En el principio está la forma: el formato cuadrado de la película, contrario a los usos más habituales del cine contemporáneo; y, también, la manera de componer unos planos en los que los personajes son mostrados como figura distantes, recortadas sobre el fondo de unas estructuras materiales que parecen envolverlos, aplastarlos. O una iluminación en blanco y negro de texturas extremadamente nítidas; evocador, tal vez, de un tiempo pasado: los años 60 del pasado siglo en los que la trama transcurre; pero, más en general, el tiempo, siempre perdido, de todas las memorias...
Y es que Ida es otra indagación más (como, recientemente, por ejemplo, Nebraska -con la que coincide en cuanto al tema, pero que posee unas formas expresivas y un discurso ideológico radicalmente distintos) acerca de las heridas del pasado sobre el presente. Aquí, más bien, sobre las heridas presentes ocasionadas, justamente, por la ausencia de memoria, en relación con un pasado terrible, que se resiste a desaparecer y que sigue sobrevolando las vidas de las gentes, y las sociedades que constituyen. Aquí, se trata del antisemitismo polaco, de la complicidad o tolerancia de parte del pueblo polaco en el genocidio nazi de la población judía del país. Y de cómo la memoria de aquella infamia había sido arrancada, de las mentes y de la cultura.
Y aquí (a diferencia de tantas narraciones, más complacientes), el reconocimiento de lo acaecido no conlleva necesariamente la reconciliación ni la paz. Antes al contrario, hay ocasiones en las que conocer en todos sus detalles la verdad horrible que el pasado esconde (esos crímenes en el armario que toda sociedad y toda cultura ocultan) sólo sirve para volver a confirmar que sí, que hay razones para estar desesperado, para desconfiar del mundo en el que se vive. Para abandonarlo: como esa Wanda (Agata Kulesza) que, desde su posición de fiscal y -luego- juez comunista, intentó reconstruir el mundo social que tan feroz había sido con ella y con su familia, y que ahora, transmitida ya -a su sobrina Ida (Agata Trzebuchowska)- la herencia cultural de horror, reconoce que éste nunca se extinguirá, que su lucha fue inútil.
O, en realidad, como también esa Ida que, después de un momento de lucidez (tras el conocimiento de sus orígenes y la experiencia incipiente con las relaciones humanas), reconfirma que no hay lugar para ella en ese mundo, que no sea el del retiro.
Unas formas, pues, extremadamente contenidas para narrar, sin énfasis, un drama irresoluble: el de unas figuras atrapadas, en el marco de esas estructuras materiales (que son, siempre, también sociales, de poder) que aparecen de manera tan prominente en los planos. Y un drama, además, omnipresente (por más que tan frecuentemente pretendamos disolverlo entre el silencio absoluto y el ruido ensordecedor): el hecho de que -como agudamente apuntara Walter Benjamin- nuestra cultura presente no sea nunca otra cosa que el resto perceptible y maquillado de una larga e implacable barbarie. Y la dificultad (¿imposibilidad?) para convivir con tal hecho: con lucidez (sin negarlo, pues) y, al tiempo, dignamente.