Rescato de este artículo (publicado en castellano en el nº 64 -septiembre/ octubre 2010- de New Left Review) párrafos que me parecen acertadamente lúcidos, como crítica a la estrategia política ciega de la mayor parte de nuestras izquierdas (sobrecargadas de retórica y bastante vacuas, en cambio, cuando de elaborar programas realistas de acción, y de gobierno, se trata):
"(...) la narrativa de los manifestantes nuevamente da testimonio de la miseria de la izquierda actual: no hay ningún contenido programático positivo en sus demandas, simplemente una negativa generalizada a comprometer el Estado del bienestar existente. La utopía aquí no se encuentra en un cambio radical del sistema, sino en la idea de que se puede mantener un Estado del bienestar dentro del sistema. De nuevo, no hay que perder el grano de verdad en el argumento contrario: si nos mantenemos dentro de los confines del sistema capitalista global, entonces las medidas para arrancar nuevas sumas de obreros, estudiantes y pensionistas son, de hecho, necesarias.
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Por ello sería inútil simplemente esperar que la actual crisis sea limitada y que el capitalismo europeo continúe garantizando un nivel de vida relativamente alto para un número cada vez mayor de personas. Realmente sería una extraña política radical aquella cuya principal esperanza es que las circunstancias continúen haciéndola inoperante y marginal. En contra de semejante razonamiento es como hay que leer el lema de Badiou, «mieux vaut un désastre qu’un désêtre»: mejor el desastre que dejar de ser; hay que asumir el riesgo de fidelidad a un Acontecimiento, incluso si el Acontecimiento acaba en un «oscuro desastre». El mejor indicador de la actual falta de confianza en sí misma de la izquierda es su miedo a las crisis. Una verdadera izquierda aborda una crisis con seriedad, sin ilusiones. Su punto de partida es que aunque las crisis son dolorosas y peligrosas, son inevitables y constituyen el terreno donde hay que librar y ganar las batallas. Por eso, hoy más que nunca, es pertinente el viejo lema de Mao Zedong: «Todo bajo el cielo está en completo caos; la situación es excelente».
Actualmente no hay escasez de anticapitalistas. Estamos asistiendo a una sobrecarga de críticas de los horrores capitalistas: las investigaciones de la prensa, los informes de la televisión y los best sellers literarios, abundan en compañías que contaminan el medio ambiente, banqueros que continúan teniendo sustanciosas bonificaciones mientras sus compañías son salvadas por el dinero público y talleres donde los niños trabajan horas extras. Sin embargo, esta crítica tiene un límite que puede parecer inquebrantable: la regla no cuestionada del marco liberal-democrático dentro del que se deben combatir estos excesos. El objetivo, explícito o implícito, es regular el capitalismo –a través de la presión de los medios de comunicación, de las investigaciones parlamentarias, de leyes más severas, de investigaciones policiales honestas– pero nunca cuestionar los mecanismos institucionales liberal-democráticos del Estado de derecho burgués. Estos permanecen siendo la vaca sagrada, a la que incluso las formas más radicales de «anticapitalismo ético» –el Foro Social mundial de Porto Allegre, el movimiento de Seattle– no se atreven a tocar.
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Es aquí donde, quizá más que nunca, la perspectiva clave de Marx sigue siendo válida. Para Marx, la cuestión de la libertad no debería localizarse fundamentalmente en la esfera política, como sucede con el criterio que las instituciones financieras globales aplican cuando quieren hacer un juicio sobre un país: ¿tiene elecciones libres? ¿Los jueces son independientes? ¿La prensa está libre de presiones ocultas? ¿Se respetan los derechos humanos? La clave de la libertad actual se encuentra, por el contrario, en la red «apolítica» de relaciones sociales, desde el mercado a la familia, donde el cambio que se necesita para la mejora efectiva no es la reforma política, sino una transformación de las relaciones sociales de producción. No votamos sobre quién posee algo, o sobre las relaciones trabajador-dirección en una fábrica; todo esto se deja a procesos fuera de la esfera de lo político. Es ilusorio esperar a que uno puede cambiar realmente las cosas «extendiendo» la democracia a esta esfera, por ejemplo, organizando bancos «democráticos» bajo el control del pueblo. Los cambios radicales en este terreno se encuentran fuera de la esfera de los derechos legales. Semejantes procedimientos democráticos pueden, desde luego, tener un papel positivo que desempeñar, pero permanecen siendo parte del aparato de Estado de la burguesía, cuyo propósito es garantizar el funcionamiento sin anomalías de la reproducción capitalista. En este preciso sentido, Badiou tenía razón en su afirmación de que actualmente el enemigo final no es el capitalismo, el imperio o la explotación, sino la democracia. La aceptación de los «mecanismos democráticos» es el marco que en última instancia impide una transformación radical de las relaciones capitalistas.
Estrechamente vinculado a la desfetichización de las «instituciones democráticas » está la desfetichización de su contrapartida negativa: la violencia. (...) Pero en el ABC de los conceptos marxistas sobre la lucha de clases está la tesis de que la vida social «pacífica» es en sí misma una expresión de la victoria (temporal) de una clase: la clase dominante. Desde el punto de vista de los subordinados y oprimidos, la existencia misma del Estado como aparato de dominación de clase es un hecho de violencia. De la misma manera, Robespierre sostenía que el regicidio no se justifica probando que el rey había cometido cualquier crimen en concreto: la propia existencia del rey ya es un crimen, una ofensa contra la libertad del pueblo. En este estricto sentido, la utilización de la fuerza por los oprimidos en contra de la clase dirigente y de su Estado siempre es, en última instancia, una utilización «defensiva». Si no aceptamos este punto, nosotros volens nolens «normalizamos» al Estado y aceptamos su violencia como una simple cuestión de excesos contingentes. El lema liberal estándar de que algunas veces es necesario recurrir a la violencia, pero que nunca es legítima, no es suficiente. Desde una perspectiva emancipatoria radical, habría que ponerla del revés: para los oprimidos la violencia siempre es legítima –ya que su propio estatus es el resultado de la violencia– pero no siempre necesaria. Siempre es una cuestión de estrategia el utilizar la fuerza contra el enemigo o no hacerlo.
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Estas consideraciones no pueden hacer otra cosa que romper en pedazos la confortable posición subjetiva de los intelectuales radicales, incluso aunque continúen con sus ejercicios mentales tan saboreados durante todo el siglo XX: la insistencia en «catastrofizar» las situaciones políticas. (...) con el actual colapso del funcionamiento correcto de los Estados del bienestar en las economías industriales avanzadas, los intelectuales radicales pueden estar aproximándose ahora al momento de la verdad en el que tengan que hacer aclaraciones como esta: querían un cambio real, ahora pueden tenerlo."