Tenemos que hablar es una comedia romántica, sí. Pero una comedia romántica que retrata -en tono cómico, desde luego- a las víctimas de la precariedad laboral y del zarandeo al empleo y al bienestar que ha soportado la sociedad española durante la últimos ocho años: con sus desmedidas aspiraciones de ascenso social iniciales y con su posterior estrategia de supervivencia a cualquier precio, apoyándose en familia, parejas, amig@s y una renuncia real a ejercer los derechos.
Una comedia con personajes, situaciones y trama de esta índole, necesariamente retrata -quiéralo o no- una realidad descorazonadora. Porque ocurre que tampoco las situaciones de tensión sexual y/o romántica pueden desprenderse jamás de su marco social: de las aspiraciones de l@s implicad@s en ellas, de sus maneras de interpretar la realidad, y de intentar ubicarse e incidir sobre ella.
¿Por qué, entonces, esta película resulta ser, al cabo, tan corta en su potencial crítico? Hasta el punto de que, provocando la media sonrisa, y aun alguna sonora carcajada, no llega a transmitir, en el fondo, sino un leve deje de amargura, de escepticismo, pero apenas clarividencia o radicalidad en la representación de la realidad social.
Creo que es posible ubicar las dificultades existentes en los modos de representación de esta comedia en dos lugares muy específicos. Primero, me parece, en el trasfondo ideológico de su guión, de la construcción de la historia narrada. Pues, en efecto, siendo, como es, una historia de desempleo, precariedad e imposibilidad de acceso efectivo a los derechos (y, en el trasfondo, de desigualdad social y de abuso de los poderosos en una sistema político sin democracia real), el acceso de los personajes al conocimiento (del trasfondo estructural, y radical, de las situaciones que cotidianamente viven) parece extrañamente sosegado: parecería que la ideología de la "clase media" atraviesa hasta tal punto sus mentalidades que ello les vuelve completamente impotentes, incapaces de ver más allá de los ensueños de ascenso social y "buena vida" (que no vida buena, en un sentido éticamente relevante); y, por consiguiente, de hacer algo más que manotear, amohinarse, gesticular, adoptar (falsas) posturas y dejarse arrastrar por el conformismo ambiental.
Acaso, en este sentido, la historia narrada sea realista (puesto que parece evidente que el conformismo, ideológicamente condicionado, está ampliamente extendido en la sociedad española). Pero ocurre que, al tiempo, dicho realismo resulta ser también un realismo chato: en la medida en que ignora las posibilidades potenciales de cambio, de evolución, de la mentalidad de los personajes, que el transcurso de la historia debería provocar, al menos a título de posibilidad relevante. En cambio, en Tenemos que hablar, los personajes parecen llegar al final del decurso dramático que les acaece sin que, en realidad, nada haya cambiado para ellos, ni en su situación objetiva ni en sus mentalidades. Un guión, pues, que desaprovecha sus potencialidades, de representación social, para limitarse a narrar, escuetamente, una manida historia de reemparejamiento.
La segunda de las dificultades que limita el alcance estético de la película estriba, en mi opinión, en la forma que adopta la interpretación de los actores de las escenas que pretenden estar dotadas de vis comica. Y es que (bien sea por limitaciones actorales, por una dirección dramática fallida, o por una combinación de ambos factores) lo cierto es que, por lo que hace a las interpretaciones, el efecto cómico es confiado casi exclusivamente (además de a la comicidad de las situaciones dramáticas mismas) a los diálogos y a la manera en la que los mismos son actuados (dichos, entonados, gesticulados,...) por los actores y actrices. Pero apenas existe trabajo en torno al gag físico y visual, prácticamente inexistente en la película. De este modo, la potencia cómica del desarrollo dramático de la trama queda limitada en extremo. Y, por ende, lo queda igualmente su capacidad para una representación radical, y subversiva... y, en último término, reveladora. Pues, si a algo puede y debe aspirar la comedia (la comedia, cuando es excelente), es a representar de manera abiertamente reveladora lo que usualmente queda empañado, y oculto, bajo la espesa niebla de la ideología. En este sentido, Tenemos que hablar se queda, sin duda alguna, a mitad de camino.