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martes, 29 de marzo de 2016

Injusticia y alegría en el cine católico: How green was my valley (John Ford, 1941)


Vuelvo, una vez más, a revisar una película que me fascina, por su ambivalencia y opacidad: How green was my valley (John Ford, 1941). En una primera aproximación superficial, se trata, en efecto, de una característica producción de calidad de la época de Darryl F. Zanuck, adaptación de una novela de Richard Llewellyn. No obstante, en otra ulterior, un tanto más atenta a la película misma, nos hallamos ante una película repleta de características escenas de John Ford: celebraciones comunitarias, canciones, exaltación emocional, instantes de (buscada) sublimidad,...

Una tercera aproximación posible a la película va más allá, para poner de manifiesto -como ya he hecho en una ocasión anterior- su notable ambigüedad emocional: una historia de terror que, sin embargo, aparece narrada (a través de esas características escenas líricas propias del cine de Ford) a través de la mostración de un conjunto de emociones positivas que experimentan los personajes en cada momento terrible que les acaece.

Y aquí llega mi hipótesis explicativa: en el fondo, How green was muy valley es (como, de otra manera, también lo es otra película del mismo John Ford: The sun shines bright) un ejemplo prototípico de cine católico. En el sentido más propio de la expresión: aquel en el que la historia narrada y la forma expresiva que adopta la narración coinciden en exaltar coherentemente los valores morales y existenciales propios de la ideología católica, sin desviarse de los mismos.

Me explico. Generalmente, cuando se habla de cine religioso, de cine cristiano o de cine católico, solemos en pensar en un cierto tipo de cine cargado de retórica: de exaltación del poder religioso, o aun del poder de los profetas, santos, dioses o demás personajes de la ideología católica. Se trata de un cine esencialmente hagiográfico: biopics que narran historias de caída y redención, de lucha y triunfo, de personajes (tanto da que se trate de Jesucristo, de Francisco de Asís o de algún papa) destinados a ser quienes llegaron a ser.

Pero, ¿qué hay, en el fondo, menos cristiano que la narración del triunfo de un poderoso? Podríamos decir que ese pretendido "cine católico" es, sobre todo, un cine de propaganda del poder (terrenal, ideológico también) de la iglesia católica. Un poder que a imagino que ha de repugnar a l@s verdader@s creyentes. Y que, en todo caso, con su mensaje de obediencia, poco tiene que ver con los auténticos contenidos de la ideología cristiana.

Volvamos, en cambio, a How green was my valley y a su evidente ambigüedad emocional. ¿Cómo es posible exaltarse hasta las lágrimas, recordar con cariño y nostalgia, los momentos que llevaron a la familia propia a la fractura, al fracaso, a la infelicidad y a la muerte? Desde una perspectiva sensatamente humanista, no es posible. Un humanista, en efecto (yo mismo, por ejemplo), pensaría, respecto de las vicisitudes trágicas de la familia Morgan, que se trata de víctimas evidentes de unas estructuras de poder social que condicionan y destrozan sus existencias: el poder del capital que les expulsa del empleo y les somete a condiciones de trabajo inseguras, el poder de la iglesia que reprime su sexualidad y sus afectos, la presión social sexista y heteronormativa,... Desde una perspectiva humanista, el mítico valle de los Morgan es, en realidad, un infierno del que escapar, hacia dentro (transformándolo) o hacia fuera (huyendo de allí hacia tierras más libres).

Pero, desde luego, no es ésta la visión que John Ford nos ofrece, en su película, de la historia narrada. (No he leído la novela de Llewellyn, aunque, atendiendo al estilo y sentido de la voz over que pretende establecer el punto de vista del narrador, tiendo a pensar que se concentra más bien en la mera -e improductiva- nostalgia por los tiempos pasados y desaparecidos, la pura memoria íntima del emigrante.) Por el contrario, Ford no nos ahorra, desde luego, ningún episodio de los que retratan la crueldad del medio social en el que transcurre la vida de la comunidad de mineros y de la familia Morgan: todas las opresiones, todas las iniquidades, nos son relatadas sin vacilación, en toda su crudeza.

Pero -y aquí parece estar la clave- ocurre que todas las crueldades del mundo exterior apenas pueden (o deben) afectar al espíritu interior de las personas afectadas. Antes al contrario, estas personas, las víctimas (las verdaderas destinatarias del mensaje cristiano originario), han de prescindir de la realidad externa para concentrarse en su propia vivencia interior: en su propia espiritualidad. Y es en dicha espiritualidad (en la película: en los sentimientos de amor y devoción -paternofilial, fraternal, de amor sexual, comunitaria) en donde debe hallarse el consuelo y el sentido de la existencia.

Apenas importa, por lo tanto, qué es lo que ocurre, en la realidad externa. Importan, en cambio, y mucho, cómo se experimenta todo ello desde el interior, en el propio espíritu. Ello es lo decisivo: en realidad, lo único importante.

...Que es lo que explica que una víctima de las crueldades del mundo pueda, pese a todo, seguir siendo feliz: a causa de su experiencia interior, de religación con la trascendencia.

Por supuesto, se puede pensar -yo lo pienso- que todo ello es pura ideología, irracional, carente de base real, mero consuelo sin fundamento (de "opio del pueblo", en famosas palabras de Karl Marx). En todo caso, es cierto que narrado de la manera tan hermosa en que lo hace John Ford, se vuelve casi creíble... y, precisamente por eso, acaso mucho más peligroso su discurso de resignación mundana (y de rebeldía únicamente ultramundana).

En fin, lo dicho: cine católico, en su más excelsa manifestación, aunque (o, precisamente, a causa de que) no presuma de serlo.


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