tesis de Gottschalk, sin embargo, es que esta explicación, aun conteniendo dosis importantes de verdad (a estas alturas, parece suficientemente acreditada la conexión entre surgimiento del punitivismo norteamericano contemporáneo y Southern strategy conservadora), resulta insuficiente. Y que lo resulta, sobre todo porque no es capaz de explicar de manera convincente ni la consolidación efectiva del punitivismo (al fin y al cabo, si se tratase principalmente de una estrategia electoral, lo más probable hubiese sido que, como en tantas ocasiones, la demagogia punitivista hubiese acabado prácticamente en nada, al pasar del plano de la confrontación política al del diseño y ejecución de políticas públicas -Stuart A. Scheingold ha dedicado páginas muy lúcidas a esta tradicional cesura y limitación del punitivismo), ni tampoco la escasa resistencia que la oleada punitivista ha encontrado entre los sectores de opinión más progresistas.
En este sentido, dos son las explicaciones (no alternativas, sino) complementarias que añade la autora a la tesis dominante:
- Primero, que la oleada punitivista contemporánea se ha visto facilitada por una evolución del marco institucional que venía produciéndose ya con anterioridad: en buena medida, ya desde la "Era de la Reconstrucción" tras el final de la guerra civil y, en todo caso, de manera ya característicamente contemporánea, desde los años cuarenta del pasado siglo. Una evolución traducida, en concreto, en el progresivo y sustancial incremento de la capacidad del sistema penal para la gobernanza y la gestión del control social. Incremento cuantitativo (con el desarrollo de un reforzamiento de todos los elementos -recursos, tecnologías, etc.- del dispositivo penal), pero también cualitativo, en tanto que que se produce un palpable proceso de racionalización (y homogeneización) de las políticas criminales en el ámbito de todo el estado, incluyendo los planos local, estatal y federal. Gottschalk se apoya en este sentido en otros trabajos (alguno reseñaré en este Blog próximamente) para rastrear ese proceso histórico (pero también político) de capacitación y reforzamiento del dispositivo penal, sin el cual el punitivismo no hubiese sido capaz de pasar del plano del discurso político al de la praxis institucional.
- En segundo lugar (y es esta la aportación más original del trabajo), la autora procede a estudiar la manera en la que, en el marco sociopolítico descrito (caracterizado, en esencia, por dos rasgos: un conflicto abierto acerca de la persistencia y legitimidad de la opresión étnica y un sistema penal crecientemente capaz, racionalizado y dispuesto a operar como uno de los instrumentos clave para resolver o mantener dicho conflicto bajo control), las alternativas estratégicas disponibles para los actores políticos que en principio podrían reputarse más progresistas (movimientos de víctimas, movimientos de mujeres, movimientos de presos, movimiento en contra de la pena de muerte) las han conducido a convertirse, en la mayoría de los casos, en testigos impotentes del ascenso del punitivismo (impulsado de manera prominente por los sectores más conservadores, pero apenas resistido desde el progresismo). Cuando no, en algunos supuestos, en cooperadores relevantes en dicho ascenso.
Como siempre, la historia no se repite jamás, ni en diferentes momentos, ni en lugares distintos. Pese a ello, no obstante, hay, creo, mucho que aprender de estudios como el que hoy comento, incluso aquí y ahora, en esta España (un estado que, como es sabido, también se ve aquejado del mal de la demagogia punitivista), en 2016. Hay más (acaso otro día me refiere a ello con detenimiento), pero pienso que, de momento, lo primero que debemos retener es la necesidad de analizar los fenómenos propios del sistema penal, en un marco más amplio, tanto histórico como sociológico (y político), para ser capaces de identificar los factores más decisivos de las dinámicas que percibimos. Y de hacerlo atendiendo no sólo al ruido retórico de los discursos (que, sin duda, han de ser atendidos y analizados cuidadosamente), sino también a los factores materiales implicados: recursos disponibles, estrategias políticas, tecnologías, diseños institucionales, etc.
Un análisis, en suma, más materialista del punitivismo: esto es lo que estamos necesitando. Y, en este sentido, obras como la de Marie Gottschalk constituyen ejemplos (buenos ejemplos) que, desde el punto de vista metodológico, resultan preciosos.