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miércoles, 6 de agosto de 2014

L'inconnu du lac (Alain Guiraudie, 2013)


En L'inconnu du lac, su director crea un espacio cerrado (el lago y sus alrededores) en donde toda una serie de personajes coexisten e interactúan (según los casos, con mayor o menor intensidad) de manera reiterada, a lo largo de días que parecen resultar repeticiones unos de otros (estamos en el tiempo de las vacaciones y del ocio...). En esa rutina ociosa (remarcada explícitamente a través de la repetición de escenas -la llegada de los automóviles a las proximidades del lago, la aproximación a la playa, las miradas, entre curiosas y deseantes, de quienes ya están tumbados,...), surgen, con una mayor fluidez y facilidad, los sentimientos y los deseos. Y es, en verdad, de este surgimiento, y de su ambigua significación, de lo que la narración de la película trata realmente: un espacio cerrado en el que tienen lugar un drama en torno a las incertidumbres de la emoción y del deseo.

Porque, al cabo, el tema verdadero de la historia narrada (guiada, sí, a través de una trama en la que búsqueda del placer sexual y del emparejamiento -y la violencia, si es necesaria, como medio para lograr ambos- constituyen los tópicos omnipresentes) es la dificultad para etiquetar nuestros propios deseos y las emociones que otras personas suscitan en nosotr@s. El dilema, la confusión, las contradicciones de Franck (Pierre Deladonchamps) podrían ser las de cualquiera: la atracción física que nos provoca quien, sin embargo, sabemos que moralmente es reprobable; la ternura por quien no nos atrae sexualmente; el sacrificio por nosotr@s de quien de nosotr@s nunca recibió nada, inexplicable y generoso. El miedo y, al tiempo, la irresistible atracción por lo que sabemos que ha de perjudicarnos.

De la pasión, en suma, nos habla L'inconnu du lac: con sus misterios y con su absoluta falta de racionalidad. De esa parte del ser humano de la que tanto se ha cantado: a veces con sentido, pero demasiadas veces también con un lirismo de todo punto infundado, porque no se presenta esa otra faceta, arrasadora, que la pasión posee (y que, qué duda cabe, forma parte también de su fascinación). Aquí, en cambio, podemos contemplar la pasión en todas sus dimensiones: en su arrebatada capacidad para arrastrarnos a ese enthusiasmos que ya los griegos cantaban; pero también en su enorme capacidad de destrucción.

En este sentido, resulta notable el final de la película: Franck está asustado, dada la violencia sin freno a la que Michel (Christophe Paou), su atractivo y enigmático amante, se ha lanzado. Tiene miedo, por sí mismo. Pero, aun así, no dejará de llamarle, de gritar su nombre. ¿Cuál será, entonces, el final de esta historia? Queda para nuestra imaginación adivinarlo, aunque -parece decirnos la narración- los augurios no parecen buenos...

Porque, en definitiva, cuando actuamos apasionadamente, podemos experimentar delicias sin cuento, en el momento, pero estamos abandonando la única aptitud humana que nos permite pronosticar (y, en cierta medida, controlar) el futuro: nuestra racionalidad. Y no nos engañemos: este dilema no tiene salida.




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