En estos tiempos (y desde hace ya bastante: parece, además de tan antigua como la expresión del miedo del ser humano a envejecer, una cuestión particularmente llamativa y emocionalmente cargada para la modernidad) se discute hasta la saciedad sobre los supuestos conflictos y problemas que aquejan a “nuestra” –el posesivo, sin duda, es significativo- adolescencia y juventud, y sobre cómo deberían ser educados. A este respecto, son innumerables los pronunciamientos de moralistas, expert@s (reales o supuestos), líderes políticos, intelectuales y otr@s que se pretenden empresarios morales de la comunidad.
Rara vez puede un@, en este contexto, escuchar alguna voz sensata: precisamente, porque casi todo el mundo tiende a partir de la asunción de que hay algo que resolver, y de que ese “algo” debe ser resuelto mediante prácticas de poder: administrando cuanto l@s adolescentes saben, lo que pueden hacer o no hacer, lo que pueden desear o no,… (Si queremos ejemplos concretos: de la regulación legal del aborto a las “leyes antibotellón”, de la edad mínima para que su consentimiento en las relaciones sexuales sea válido hasta la cuestión de su responsabilidad por los actos desviados que llevan a cabo, etc.)
Rara vez, entonces, casi nunca, hallaremos un examen del proceso de socialización adolescente que sea realista. Y, menos aún, una propuesta educativa que no resulte dominadora: que no se concentre antes en imprimir las huellas de los poderes sociales sobre los cuerpos y las mentes adolescentes, que en estudiar y explotar las posibilidades para su liberación.
Sin duda alguna, la liberación (para adolescentes, pero también para las personas que se reclaman “adultas”) pasa necesariamente por la lucidez (condición no suficiente, pero sí necesaria): por tener el conocimiento suficiente acerca de la realidad y de la propia condición como para poder adoptar decisiones con autonomía. Autonomía, es la palabra clave.
En este sentido, me permito sugerir que la última película de Naomi Kawase constituiría un excelente punto de partida de esa necesaria ilustración, a su vez herramienta imprescindible de una educación liberadora.
Y ello, porque Futatsume no mado es, ante todo y sobre todo, una presentación notoriamente sincera y lúcida de esa realidad y de esa condición existencial del ser humano. Una presentación materialista, comme il faut. Pero, al mismo tiempo, también una presentación sensible, cuidadosa (en el sentido más moral de este último término: el cuidado como expresión de la virtud, de una actitud atenta hacia el/la otr@).
La película, en efecto, se concentra en describir morosamente el proceso de aprendizaje que dos adolescentes -varón y mujer- experimentan de los asuntos verdaderamente importantes de la vida. Aquí, de ningún modo hallaremos a esos característicos personajes adolescentes -o ya no tanto, jóvenes desarrollad@s incluso- del cine norteamericano (y, por imitación, de tantos otros del mundo desarrollado) completamente desorientados y extraviados, peleles arrastrados por los fantasmas de la sociedad de consumo, por fantasías (de consumo y de poder, de posesión o de satisfacción), incapaces de adoptar un rumbo propio, autónomo, en una sociedad adulta que tampoco tiene guía alguna -de valor, quiero decir- que ofrecerles. (Los ejemplos se multiplican: de las películas de Larry Clark a las de Gus Van Sant o Sofia Coppola, de Thirteen a Spring breakers...)
No, lo que podemos encontrar en esta película es a adolescentes que, en ambientes más naturales, menos artificiosos (en las islas Amami), descubren, asombrados y conmocionados, cuál es el curso de la existencia humana: cómo la condición humana conlleva la aceptación de la correlación entre la vida y la muerte, cómo una y otra forman parte de cursos naturales, nada extraordinarios. Cómo, mientras tanto, surgen -creamos- la alegría, el canto, el amor, el placer sexual, la amistad, la camaradería... Cómo podemos disfrutar también (si adoptamos la correcta actitud) del placer y de la belleza que el resto de la naturaleza están prestos a proporcionarnos (mientras, imperceptiblemente, nos va matando).
Todo esto, lo relata Futatsume no mado en voz baja, sin que la voz narrativa en ningún momento se engole. (En este sentido, nada más distante, en sus formas -y, consiguientemente, en su significación-, del cine reciente de Terrence Malick -por más que la temática pueda resultar en principio próxima.) La cámara de Naomi Kawase es una guía, sí, para el/la espectador(a), pero no una que le arrastre y conduzca, forzad@, hacia ninguna certeza. Antes al contrario, es una puesta en imágenes que, en la calma del ritmo -narrativo y visual- que construye, nos obliga a "estar ahí": al lado de los personajes, experimentando junto con ellos, las verdades de la existencia humana, reconociéndolas a la vez. Habitando también (siquiera sea por aparato cinematográfico interpuesto) aquellos espacios naturales, apreciando el sentido y la belleza de los rayos de sol, del viento, de las hojas que se mueven... mientras vivimos, sentimos y morimos, nosotr@s y ellos, aquellos personajes.
Podríamos hablar, así, acaso de panteísmo. Pero eso sería, ciertamente, empezar a engolar la voz. Conviene, por ello, más bien respetar la calma, el apagado rumor (de la vida -que conlleva la muerte- y del transcurso) que la película narra: disfrutar de esas pequeñas cosas, dejarse arrastrar por las sensaciones que la película evoca, nos fuerza -ahora sí- a reconocer...
Una película hedonista, si por tal entendemos no aquella de formas más aparentemente perceptibles y evidentemente (y engañosamente) disfrutables: una película para experimentar, sensaciones, evocaciones y emociones. Para recordar lo más esencial y (volver a re-) vivirlo. Las palabras clave son, pues: aprendizaje (para los personajes), remembranza (para nosotr@s).