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sábado, 12 de abril de 2014

Quai d'Orsay (Bertrand Tavernier, 2013)


Quai d'Orsay es una comedia sobre la política (institucional). Cabe dudar, empero, de que se trate, verdaderamente, de una comedia política. O, cuando menos, de una lo suficientemente aguda (en el doble sentido: de agudamente cómica, y de penetrante).

Basándose en una novela gráfica -del mismo título- de Abel Lanzac y Christophe Blain, Bertand Tavernier acomete la tarea de elaborar una comedida alocada. Para ello, se apoya principalmente en su enorme sabiduría a la hora de manejar los recursos de la puesta en forma audiovisual: la manera de componer los planos (colocando la cámara en el lugar más adecuado para suscitar la comicidad) y el ritmo de montaje, se unen a un tratamiento muy medido de la comicidad física y verbal derivada de la interpretación de los actores, para pretender producir tal efecto de aceleración, de una cierta sensación de "locura" (absurda), que la narración indudablemente espera suscitar en el espectador(a).

Es cierto, no obstante, que la construcción dramática del guión (estoy pendiente de leer la novela gráfica adaptada, para poder comprobar si el defecto procede de tal origen, o es propio exclusivamente de la adaptación cinematográfica) no acompaña suficientemente las pretensiones del director: cierta reiteración de situaciones, la debilidad de muchos personajes (meras caricaturas) y el énfasis repetido sobre la ridiculez -explicitada de todas las maneras posibles- de cuanto se narra, terminan por cansar. (En este sentido, In the loop, por ejemplo, resultaba mucho más verosímil como representación de esta vertiente farsesca de la política institucional...)

No cabe duda, en cualquier caso, de que la película permite pasar un rato divertido. Cuestión distinta es si nos dice algo -algo que valga la pena- sobre la política institucional. Que, en suma, es retratada principalmente como un juego de espejos retóricos: unos espejos en los que rebotan los discursos de unos y de otros. Sin que, en la película, se perciba verdaderamente en ningún caso cualquier incidencia de los discursos sobre la realidad.

Al cabo, lo que vuelve ridículo al ministro (Thyerry Lhermitte) y a sus asesores no es otra cosa que su incapacidad de salir del océano de palabras y de palabrería que ellos mismos crean, para incidir auténticamente en la realidad social. En este caso, el máximo representante diplomático de una potencia mediana en decadencia, como es la Francia de los años noventa que se describe, es incapaz de analizar la realidad política -aquí, la geopolítica internacional- con lucidez. Y, en cambio, se dedica a la simulación: a la simulación de ser un "estadista" (sea lo que sea que ello signifique), de tener proyectos de ingeniería social para transformar las relaciones internacionales; y de -en caso de verdaderamente poseerlos, como simular creer- de poder llevarlos a la práctica.

De este modo, si de algo es representativa Quai d'Orsay -la película- es de una cierta, y confesa, impotencia de la acción institucional. (Que, sin duda, sus ejemplos más habituales se negarían a aceptar, pese a que, en algún sentido, resulte innegable.)

Debo reconocer, sin embargo, que tal mensaje (tan unilateral como es presentado en esta narración) me sigue dejando incómodo. Pues sospecho que la completa falta de análisis sobre las estructuras (sociales, de poder) que subyacen a dicha impotencia hace que la risa que suscita sea antes la del tonto, engañado y complacido, que la del auténticamente lúcido en su análisis de la realidad: conviene no olvidar que, por más que nos riamos de los líderes políticos y de sus cómicas actuaciones, ellos (y aquellos a quienes sirven) ganan, casi siempre y casi todo. Y, ante hecho tan innegable, no sé si la risa (una risa algo pueril, en realidad) es justamente la mejor solución.




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