En días como hoy, en los que la tentación de la simplificación del pensamiento y de la retórica vacua de quienes se creen con la responsabilidad de opinar acerca de los acontecimientos y/o de liderar parece casi irresistible, resultaría harto recomendable, para quien (ciudadan@s, analistas, expert@s, líderes políticos) quiera entender algo, y para quien desee determinar su toma de posición, su opinión, con racionalidad, dar un paso atrás e intentar preguntarse: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a una situación en la que lo esperable y esperado, e ineluctablemente cumplido, es que, un mes sí y otro también, se produzcan acciones violentas promovidas por grupos armados de ideología islamista en suelo europeo?
En otro lugar he advertido ya del profundo error que supone intentar hacer un análisis y una lectura esencialistas de lo que está ocurriendo, en relación con el -denominado- "terrorismo islamista": en efecto, contra lo que cierto pretendido "sentido común" (mejor: ideología hegemónica) propone, en absoluto resulta evidente que la diferencia cultural, moral y religiosa constituya un factor decisivo en el desencadenamiento de este fenómeno (y menos aún en la decisión individual de incorporarse a grupos armados islamistas, todavía mucho más multicausal); ni que las acciones armadas islamistas pongan en auténtico peligro el sistema occidental de libertades; ni tampoco lo es que exista una conexión clara entre "terrorismo" islamista y multiculturalismo. De hecho, lo cierto es que esas tres pretendidas conexiones, de existir, deberían haber operado hace ya varias décadas, cosa que no ocurrió: puesto que es evidente que el auge del "terrorismo" islamista en Europa constituye un fenómeno reciente, muy reciente.
Por el contrario, la propuesta de interpretación de esta evolución que me parece más plausible es aquella que atiende de manera principal a factores históricos: en concreto, a la política de las potencias occidentales (Estados Unidos principalmente y, de manera subordinada a aquellos, la Unión Europea) en estas últimas dos décadas. O, para ser más precisos, a la combinación de los efectos no intencionales de dichas políticas con las transformaciones globales del marco geopolítico mediterráneo.
En concreto, parece evidente que, puestos a buscar conexiones causales, el origen próximo del desarrollo de acciones armadas de grupos islamistas en Europa tiene que ver directamente con la política seguida por las potencias occidentales en el mundo árabe durante todo ese período. Un período en el que, a la ya tradicional falta de equilibrio de las posiciones políticas occidentales acerca del conflicto palestino-israelí y a la también usual tolerancia hacia los regímenes autoritarios y las violaciones de derechos humanos en la zona, se unió un hecho novedoso: el desarrollo de una estrategia intervencionista (política y militar) intensa sobre diversos estados y territorios, adobada además de una retórica propagandística ("guerra de civilizaciones", "eje del mal", "cambio de regímenes", "democratización",...) abrumadora y en sí misma novedosa. Por primera vez, desde la descolonización, las potencias occidentales promovían abiertamente la dominación política y militar de territorios de países de mayoría islámica (Afganistán, Irak, Siria... y, progresivamente, diversos países africanos del Magreb). Y lo hacían declarando explícitamente sus intenciones.
La reacción no se ha hecho esperar. Si las políticas promovidas por la administración Bush (secundada por sus corifeos europeos: Blair, Aznar, etc.) eran profundamente inmorales, no eran menor su sinsentido: al menos, vistas con ojos europeos. Pues esta reelaboración de las estrategias neocoloniales venía a aplicarse en un contexto global profundamente transformado: si durante las guerras de liberación y los movimientos de descolonización fue posible a los países europeos casi siempre (con alguna excepción: Argelia y Portugal) mantener a las metrópolis aisladas respecto de la barbarie de la guerra colonial, ello no podía resultar igual medio siglo más tarde. Pues ese conjunto de fenómenos que hemos dado en llamar -con evidente impropiedad, mas de manera evocadora- "globalización" (en nuestro caso, esencialmente: desarrollo, proliferación y abaratamiento de los transportes, de las comunicaciones y de los flujos internacionales de personas) hacen que, hoy en día, no sea posible cometer crímenes de guerra o de agresión en Irak o Afganistán sin que los efectos sociopolíticos de los mismos alcancen a los países europeos: a través de las imágenes, informaciones y mensajes que se difunden globalmente, a través del impacto de ello en partes significativas de la población nativa (los llamados "inmigrantes", que muchas veces son nacionales del país de residencia) y en virtud de la facilidad con la que las personas y las mercancías (y, por ende, también los actores armados y su armamento) pueden trasladarse de un lugar a otro.
Estamos pagando, pues, el precio de las aberrantes, y ciegas, políticas seguidistas de much@s líderes europe@s respecto del intervencionismo norteamericano en la región. (Hoy corregido, en buena medida, por la administración Obama.) Y lo estamos pagando, por obvias razones geográficas: por proximidad, por accesibilidad, física y sociocultural, para los grupos armados islamistas.
Todo esto es así y resulta innegable. De cualquier modo, mi intención, aquí y ahora, no es la de adjudicar responsabilidades (a estas alturas, las responsabilidades morales y políticas están ya muy claras), sino la de destacar esta secuencia causal con el fin de llamar la atención sobre las vías que existen para intentar salir del embrollo y cuáles, en cambio, constituyen caminos sin salida.
Lo son, a mi entender, los que vienen ensayando (con una ceguera y un entusiasmo dignos de mejor causa) l@s líderes polític@s europe@s: después de cada ataque, proclamar su firmeza y su inalterable "voluntad de victoria" (ya se sabe: "el terrorismo no nos doblegará", "defenderemos nuestros valores cueste lo que cueste",...). Traducido, en la práctica, en una escalada militarista: en el plano interno (restricción de libertades, estado de excepción, intervención de las fuerzas armadas en las tareas de seguridad interior) y en el internacional (más bombardeos, más intervenciones armadas externas, etc.)..
Parece evidente (a estas alturas empezamos a tener ya evidencia suficiente al respecto) que esta dinámica, además de resultar muy peligrosa (¿hasta qué punto merece la pena defender a un estado y a una sociedad cuando aquél llega a convertirse, en nombre de la "lucha contra el terrorismo", en represor de cualquier disidencia?) e inmoral (¿cuántas víctimas inocentes de los bombardeos e intervenciones militares, cuántas detenciones injustificadas, cuántos homicidios policiales arbitrarios?), es también inútil, si se trata de cumplir con los objetivos expresamente fijados: en el marco geopolítico presente, resulta más ilusorio que nunca el ensueño tecnocrático de la seguridad total por medios exclusivamente militares y policiales, al menos cuando se trata de encarar un riesgo de procedencia externa, como es el caso. Puesto que un estado puede (a un coste humano brutal, pero puede) exterminar o encarcelar a todos sus "terroristas" (ejs.: Sri Lanka o la República Federal de Alemania), conseguir que su población deje de prestarles apoyo político (ej.: Euskadi),... pero difícilmente ni uno ni muchos estados pueden conseguir esto mismo en un entorno globalizado, en el que las ideas, las armas y las personas transitan fácilmente entre diferentes espacios, estados y territorios.
Si esto es así, entonces estamos -tal es mi tesis- condenados a elegir únicamente entre dos alternativas realistas:
- Podemos optar por profundizar en la militarización (y la pérdida de libertades) de la lucha antiterrorista. Sabiendo que ello, además de sus costes inherentes (económicos, en sufrimiento humano, en libertades) no será en ningún caso óbice para que (por más que se logren evitar algunos atentados) sigan teniendo lugar acciones armadas contra las personas y los bienes en territorio europeo con relativa frecuencia.
- O bien podemos apostar, más bien, por la desescalada en el conflicto. Se trata (dentro del proceso de resolución de un conflicto: vid. R. Alzate Sáenz de Heredia: Análisis y resolución de conflictos, Universidad del País Vasco, Bilbao, 1998) de aquella etapa en la que el conflicto se hace comprensible para las partes y permite el entendimiento mutuo. Las partes se dan cuenta de que el conflicto ha alcanzado un límite intolerable, y de que es deseable que termine lo antes posible. No pueden lograr todos sus objetivos, pero tampoco están dispuestas a ceder por completo en sus pretensiones. Además, existe una interdependencia entre las partes, de manera que para salir del conflicto hace falta la cooperación de ambas. Se trata, en suma, de un característico juego no cooperativo, en el que la actuación de cada una de las partes se halla condicionada por la (real o posible) de la otra parte. De este modo, hay una serie de estrategias (introducción de la comunicación, identificación de objetivos comunes, iniciativas conciliatorias,...) que tanto una parte, las dos partes, o la intervención de una tercera parte, pueden poner en marcha para facilitar este desbloqueo.
Precisamente, a mi entender, ésta es la situación en la que ahora mismo nos hallamos. O se dan pasos hacia la desescalada: reduciendo la militarización, el racismo, el intervencionismo exterior, el comercio de armas; y promoviendo la resolución pacífica de los conflictos, el respeto a los derechos humanos en los países mediterráneos, etc. O, si no, estamos abocados a un largo período de convivencia con un "terrorismo" que (mientras las circunstancias políticas no se transformen radicalmente) difícilmente llegará a ser derrotado solamente con las armas.
La elección no parece dudosa, tanto por razones morales (menor sufrimiento humano) como instrumentales (mayor garantía de la seguridad humana). ¿Serán capaces l@s mediocres líderes europe@s de percatarse y de obrar en consecuencia? ¿Hallaremos aún a "nuestro Obama" (algo más sensible a los derechos humanos, a ser posible)? Ya ven que no pido mucho. Pero, aún así, me parece estar soñando...
Precisamente, a mi entender, ésta es la situación en la que ahora mismo nos hallamos. O se dan pasos hacia la desescalada: reduciendo la militarización, el racismo, el intervencionismo exterior, el comercio de armas; y promoviendo la resolución pacífica de los conflictos, el respeto a los derechos humanos en los países mediterráneos, etc. O, si no, estamos abocados a un largo período de convivencia con un "terrorismo" que (mientras las circunstancias políticas no se transformen radicalmente) difícilmente llegará a ser derrotado solamente con las armas.
La elección no parece dudosa, tanto por razones morales (menor sufrimiento humano) como instrumentales (mayor garantía de la seguridad humana). ¿Serán capaces l@s mediocres líderes europe@s de percatarse y de obrar en consecuencia? ¿Hallaremos aún a "nuestro Obama" (algo más sensible a los derechos humanos, a ser posible)? Ya ven que no pido mucho. Pero, aún así, me parece estar soñando...