"Las personas siguen vivas mientras se las recuerda", repite una y otra vez Tere (Itziar Aizpuru). Loreak constituye una fascinante (por sencilla y, sin embargo, perfectamente construida) narración acerca de lo espiritual. Más exactamente: acerca de la espiritualidad posible en una cultura que -como la contemporánea- ya ha asumido plenamente el hecho innegable del monismo ontológico, materialista; que no existen almas, dioses, espíritus, inmortalidad o trascendencia, en el sentido tradicional. Y en la que, no obstante, el ansia -la necesidad psicológica- de aprehender y convivir con identidades, memorias, fantasías, sentimientos y otras construcciones similares (psicológicas y culturales) sigue presente.
Por lo que hace a la estructura dramática, Loreak se acoge a la fórmula de las historias entrecruzadas. Y, en términos visuales, los directores optan por aproximar la cámara a sus personajes, componiendo planos generalmente cercanos, que exploran los rostros y los gestos, pretendiendo así penetrar en las emociones y pensamientos que -casi nunca expresados- parecen animarles. Planos de rostros y de bustos, estáticos, pensantes, que se combinan (en un montaje ágil) con otros planos vacíos (de personajes) de los espacios en los que la acción transcurre: estos últimos, compuestos de manera que, en su abstracción (difícilmente podríamos identificar en dónde transcurre la acción), parecen reflejar ante todo los estados de ánimo de los personajes, plasmados en (una cierta visión de) el paisaje.
Fundamental, en todo caso, para el sentido de la narración resulta su estructura dramática, obtenida fundamentalmente a través de un cuidadoso montaje, gracias al cual las acciones se suceden y entrelazan, son mostradas desde diferentes puntos de vista,... otorgándoles así una significación plural, ambivalente.
Con todo ello, lo que Loreak narra es la historia de unos personajes -perfectamente comunes- en busca de dotar de sentido a sus experiencias y a sus interacciones. Todo ello, en el marco de una existencia que (la película lo deja perfectamente claro, con las escenas en las que el cuerpo del fallecido Jesus se va descomponiendo: no somos, en realidad, más que materia, corrompible y mortal) no posee ningún sentido trascendente. Pero a la que, pese a ello, estamos obligados (por las limitaciones y ansiedades que proceden de nuestra mente) a buscársela.