Veo El Niño y reconozco inmediatamente una manida e imperfecta trama de cine criminal: bien rodadas, desde un punto de vista técnico (Daniel Monzón había demostrado ya su capacidad para ello), sus escenas de acción (no tanto las más intimistas), con un guión manifiestamente mejorable, que apenas perfila a los personajes (confiándolo todo a las convenciones propias del género) y que recae una y otra vez en los lugares comunes.
¿Por qué, entonces, pese a todo, mantiene atrapada mi atención? No, desde luego, por las banales aventuras (persecuciones, etc.) de policías y traficantes de droga. No, pues, por la razón que, evidentemente, ha dado lugar a la película: una película de cine criminal ambientada en una ubicación geográfica poco transitada a este respecto por el cine contemporáneo, el Estrecho de Gibraltar. Pretendiendo trasladar allí las convenciones del cine criminal "de frontera", que ha sido construido sobre las vicisitudes de la frontera entre México y los Estados Unidos.
Pero, justamente, lo que atrapa mi atención es la imperfección del intento. El hecho, en efecto, de que no haya dos fronteras iguales (y difícilmente habrá dos más diferentes que el Río Grande y el Estrecho de Gibraltar, por más que, inevitablemente, compartan ciertas características) vuelve imposible, en realidad, trasladar automáticamente las convenciones (sub-)genéricas. O, acaso, la cuestión sea más simple: esta es una película del cine criminal de frontera, pero contemplada por un espectador que -a estos efectos- es "texano". Es decir, uno que conoce la realidad social, compleja y diversa, que subyace a los tópicos narrativamente acuñados.
Así, este "texano" (español) observa embelesado cómo a El Niño se le revientan las costuras: por entre las situaciones narrativas más tópicas propias del subgénero, se deja entrever la realidad, sociológica y antropológicamente compleja, de la sociedad de frontera que habita a ambos lados de las líneas: en la provincia de Cádiz, en Gibraltar, en Ceuta y en Melilla, y en el norte de Marruecos. Y es esta realidad, rara vez tratada en cine mediante alguna aproximación que valga la pena (no cuento los lamentos -legítimos, pero banales- por el sufrimiento de las personas migrantes que tratan de atravesar la frontera, propios del más pueril "realismo social"), la única que verdaderamente interesa, en la película.
Es cierto: no se trata más que de atisbos. Pero, aun así, fascinantes. Doblemente fascinantes, en verdad: por cuanto dejan traslucir de la realidad (social) que representan, que en sí misma es altamente sugestiva para cualquiera interesado por la ciencia social, primero; pero también, además, por permitir contemplar en ellos, en vivo y en directo, los modos en que un canon de representación cinematográfica de la realidad (de ese subgénero del cine criminal de frontera que se está pretendiendo importar) intenta ajustarse, sin conseguirlo, a la representación de nuevos fenómenos. Tal vez en el futuro veamos más películas de este subgénero ambientadas en el mismo espacio geográfico. Es probable que resulten más perfectas, desde el punto de vista de las convenciones genéricas. Difícilmente, sin embargo, dispondremos de un instante tan privilegiado como éste para acceder directamente al proceso en el que las representaciones cinematográficas de lo (pretendidamente) real son construidas. Y al esfuerzo, que necesariamente ello conlleva, de manejar los datos procedentes de la realidad e intentar encajarlos en el modelo de representación que se pretende imponer.