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lunes, 2 de noviembre de 2015

Mi gran noche (Alex de la Iglesia, 2015)


Un(a) espectador(a) que procediera del extranjero lejano, o bien, a través de un viaje en el tiempo, directamente de otra época, hallaría en los temas abordados en la trama de esta película una síntesis casi perfecta de cómo la mayoría de l@s español@s, cuando se ponen regeneracionistas, tienden a (¿auto-?)describir "los males de la patria": líderes corruptos, precariedad, superficialidad, frivolidad, medios de comunicación volcados en el espectáculo y que mienten al por mayor, empresarios marrulleros, ciudadanía manipulada y engañada, buscavidas, truhanes que se buscan la vida sin pensar en l@s demás, mujeres empleando el sexo como arma,...

Que todo lo anterior no sea más que una ristra de tópicos (de rancia tradición, además: presentes la mayoría de ellos ya en la literatura satírica grecolatina, pasados luego por las lamentaciones por la decadencia de los escritores del siglo de oro español, que se convirtieron luego en los gimoteos de regeneracionistas y noventayochistas del cambio de siglo del XIX al XX) apenas tiene importancia: constituye un discurso tradicional, asentado, fácil de vender. Un discurso moralista: dícese de aquel discurso que reduce las causas de cualquier problema -aquí, social- a consecuencia de comportamientos individuales contrarios a la (a una determinada) moralidad; y que, por consiguiente, prescinde de tomar en consideración la posibilidad de que determinadas estructuras sociales favorezcan, y aun determinen, la aparición de tal fenómeno. Y, además, un discurso en el que la moralidad es empleada como herramienta de poder: se aplican criterios sedicentemente morales a l@s demás, sin respetar al hacerlo la regla -básica para la aceptabilidad de cualquier discurso moral- de la universalización; esto es, sin incluir en el juicio moral al sujeto enunciador mismo, quien se coloca en una posición, superior por supuesto, distante y distinta de aquello que se enjuicia y valora.

Un discurso superficial también: porque apenas se entrevén las estructuras sociales, y de poder, subyacentes: estructura de clases sociales, desigualdad, sexismo, xenofobia, relaciones de poder dentro de la élite, propiedad de los medios de comunicación, reducción progresiva de las oportunidades de promoción social a través de la educación o del empleo, reducción del poder sindical e incremento del poder empresarial,...

De cualquier modo, no será a Mi gran noche a la que razonablemente se pueda pedir profundidad, o acierto, en el análisis. Desde luego, otro cine muy diferente, mucho más penetrante y certero (y sin ninguna necesidad de abandonar por ello el género de la comedia), resultaría posible, con estos mismos mimbres temáticos. Pero la película que hoy comento deja muy claro, desde el primer momento (y, por lo demás, cualquier conocedor de la trayectoria cinematográfica de su director podía preverlo ya incluso antes de comenzar), que ese no es su camino: la suya es la vía de una sátira gruesa, hecha a brochazos, por acumulación de personajes, de situaciones y de gags. Que se apoya en un discurso socialmente hegemónico, para remacharlo a través de una narración que lo representa y (aparenta que) lo demuestra; y que lo refuerza también.

Este afán, en apariencia crítico, pero en realidad más bien dotado de la vocación de servir como herramienta de propaganda al servicio del poder (para reforzar el poder ideológico de un discurso regeneracionista banal y falso -y no hay que olvidar que con los discursos ocurre lo mismo que con los gases, que, en ausencia de presión, tienden a expandirse... por lo que una ideología sustitutiva que presione, y comprima, al discurso crítico resulta siempre conveniente), se hace valer, como decía, a través de una notoria estética de la acumulación (cómica).

En efecto, es difícil enjuiciar desde la perspectiva formal una obra como Mi gran noche conforme a los criterios convencionalmente clásicos de valoración del género cómico. Desde este punto de vista, parece evidente que la estética de acumulación abigarrada de personajes, de situaciones y de gags a la que más arriba se ha hecho referencia (una acumulación que necesariamente impide el desarrollo de los personajes o la creación de fuertes vínculos causales entre situaciones y acciones diferentes, convenciones asentadas de la estética cinematográfica más clásica) resulta chocante, de mal gusto. Y, sin embargo, sería, me parece, tan absurdo lanzar esta acusación contra la película (aunque muchos críticos lo estén haciendo) como, digamos, reprochar a Groucho Marx lo absurdo de sus chistes: es que uno y otro juegan en una liga diferente a la de la comedia clásica.

En el caso concreto de Alex de la Iglesia, la estética de la acumulación (que siempre atraviesa -de algún modo- todas sus películas) le sirve, como indicaba, para intentar producir un efecto de totalidad, un cuadro global (que sea convincente o no, esa es otra cuestión). Para provocar, en suma, un efecto emocional determinado sobre el público: el de estar teniendo, al ver la película, "una cierta sensación" (un determinado sentimiento)... que, además, se compadece bien con lo que ya se pensaba, antes de entrar a verla. (En lo limitado de esta pretensión se resume, según creo, justamente el fracaso que, desde el punto de vista estético, constituye una película como ésta.)

Todo ello es formalizado desde el punto de vista audiovisual a través del empeño (muy manifiesto: a modo de alarde formalista, de guiño posmoderno...) en reproducir, en la composición de los planos y en el montaje de la película, la estética propia del género televisivo que se está representando y satirizando, el de los programas musicales de variedades: abundan, así, los planos con un punto de vista forzado, los movimientos bruscos de cámara, el montaje abundante de planos de corta duración. Pero no hay que engañarse: todo es simulacro, en realidad. Ni la estética visual, aparentemente "televisiva", que se emplea lo es realmente: en los momentos en los que dichas formas visuales dificultarían la comprensión de la trama, se sacrifica, en favor de formas más convencionales. Ni tampoco existe una reflexión acerca de los mecanismos de representación visual propios del género de programas musicales en la contemporaneidad. Antes al contrario, se apuesta más bien -en esa "ética del alarde", tan presente en la película- por la retórica de la cita: aquí, de los manierismos visuales de determinados programas musicales producidos por Televisión Española durante los años 70 del pasado siglo (el período de infancia y adolescencia del director y de su generación). Puro guiño (historicista y generacional), como se puede comprobar...

Esto es lo que hay: una comedia abigarrada, visualmente manierista y temáticamente inane. Dirigida a reconfortar a un público (¿real o imaginario?) contemporáneo en sus creencias ideológicas y en los sentimientos que ellas le provocan, al tiempo que se juega un tanto -pero sin ulterior pretensión- al juego del formalismo y de la cita a la moda. Uno se pregunta si una película así, si una obra de arte con tal planteamiento, puede alcanzar su objetivo. Si no es, más bien, un objeto cultural tan desorientado, impotente e inútil (por falta de destinatarios) como lo son tantos de los programas de televisión que aquí se ridiculizan. Si su destino no es, por ello, añadirse, como una pieza más (apenas relevante por sí misma), a la gran masa de producción cultural que sirve -en conjunto, como bloque- para aplastar las conciencias de la parte más acomodada de la ciudadanía, dificultándoles -que no impidiéndoles- reflexionar críticamente. Triste destino, en verdad.




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