Siendo como es una historia de ficción inspirada en hechos reales que les ocurrieron a sus creador@s (los co-protagonistas y también co-guionistas, Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm), resulta evidente el esfuerzo realizado para tomar distancia (imagino que no únicamente por razones personales, sino también estéticas) del tono melodramático, ampuloso, habitual en las narraciones cuando tratan del sufrimiento de la infancia y del "drama" de que un niño enferme, o muera.
La película, en efecto, orilla en todo momento las posibles escenas "fuertes": ni escenas físicamente explícitas, en torno a los efectos de la enfermedad o de su tratamiento sobre el cuerpo del niño; ni tampoco escenas emocionalmente sobrecargadas (de lágrimas, dolor, etc.), de parte de padres y familiares. Antes al contrario, se enfatiza en todo momento el vitalismo, la alegría, el sentido del humor,... como maneras más sensatas de enfrentarse a la enfermedad y a la posibilidad de la muerte Y, de hecho, finalmente, se acaba por zanjar la historia, mediante una elipsis radical, que conduce sin solución de continuidad desde el momento en que la enfermedad del niño se agrava hasta el momento de su curación. Una elipsis radical, ciertamente; y sorprendente (puesto que se supone que la película pretende narrar la experiencia de unos padres modernos durante la enfermedad, probablemente mortal, de su hijo). Y también cuestionable, me parece, desde el punto de vista de la ética de la narración.
Y es que la cuestión central es si, mediante la adopción de estas decisiones estéticas (seleccionar predominantemente escenas con un contenido narrativo no melodramático y configurarlas rebajando al máximo el tono emocional), no es tan sólo que se esté eludiendo la tópica aproximación melodramática a las cuestiones de la infancia, la enfermedad y la muerte. (Elusión que, en sí misma, resultaría positivo: al fin y al cabo, vivir, enfermar o morir son cuestiones de puro azar, también en la infancia -por más que en durante ella la probabilidad de morir sea estadísticamente menor. Y, por consiguiente, una narración que haga hincapié sobre este hecho, el del azar, y no sobrecargue -como se acostumbra- las cuestiones de enfermedad y de muerte de significados, casi siempre irracionales -destino, salvación, etc.-, es deseable.) Sino que, además, se está haciendo una mostración deliberadamente tramposa, por irreal, de la historia narrada.
En este sentido, vuelvo a llamar la atención sobre la decisión (estética) de introducir la radical elipsis mencionada más arriba. No es, en efecto, que una pareja moderna, atea, consciente del peso del azar sobre las cuestiones de vida y muerte, aun cuando se niegue a otorgar ningún significado trascendente a tales cuestiones, deje de sufrir por ello hondas emociones de dolor y desesperación, al ver cómo su hijo se apaga. Ni tampoco que el manejo práctico de las situaciones a las que la evolución de la enfermedad y del tratamiento dan lugar no ponga en cuestión muchas de las bases (materiales, sociales y emocionales) sobre las que la pareja se ha construido. Lo que ocurre, en cambio, en La guerre est déclarée, es que se opta, deliberadamente, por dejar todas esas cuestiones fuera de la pantalla: tan sólo aludidas, muy someramente, de manera verbal, pero no mostradas.
Justamente, la decisión de seleccionar de este modo la información que se proporciona al/a espectador(a) es lo que vuelve, en mi opinión, altamente cuestionable la película, en términos éticos (de la ética de la narración). Pues quien opta -como se hace en esta película- por pretender mostrar la realidad no debería (aun si elige -y ello es digno de alabanza- distanciarse de la retórica usual, buscar nuevos enfoques) manipular la información relevante a su antojo. En una decisión así, es difícil separar lo que pueda haber de pretensión de innovación estética con lo que, de hecho, innegablemente hay también de complacencia (estética y éticamente inadmisible) con el/la espectador(a) más adocenad@, que no quiere ver amargada su buena digestión y su buena conciencia.