Lo verdaderamente llamativo en Anomalisa no es su historia, sino su forma. Su historia, en efecto, es una -otra más- de crisis de madurez masculina: el varón triunfador que ha llegado a la cincuentena y apenas halla sentido en nada de cuanto constituye su vida...
Una historia manida, pues (y, en el fondo, banal). Pero ocurre que las formas que el guionista (el propio Kaufman) y los dos co-directores seleccionan para narrarla resultan ser de lo más interesantes. En primer lugar, destaca su elección de la animación, y de la animación stop motion: una historia sobre despersonalización y pérdida de la capacidad para dotar de algún sentido (diferencial) a los acontecimientos y personas de la propia existencia, narrada a través de las acciones de unos muñecos apenas expresivos, muy similares unos a otros, que se mueven como autómatas.
En segundo lugar, la decisión de atribuir una y la misma voz a todos los personajes que no son los dos protagonistas, Michael y Lisa, contribuye intensamente a proporcionar al/la espectador(a) los recursos estéticos necesarios para que sea capaz de identificarse (incluso si, en el fondo, apenas simpatiza con sus vicisitudes y sentimientos) con esa sensación de agobio, monotonía y enclaustramiento que experimenta el personaje principal.
Resulta, además, particularmente digna de atención la manera en la que, a través de esa función expresiva de la voz se representa en la película el modo en que Michael comienza a descubrir, después de su noche de amor, que Lisa en realidad es un ser humano más, con sus inevitables vulgaridades y banalidades. Cómo procede a integrarla en su paranoia. Cómo la dolencia de Michael carece de cualquier salida buena.
Y, en fin, por acabar en algún sitio, es también de destacar la forma notable en la que en la película aparecen construidas las escenas de diálogo (entre Michael y los otros personajes que se va encontrando en ese viaje a Cincinnati que constituye el marco espacio-temporal de la trama... personajes que, en el fondo, a Michael le parecen prácticamente encarnaciones de uno solo): diálogos cotidianos y vacuos (con el taxista, con el recepcionista o el botones del hotel, con la camarera, etc.) que, sin embargo, mediante la sencilla técnica de ralentizarlos y de emplear algunas repeticiones de expresiones y de frases, llegan a poner de manifiesto su naturaleza esencialmente artificiosa, pero también su funcionalidad en el control social, en aherrojar a los individuos a la normalidad.
Así, mediante todos estos recursos estilísticos (extremadamente sencillos, en realidad), Charlie Kaufman y Duke Johnson logran transmitir, al hilo de la banal historia que narran acerca de esos dos personajes (y, sobre todo, de Michael), sus encuentros y desencuentros, sus obsesiones y anhelos, algo mucho más interesante: una visión -desolada- acerca de la impersonalidad de las relaciones humanas y de cuánto tienen que ver las mismas con la práctica del poder (social). Porque son capaces de, mediante el recurso a dichas técnicas, representar lúcidamente el sentimiento de extrañamiento que tantas veces existe, en el fondo, cuando los seres humanos se ven -nos vemos- inmersos en tales relaciones, no siempre buscadas, no siempre deseadas, tantas veces insatisfactorias y absurdas.
Una película, pues, que demuestra la manera en la que es posible, a través del empleo de recursos formales muy sencillos, pero bien meditados y medidos, hallar el modo de representar y de volver prominentes facetas de la realidad cotidiana que muchas veces permanecen inexploradas. Tal es, debería ser siempre, la tarea del arte que se pretende representativo (y no puramente formalista).