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martes, 26 de agosto de 2014

Antonio Valdecantos: El saldo del espíritu


En España (y en toda la Unión Europea, que una vez se presentó -hoy suena irónico- como el ejemplo para el resto del mundo de un "capitalismo de rostro humano") vivimos tiempos convulsos: tod@s, desde luego, afectad@s por los recortes, de rentas (directas e indirectas) y de derechos, así como por la siniestra certidumbre de que la ciudadanía (democrática) es poco más que el revestimiento ideológico de la sumisión.

Algun@s, sin embargo, estamos experimentando estas convulsiones, desde un punto de vista subjetivo (porque, en términos objetivos, es obvio -y conviene no olvidarlo- quiénes están sufriendo más: como siempre, l@s más pobres, l@s precari@s, las minorías), de un modo particularmente dramático, debido a que no sólo se afecta a nuestro bienestar, sino que se está poniendo también en cuestión verdaderamente nuestra propia identidad: en el entrecruzamiento de varios de los huracanes de "reformas" que nos asolan se hallan, en efecto, l@s emplead@s públic@s (y el sector público en general), la educación, la universidad y las ciencias humanas y sociales.

El programa reformista neoliberal que se ha impuesto en la Unión Europea (y que ésta ha convertido en Derecho, y en políticas comunes a todos los Estados miembros) tiene, como es natural, uno de sus objetivos fuertes en la mercantilización de buena parte del sector y de los servicios públicos. Y, por ende, de partes significativas del sistema educativo; y del sistema universitario. Y, en su frenesí (un frenesí que se revela más bien ficticio, como veremos), parecería querer acabar incluso con todos aquellos sectores de la investigación científica que no son "rentables" (en el cicatero y ciego sentido del término que suelen imponer evaluador@s que han estudiado un par de cursos de economía y creen que saben algo de tal ciencia, cuando resultan ser meros burócratas).

Todo ello venía ya convulsionando en buena medida, desde hace bastantes años, la situación en la que l@s trabajador@s de la educación y de la ciencia nos desenvolvíamos. Ahora, además, las convulsiones ("reformas estructurales", en la jerga burocrática) se han agudizado, a resultas de los brutales recortes presupuestarios.

Hasta aquí, los hechos. La pregunta que surge a continuación es acerca del diagnóstico que se impone: ¿"quieren acabar con la enseñanza pública" (con la universidad, con la investigación científica, con las humanidades), como reza el eslogan propagandístico de los movimientos de protesta? Parece una hipótesis poco plausible. Podemos dar por descontado, desde luego, que el ideal neoliberal, también en el sector público, en el educativo, en el científico y en el universitario, sea, en materia de gestión de recursos humanos, el de la "flexiseguridad", neologismo burocrático para significar la precariedad de su personal: una gran masa de personal precario, dirigido por algunos cuadros bien retribuidos (pero, en el fondo, también precarios), tal parece el ideal. Hemos de asumir también que existe interés en "privatizar" partes de los servicios educativos, aquellas que puedan resultar más rentables (enseñanza para las élites). Y, en fin, podemos suponer que se seguirá potenciando la "colaboración público-privado", esto es, la simbiosis -en el mejor de los casos- entre organizaciones de ambos sectores, o -en el peor- el parasitismo del sector privado respecto del público: en materia de ciencia aplicada, por ejemplo.

No creo, sin embargo, que de ello quepa deducir una estrategia liquidadora global, sino únicamente el deseo de volver mucho más maleable el conjunto del sistema, para hacer posibles los ajustes que se pretenden. Y para mantener el resto en un estado de sometimiento que permita ajustar, hacia arriba o hacia abajo, las variables (empleo, salarios, presupuesto, productividad, etc.) en cada momento, en atención a las circunstancias.

Ello vale incluso para aquellos sectores del sistema educativo y científico que (como ocurre, precisamente, con partes significativas de las enseñanzas y disciplinas sociales y humanísticas) en principio, desde el punto de vista de los auditores más cerriles y ansiosos de hacer méritos, serían candidatos idóneos a la supresión. Pues ocurre que también tales sectores cumplen funciones importantes, dentro de la sociedad: funciones ideológicas, sobre todo.

Precisamente, el libro de Antonio Valdecantos (Herder, Barcelona, 2014) que hoy comento viene a poner el dedo en esa llaga: en el hecho de que la lucha en contra de la marea neoliberal que parecería amenazar con anegar -entre otras cosas- los sistemas educativo y científico públicos europeos no debería aferrarse a la defensa de la "vieja y buena" universidad y ciencia europeas. Y ello, particularmente, en el ámbito de las ciencias humanas y sociales.

Pues, en efecto, si todo lo que hay que decir en favor de las ciencias humanas y sociales, de su investigación y de su enseñanza, son lugares comunes tales como que "proporcionan cultura", "humanizan", "forman en valores", etc., entonces convendría hablar claro: todo ello no son más que formas elegantes de decir que tales investigaciones y tales enseñanzas sirven principalmente para generar ideología. Ideología que, como toda herramienta ideológica, sirve principalmente para ocultar, y naturalizar, relaciones de poder. Es decir, para producir control social.

Así, a lo largo de sus tres primeras partes, El saldo del espíritu examina de forma crítica tres de los tópicos que se aducen "en defensa de las humanidades": la idea de "cultura" (y las figuras, tan ligadas a dicha idea, del "intelectual" y de su público "natural"); la idea de "humanismo"; y la de "educación en valores". Concluyendo en cada uno de los casos que, efectivamente, tales funciones (recuérdese: ideológicas, de control social) pueden seguir siendo cumplidas ahora, también en un contexto de capitalismo neoliberal (y aun de un capitalismo de las restricciones presupuestarias), por más que inevitablemente lo hayan de ser en un contexto distinto y de manera diferente.


Yo también pienso por ello, como creo que lo hace Valdecantos, que la mayor parte de las críticas a las actuales políticas "reformistas" de los sistemas educativo y científico españoles y europeos van desencaminadas. Lo están, desde luego, las que reclaman la "vuelta a la tradición", a una universidad y una ciencia elitistas. Algo que resuena como una suerte de ensueño (reaccionario) imposible; e indeseable, además. Pero, sobre todo (porque son más relevantes, desde el punto de vista práctico, que las acabadas de mencionar), lo están también las críticas "progresistas", esas que defienden la "cultura", el "humanismo" y los "valores". Y ello, porque también estas críticas eluden las cuestiones más centrales, que son las que tienen que ver con la función social de los sistemas educativo y científico, reduciéndose a vaguedades retóricas (y, como señalé, con una función que es principalmente ideológica) como las mentadas.

Hablar de "función social" significa, en suma, hablar de la cuestión del poder. Vivimos en sociedades dominadas. Y, en el caso de España, ubicados desde el punto de vista geopolítico en uno de los bordes de una gran potencia. Sobre estas dos bases, el diseño institucional correspondiente de las instituciones educativas y científicas ha de ser, racionalmente (desde la racionalidad del poder), una muy concreta: "proceso Bolonia a la española" (con sus consecuencias colaterales: proliferación de ciertas formas de enseñanza universitaria privada o semi-privada, diferenciación por clase social, etc.) y ciencia al servicio de la producción (con pequeños restos de investigación en ciencias humanas y sociales, ideológicamente orientados) son la consecuencia.

Pero, si la racionalidad del poder no nos convence (¿o es que simplemente no nos conviene?), entonces la alternativa no puede ser una universidad y una ciencia que, aunque mantuvieran su aparente homogeneidad tradicional como "sistemas" (una homogeneidad que, como Valdecantos apunta, fue siempre ficticia, más formal que real), permanecían también al servicio de las "necesidades sociales".  (Recuérdese: generar "cultura", "humanizar", "educar en valores",...) Del poder, en suma.

La alternativa a la universidad y al sistema científicos "de Bolonia" y de la productividad no podría ser, pues, otra cosa que una enseñanza liberadora y una ciencia rebelde. Una enseñanza liberadora: que dé lugar a un conocimiento (esa habilidad para obtener y manipular la información) orientado hacia la reflexión crítica y hacia la creación. Una ciencia rebelde, especialmente en el ámbito de las ciencias humanas y sociales (y de la filosofía): que atienda a los problemas moralmente más acuciantes de los individuos y grupos sociales.

La pregunta, claro, surge por sí sola, para cualquier que conozca nuestro sistema educativo y nuestro sistema científico: ¿cuánt@s estarían (¿estaríamos?) verdaderamente dispuest@s a apostar, y a comprometerse, con una enseñanza y una ciencia así? (O, de otro modo: ¿son posibles las resistencias institucionales, y aun las individuales y grupales, con vocación de permanencia, enfrentadas de manera radical al poder?)

La conclusión, por tanto, no es consoladora: deberemos reconocer que la mayor parte de quienes se oponen las reformas vistas como más radicales estarían, sin embargo, de acuerdo en una universidad y un sistema científico al servicio del gran capital, con tal de que se preservase el trato formalmente igual a todos los agentes (profesor@s, investigador@s, estudiantes). Más preocupad@s, pues, por su propia integración social, gracias a la educación y a la ciencia, que por los efectos sociales (naturalización de la desigualdad y de las relaciones de poder) que ambos sistemas acaban por producir. En cambio, l@s partidari@s de una enseñanza y de una ciencia (verdaderamente) alternativas somo más bien poc@s...


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