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miércoles, 28 de mayo de 2014

Abel Lanzac/ Christophe Blain: Quai d'Orsay


Habiendo visto recientemente la adaptación cinematográfica que de este cómic ha realizado Bertrand Tavernier, e interesado como estoy siempre en analizar los tratamientos artísticos que se realizan en torno a los fenómenos políticos, me apresuré a leer los dos volúmenes de Quai d'Orsay. Y confieso que los he leído con sumo placer y aprovechamiento.

En efecto, desde el punto de vista formal, Quai d'Orsay maneja de modo magistral los recursos gráficos del arte del cómic, para construir una narración a caballo entre la caricatura, la descripción realista y la narración épica (de aventuras políticas, claro está). Logrando transmitir de manera muy expresiva el ambiente de aceleración, contingencia y confusión que conlleva el enfrentamiento cotidiano a la exigencia de tomar decisiones, importantes, en contextos -como lo son siempre los políticos- de limitación de recursos, de información y de tiempo.

Precisamente, aún más interesante me ha resultado esta visión de la praxis política institucional. En contra de la perspectiva abiertamente sarcástica desde la que Tavernier encaró su adaptación cinematográfica (en la que, como en su día señalé, se opta por construir una comedia con pretensión de parecer "alocada", con personajes caricaturescos y situaciones extremas), lo cierto es que la concepción de dicha praxis que en esta novela gráfica se presenta resulta notablemente matizada.

Es cierto, así, que los personajes (el Ministro francés de Asuntos Exteriores -trasunto, al parecer, de Dominique de Villepin- y sus asesores más próximos) aparecen en todo momento enredados con las palabras ("el lenguaje", según la jerga del ministro). Pero también lo es que, en la visión presentada en la novela, no se trata de una batalla banal, tan sólo -aunque también- en torno a la imagen y a las relaciones públicas. Es que, al contrario, en la visión de este político, las palabras (hablando en términos más generales: el discurso) crean el marco (ideológico) dentro del cual se adoptan las decisiones políticas. De manera que manejar, y manipular, los discursos significa también condicionar las percepciones de la realidad. Y, por consiguiente, asimismo las alternativas de decisión disponibles. Y, en último extremo, la decisión.


De este modo, Quai d'Orsay, a pesar de la comicidad omnipresente (¡esa constante confusión, esa prisa que no cesa!), acaba por cobrar, en definitiva, un tono marcadamente épico: la épica de unos individuos que, desde sus posiciones en un órgano competente para adoptar decisiones, se enfrentan a un mundo exterior complejo y ajeno, e intentan manipularlo, manipulando sus discursos, para obtener una decisión conforme a los principios (sí: morales) que intentan defender.

El lado más oscuro de la política (la praxis del nudo poder, descarnado y sin justificación, las redes de intereses, el engaño y el secreto,...) queda, así, orillado en esta auténtica idealización -por muy cómica que sea- de la praxis política institucional. Se trata, sin duda, de una visión muy parcial, por cuanto oculta. Mas también verdadera en lo que muestra: que únicamente actuando en el seno de las instituciones (o transformando estas -pero, al cabo, también por referencia a lo institucional) es posible dar lugar a resultados de ingeniería social. Y que lograrlos es, pese a todas las innegables limitaciones existentes, posible.


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