De "divertimento" se califica a esta película, en los títulos de crédito finales. Y de un "divertimento rock'n'roll" la ha calificado, asimismo, su director, en declaraciones públicas. La cuestión, entonces, es si nosotr@s debemos tomarnos en serio esta intención; y, por consiguiente, no debemos tomarnos en serio a la película. O si hacemos caso omiso de tal (pretendida) intención y, en cambio, nos tomamos muy en serio el producto audiovisual que comentamos.
Razones puede haber muchas para preferir la primera opción: los constantes anacronismos, el hecho de que cada actor interprete en su propio idioma, la concentración en escenas "chocantes", sexuales, escatológicas, los diálogos apenas hilvanados,... Todo ello parecería tener que inclinarnos por interpretar la película principalmente como una broma.
Sin embargo, ya Luis Buñuel (y, antes que él, Sigmund Freud, y todo el grupo surrealista) nos advirtieron de que en realidad el humor es, verdaderamente, una cosa muy seria. Y que constituye un canal de expresión de lo reprimido.
Así, Stella cadente puede muy bien ser puesta en relación con ese humor, tan serio (y tan divertido, sin embargo), que autores como Luis Buñuel han perpetrado en el ámbito cinematográfico. Y, si esto es así, entonces ya no vale con refugiarnos -en una negativa palmaria a hacer el esfuerzo interpretativo preciso- en el recurso a que "todo es una broma". No, hemos de preguntarnos que acerca de qué y de quién, y en detrimento de quién, versa la broma.
Una broma (muy seria, porque es muy lúcida) acerca de los delirios del poder. Y de su vacuidad última. Tal es mi propuesta de interpretación.
Amadeo Fernando María de Saboya (Amadeo I) llega a España (nos narra la película), en 1871, con la intención de "modernizar" el país. Para ello, pretendía convertir un régimen político aún muy dependiente de rasgos del absolutismo y una política caciquil en un régimen parlamentario "moderno". Y una sociedad atrasada, muy dominada por la iglesia católica, en una más "avanzada". Nada sabía, sobre la realidad social española, sobre las redes de poder que en ella anidaban y operaban. Debía ser su poder el que operase, por sí solo, la transformación deseada (y considerada eminentemente "positiva" y deseable).
El fracaso de aquella operación de ingeniería sociopolítica fue completo. Y -nos sigue narrando la película- el rey se mantuvo siempre distante de la realidad. Y lo que la realidad no llenaba en su vida lo llenaban la fantasías, ilusiones y delirios.
¿Un divertimento? Yo diría que, más bien (y siguiendo con los símiles musicales), se trata de una fantasía: una forma -aquí, narrativa- que da pie a la improvisación y a la expresividad; del director, pero también de los actores, y del equipo artístico (es notable la conexión en cuanto a estilo visual entre gran parte de los planos de la película y la pintura europea del siglo XIX).
Y que lo que, en suma, viene a mostrarnos es el poder -un poder- cuando se enreda en un laberinto de impotencia. Su tendencia al delirio. (No es, desde luego, el estado más usual de los poderes, aunque sí algunas veces. Y conviene, por ello, conocerlos también en dicha faceta.)