El otro día, en un seminario, estábamos discutiendo acerca de la regulación en el Derecho español del delito de abuso de información privilegiada (insider trading: art. 285 del Código Penal). Personalmente, yo manifesté mis serias dudas acerca de la razonabilidad, desde el punto de vista político-criminal, de la existencia de tal delito. Primero, por razones de índole instrumental, puesto que de hecho parece un delito que es difícil que resulte eficaz: no sólo debido a los problemas que existen en su redacción, sino, sobre todo, al hecho de que, al tratarse de conductas que ocurren en el interior de las organizaciones (de las empresas), resultará harto infrecuente que sean detectadas, en ausencia de mecanismos de supervisión potentes y de organismos reguladores del mercado verdaderamente eficaces... y, si ambas cosas, existiesen, entonces la reacción a través del Derecho Administrativo sancionador resultaría ya suficiente. (De hecho, lo cierto es que, desde su entrada en vigor, el tipo penal del art. 285 CP ¡no ha sido aplicado ni siquiera una vez!)
Por otra parte, desde el punto de vista valorativo, cabe dudar de que (a diferencia de lo que ocurre con algunas otras infracciones del Derecho de la competencia: con la manipulación de mercados, por ejemplo) la conducta del abuso de información privilegiada, en tanto que quebrantamiento de normas de comportamiento adecuado dentro del mercado de valores, posea generalmente un impacto desestabilizador (para el funcionamiento de dicho mercado) verdaderamente sistémico. Que es lo que, en mi opinión, es preciso para que pueda llegar a justificarse una intromisión en la libertad personal tan intensa como la constituida por la decisión de incriminar una conducta.
Sea como sea, mi intención ahora mismo no es entrar a discutir acerca de si mi opinión sobre la conveniencia de derogar el delito en cuestión (y concentrar todo el esfuerzo, para la evitación de conductas de abuso de información privilegiada, en el Derecho Administrativo económico y en el Derecho Mercantil) es o no acertada. Más bien, lo que deseo destacar es la reacción que dicha opinión generó en varios colegas presentes en la discusión. Pues, en efecto, lo más llamativo de dichas reacciones estriba en el hecho de que las mismas consistieran en esencia en (re-)afirmar que "no puede ser" que esta conducta no sea delito. Y que, por consiguiente, como "no puede ser", hay que buscar formas de redactar y de configurar el tipo penal que reduzca al máximo las dificultades -efectivas e indudables- de aplicación: se propusieron, a continuación, diversos de esos cambios de redacción. Y, con ello, ya habríamos hecho lo que hay que hacer y tendríamos un delito que -por supuesto- se justifica por sí mismo. Punto.
(Además de argumentar, adicionalmente, con el hecho de que las directivas de la Unión Europea en la materia piden a los estados que incriminen esta conducta. Lo que constituye, me parece, un argumento extremadamente débil: porque es un ejemplo de libro de -lamentable- positivismo ideológico, al sustituir la cuestión político-criminal de fondo por una aceptación acrítica de la pretendida justificación de cualquier mandato que proceda del soberano; porque elude el hecho de que las directivas comunitarias son, de hecho, creadas con una amplia contribución de los estados miembros, además de ser, obviamente, susceptibles de ser reformadas; y porque, en fin, las obligaciones de incriminación contenidas en las directivas poseen un margen de interpretación, que permitiría -si no despenalizar por concreto la figura- configurar la tipificación penal de manera mucho más restrictiva, mucho más razonable.)
Para alguien que, como quien esto escribe, viene reflexionando e intentando elaborar teorías coherentes, racionales y omnicomprensivas acerca de las condiciones en las que una norma jurídico-penal resulta (o no) justificada, no puede sino resultar sorprendente (¡extremadamente sorprendente, en verdad!) este empecinamiento de algun@s juristas en seguir confiando de manera tan ciega en las pretendidas virtudes que la taumaturgia legislativa, esa que se manifiesta en redactar de uno u otro modo los textos de las leyes, para resolver los problemas sociales.
Pues, en primer lugar, por lo que hace a la cuestión de la racionalidad instrumental, y aun cuando sea evidente que, incluso en las mejores condiciones (para lograr que las normas penales resulten razonablemente eficaces), una mala redacción de los tipos penales puede frustrar tal buena expectativa, no lo es, en cambio (ni puede serlo, si se examina la cuestión con sensatez), que una simple alteración de la redacción legal, para mejorarla, permita desechar por sí sola todos los obstáculos que -como en el caso que comenta- puedan existir, en la realidad social, para que la prohibición jurídica (y/o la sanción penal que pretende reforzarla) sean eficaces. Antes al contrario: no es infrecuente que tales obstáculos resulten persistentes y que ni uno ni otro contenido de la norma jurídica puedan eliminarlos. O, dicho de otro modo, que la estrategia político-criminal en estos casos deba, razonablemente, transitar más bien por otras vías, distintas de la de la reforma del Derecho Penal sustantivo; y, a veces, incluso distintas de la reforma de cualquier sector del Ordenamiento.(Deba, por ejemplo, atender a cuestiones de investigación policial, de eficacia de los organismos supervisores, de medidas preventivas de los delitos, de cooperación de las víctimas o de las propias organizaciones en las que las infracciones tienen lugar, etc.)
Pero es que, además, en segundo lugar, desde un punto de vista valorativo, hay que rechazar, por tecnocrática, la concepción acerca de la función del Derecho Penal que subyace a reacciones como las descritas. En efecto, si se llega a la conclusión (dando por bueno mi argumento, siquiera sea a efectos argumentativos) de que una determinada conducta no posee el suficiente grado de lesividad, que justifique su incriminación, entonces, ¿qué es eso de que "no puede ser" que no sea delito? ¿Por qué no puede ser? Únicamente dos explicaciones se me ocurren para esta desmedida reacción. O bien se trata de que "no puede ser" porque alguien -en nuestro caso, la Unión Europea- ha decidido que exista el delito: el argumento del positivismo ideológico, como antes señalé. O bien "no puede ser" que el abuso de información privilegiada no sea delito porque, de hecho, existe un (indudable) problema de quebrantamiento de normas sociales y, entonces, el Derecho Penal tiene que estar presente, sí o sí, para enfrentarse a él.
Ya señalé más arriba las inconsistencias y críticas que merece el argumento del positivismo ideológico, hasta el punto de volverlo inadmisible. (De hecho, este argumento rara vez es mantenido en abstracto, pero sí en discusiones -como la que he descrito- sobre problemas político-criminales concretos. Y ello, porque en realidad forme parte del inconsciente de much@s, de demasiad@s juristas, portadores de una inconfes@, pero efectiva, vocación de "consejer@s áulic@s" que les conduce a dar por bueno cuanto el soberano afirme, sea o no racional, justo o sensato.)
Por lo que se refiere al segundo de los argumentos posibles por los que "no podría ser" que ciertas conductas no estén incriminadas (aunque la incriminación resulte verdaderamente injustificable), el de que frente a ellas el Derecho Penal "tiene que hacer algo", hay que decir que se trata de una versión del argumento tecnocrático: la técnica (aquí, la jurídica) como recurso principal o exclusivo para la gobernanza de los problemas sociales. En verdad, no obstante, se trata de una de las versiones menos defendibles de dicho argumento. Porque implica sostener que el imperio de la técnica debe preservarse incluso en el caso -como el presente- en que se demuestre que la misma es incapaz de proporcionar una solución al problema social que se pretende resolver. Y si, en general, todas las concepciones tecnocráticas de la gobernanza poseen importantes problemas de legitimidad (por su difícil compatibilización con las exigencias de generalización de la participación y de la agencia que conlleva un sistema democrático) y de eficacia (porque otorgar el monopolio del conocimiento y de la agencia a l@s técnicos dudosamente revierte en beneficio del interés general), la versión de la tecnocracia de la que ahora estoy hablando (la que he querido etiquetar -empleando un término de profunda raigambre histórica- como "arbitrista") resulta aún peor: porque es una tecnocracia radicalmente ineficaz, al emplearse la técnica allí donde la realidad social opone a la eficacia de la misma obstáculos infranqueables.
En estas condiciones, seguir insistiendo en crear leyes penales resulta, desde la perspectiva del técnico (del jurista), principalmente un ejercicio de soberbia, que racionalmente sólo se explica -que no justifica- por su ansia de reclamar para sí el monopolio sobre los discursos acerca de determinados ámbitos de la realidad social. Pero que carece de cualquier justificación racional, y constituye en esencia un fraude a la ciudadanía (que, desconociendo las realidades criminológicas subyacentes, confía, injustificadamente, en que l@s técnic@s actuarán a su servicio).
Y, lo que es peor, se trata de un ejercicio de soberbia con claros beneficiarios: porque ampara las (viciosas) prácticas de Derecho Penal simbólico que llevan a cabo líderes polític@s sin escrúpulos, y contribuye a que dichas prácticas puedan engañar a la ciudadanía, acerca de qué problemas sociales se están resolviendo y cuáles son las dificultades, y los costes, de resolverlos.
En resumidas cuentas: sólo una práctica de la política criminal que permanezca atenta a las demandas de la racionalidad (tanto de la moral como de la instrumental) puede rehuir los cantos de sirena, del Derecho Penal simbólico y de la ilusión tecnocrática. Por supuesto, una práctica así obliga a reconocer (aunque muchas veces no apetezca hacerlo) que el Derecho Penal no es omnipotente, ni siempre necesario. Que, contra lo que el discurso del populismo punitivo pretende hacer creer, no siempre hay soluciones (represivas) a los problemas sociales. Que, a veces, tales soluciones, aun posibles, resultarían injustas, o extremadamente costosas.
No son afirmaciones que resulten generalmente populares. Pero, ¿preferiríamos seguir engañando (y decepcionando) a la ciudadanía? Sí, l@s juristas también tenemos una responsabilidad profesional...