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sábado, 15 de febrero de 2014

Liberalismo y represión política: el caso de España, desde 1978


El audio que puede reproducirse al final de esta entrada es la grabación de mi reciente intervención en una mesa redonda sobre Derecho y represión, que tenía por objeto denunciar el uso y abuso por parte del gobierno actual de los instrumentos más represivos del Estado para afrontar las protestas de movimientos sociales y ciudadanía indignada. Yo (que, por supuesto, comparto el diagnóstico y la indignación de convocantes, demás participantes en la mesa redonda y -supongo- buena parte del público asistente, acerca de lo que está sucediendo en nuestras calles ahora mismo), quería, no obstante, "dar un paso atrás", para hacer una presentación más global de las políticas de control y represión estatales de la disidencia política en España, con el fin de evitar que la prominencia de los acontecimientos últimos nos haga perder la perspectiva.

En este sentido, y tal y como puede escucharse en la grabación de mi intervención, mi tesis es que el régimen político español actual, debido a una serie de razones históricas (herencias del autoritarismo franquista, continuidades en el personal -al que se aseguró la impunidad- y en las estrategias represivas, fuerza política y militar -durante bastantes años- de ETA y del movimiento independentista vasco,...), nunca ha satisfecho los mínimos imprescindibles para que se pueda afirmar que respeta los principios liberales, por lo que hace a la tolerancia debida, a tenor de tales principios, hacia la libertad de pensamiento y expresión, y hacia la posibilidad de disidencia política (con tal de que ésta se exprese en formas no violentas), aun de la más radical. Y que, además, la persistencia de esta característica del régimen ha formado siempre parte del consenso entre los dos partidos "de gobierno" (PP y PSOE, pero también otros partidos considerados "responsables": señaladamente, CiU,...).

(Es cierto que, de hecho, la historia nos demuestra que todos los regímenes políticos sedicentemente liberales han aceptado, en momentos de crisis, recurrir a un tratamiento represivo de excepción -alguna combinación de las herramientas que a continuación se describen- frente a los enemigos políticos: frente a los enemigos radicales del régimen mismo, quiero decir. De cualquier forma, lo cierto es que, en el caso de España, jamás en tiempos recientes se ha desmantelado ninguna parte de su aparato represivo, sino que, en todo caso, éste ha sido reforzado, y aun ampliado: aún hoy, después de la suspensión de la actividad armada de ETA, ninguno de los partidos "de gobierno" del régimen ha escuchado las -escasas- voces que reclamamos la desaparición de buena parte de las disposiciones represivas excepcionales que, supuestamente, se justificaban por la acción armada de aquella.)

La forma concreta en la que ese carácter extraordinariamente represivo del régimen en relación con la disidencia política se ha plasmado es, a mi entender, a través de cuatro pilares, distintos, pero complementarios:

1º) El conjunto de la legislación (penal sustantiva, procesal y penitenciaria) de excepción con finalidad "antiterrorista", unida a la "cultura judicial de jurisdicción de excepción" que ella ha promovido en los tribunales de justicia. La combinación de dicha legislación y de dicha praxis judicial (y la confluencia con los otros pilares de la estrategia represiva, a los que luego me referiré) ha llevado a que una regulación penal ya de por sí excepcionalmente represiva (delito de enaltecimiento del terrorismo, definición extremadamente amplia del delito de colaboración con organizaciones terroristas, etc.) haya sido ampliada aún más, hasta incluir abiertamente, como conductas delictivas, comportamientos por completo pacíficos (muchas veces, de ejercicio de derechos fundamentales, como la libertad de expresión, el derecho de reunión, la libertad de asociación, el derecho de participación política, etc.), con tal de que -real o supuestamente- ello contribuyera a los objetivos políticos de un grupo armado (como ETA): la tristemente célebre teoría del "entorno de ETA", que ha dado alas a la restricción brutal de derechos fundamentales (clausura de medios de comunicación, disolución de empresas, asociaciones y partidos políticos, privación del derecho de sufragio pasivo, etc.).

2º) La legislación sobre seguridad ciudadana (Ley estatal más ordenanzas municipales "de convivencia"), cuya efecto, en su actual configuración, es atribuir a las fuerzas policiales (y de seguridad privada) un control total y discrecional del espacio público.

3º) Las prácticas policiales por vía de hecho. La negativa contumaz de los sucesivos gobiernos a regular por vía jurídica (¡y, desde luego, una instrucción interna de la Dirección General de la Policía no ostenta tal rango!) el código de conducta de los miembros de las fuerzas de seguridad en detenciones, identificaciones, cierres perimetrales, restricción de libertades ciudadanas en los espacios públicos, uso de la fuerza, etc. no es casual, sino que obedece al evidente deseo de preservar un amplio espacio de discrecionalidad (arbitrariedad, más bien) en el ejercicio del poder policial: por parte de los propios agentes, por parte de sus mandos y por parte de las autoridades políticas que les emplean.

En otro orden de cosas, esto (complementado por la generalizada impunidad de cualquier abuso que eventualmente se produzca, al igual que de los delitos -de coacciones, maltrato, lesiones, etc.- que usualmente se cometen) se une al empleo frecuente de la tortura y de los malos tratos en contra de determinadas clases de personas detenidas (como las recomendaciones y resoluciones de organismos internacionales y los informes de las organizaciones de derechos humanos ponen claramente de manifiesto): justamente, de personas detenidas por actuaciones políticas, violentas (acusadas de delitos terroristas -aunque, como quedó dicho, no todas las personas acusadas de delitos de terrorismo han cometido acciones violentas) o no (personas que protestan en las calles).

4º) Los discursos públicos denigradores y criminalizadores, que son introducidos en la opinión pública (a través del aparato de propaganda del Estado y del apoyo de muchos medios de comunicación -unos por connivencia y otros por simple seguidismo o ignorancia) con el fin de facilitar y justificar la persecución estatal de disidentes. Y, en todo caso, para intimidar a quienes toman partido, segregarles simbólicamente de la "ciudadanía decente" y presionar a los jueces y tribunales para que se dejen arrastrar por la supuesta opinión de la "mayoría silenciosa" (representada por el "sentido común" que imponen la propaganda y los medios de comunicación) y se mantengan deferentes ante la represión estatal, y ciegos y sordos a los requerimientos que frente a ella habrían de imponer las exigencias de los derechos fundamentales. (Para un ejemplo paradigmático de tales discursos: la propaganda en torno al pretendido carácter delictivo de los "escraches".)

(Existe un último recurso de la represión, el único que el Estado español no ha empleado, desde la muerte del dictador: la fuerza militar. Como es sabido, no obstante, en otros lugares -Irlanda del Norte, América Latina, etc.- también se ha recurrido y se sigue recurriendo a ella.)

A mi entender, en tanto no se desmantelen (es decir: se reduzcan a unos límites que resulten compatibles con la vigencia efectiva, para todas las personas -también para l@s disidentes radicales-, de los derechos humanos) estas cuatro herramientas represivas, no será posible decir que un Estado -ni España ni ningún otro- respeta adecuadamente la libertad de pensamiento y expresión.

Lograr esto pasa, por supuesto, ante todo por tomarse en serio el carácter universal e indivisible de los derechos humanos. Algo que, desde luego, dista mucho de estar asumido por tod@s: no lo está por much@s líderes polític@s, como tampoco por muchos agentes del aparato represivo estatal (policías, fiscales, jueces, etc.), carentes muchas veces de la formación básica en derechos humanos que debería resultar imprescindible. Pero, por desgracia (y ello explica muchas cosas), tampoco lo está por buena parte de la ciudadanía. En este sentido, la educación en derechos humanos (en todos los niveles de nuestras sociedades y en todas sus formas y manifestaciones) sigue siendo una obvia asignatura pendiente.





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