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lunes, 27 de enero de 2014

Limitar la aplicación del principio de justicia universal: de qué se avergüenzan


Parece que el gobierno español está impulsando una nueva reforma de la regulación de la competencia judicial internacional de la jurisdicción penal española, con el fin de limitar aún más (de lo que lo hizo ya la reforma de 2009) lo dispuesto por el art. 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial acerca de la posibilidad de que nuestros tribunales apliquen el principio de justicia universal, y persigan delitos (principalmente, violaciones de derechos humanos, aunque no sólo) cometidos fuera de territorio español y por individuos sin nacionalidad española, y contra víctimas no españolas.

Y parece también, que al igual que hizo el gobierno español en 2009 (¡entonces era el PSOE, ahora es el PP, tanto monta...!), el nuevo proyecto de reforma se caracteriza por el recurso a procedimientos subrepticios y acelerados: entonces fue una enmienda en el Senado al proyecto de ley que reformaba la oficina judicial (!!!); hoy, con algo menos de descaro (pero no mucho), una proposición de ley del Grupo Parlamentario Popular del Congreso de los Diputados, que se ahorrará verse sometida al informe previo preceptivo (presumiblemente, muy crítico) de los órganos constitucionales.

En ambos casos, lo que se viene a contemplar es el espectáculo de dos gobiernos que tienen muy claro lo que quieren hacer en este ámbito, y que saben muy bien las razones por las que lo hacen, pero que intentan eludir, en la medida de lo posible (aunque la exigencia de que la reforma se incorpore a una ley orgánica limita, desde luego, dicha pretensión de clandestinidad), la exposición del tema ante la opinión pública, porque tienen miedo de su reacción.

Y no deja de ser curioso, pues, dado que los casos afectados por la reforma (que tendrán que ser archivados, por falta de competencia, por los tribunales españoles que ahora los investigan, o ante los que pudieran presentarse en el futuro) se refieren en todo caso a hechos ocurridos en el extranjero y con víctimas extranjeras, la única reacción inmediatamente esperable es la del movimiento de defensa de los derechos humanos, y el sector de la opinión pública al que al mismo moviliza, el del debilísimo movimiento español de solidaridad internacional, y el de los partidos políticos más a la izquierda (pues, es obvio, el PSOE tiene poco de lo que presumir en este terreno).

Y no deja de serlo, en efecto, porque demuestra, sobre todo, un enorme grado de mala conciencia: precisamente, porque es notorio que la reforma se impulsa al haber cedido (¡otra vez!) a la presión de grandes potencias. Y porque la única explicación plausible -que no se dará, desde luego- es que la actuación justiciera de los tribunales penales españoles, para combatir la impunidad de algunas de las violaciones de derechos humanos que esas grandes potencias cometen, crea situaciones incómodas a los políticos y diplomáticos españoles, cuando se relacionan con ellas, dificultándoles cerrar ciertos acuerdos u obtener ciertos favores; puede dificultar algunos negocios sustanciosos a algunos empresarios; y puede, en fin, dificultar la carrera al servicio de la gran empresa transnacional, de algunos de dichos políticos, cuando abandonen el servicio público y quieran "cobrarse" los servicios prestados.


Es decir: no parece fácil hallar razones de interés general que justifiquen la reforma restrictiva del principio de justicia universal. O, si se quiere, sólo es posible hallar dichas razones en dos lugares. Primero, en otro modelo de crímenes internacionales: aquél en el que la definición de los mismos no se hace depender de la moralidad crítica (los hechos más graves contra los valores morales más universalmente compartidos), sino exclusivamente de las relaciones de poder (los crímenes que las grandes potencias, y otros poderes internacionales, deciden perseguir en todo momento y en todo lugar). Fue así como nació, en la práctica, la idea de crimen internacional (en Nürnberg, en Tokyo,...), desde luego. La cuestión es si, a estas alturas, tras los avances realizados desde entonces, cabe defender seriamente el retorno a tal concepto. Difícil imaginarlo.

La segunda vía para defender la reforma sería, por supuesto, el recurso a la venerable raison d'État, combinada con una concepción realista de las relaciones internacionales: la idea de que, en las relaciones internacionales, hay que llegar a acuerdos y, para ello, hay que dar cosas a las otras partes que ellas deseen de "nosotr@s". Sin embargo, la cuestión que se suscita, entonces, es doble: ¿qué es aquello que no estamos dispuestos a ceder? Y, por otra parte, ¿de verdad era imprescindible esta cesión?

Y, si la respuesta a todas las preguntas anteriores es negativa, entonces las razones que existen, y poderosas, son más bien en favor de la preservación del principio de justicia universal en nuestro Ordenamiento jurídico, y aun de la ampliación (realizada, por supuesto, con tino) de su ámbito de aplicación.

(Existe aquí una evidente diferencia con otras reformas -en el ámbito socioeconómico- impulsadas por este gobierno, también como consecuencia de la presión internacional, de la "Troika": en el caso de estas últimas, existe un discurso -el neoliberal- que permite intentar justificarlas. Pero, ¿dónde están los argumentos, sustanciales, en favor de volver a una competencia penal puramente territorial, o a una combinación de territorialidad y personalidad?)

De cualquier forma: ya nos gustaría que el gobierno se atreviese a desarrollar argumentaciones como las que acabo de esbozar más arriba, para defender su reforma. Si no lo hace, más que por prepotencia, es por cobardía: porque sería difícil defender seriamente todo lo que más arriba he esbozado. Y porque estoy seguro de que buena parte de la opinión pública no compartiría argumentos tan tristes.

En definitiva: el gobierno sabe que comete una inmoralidad indefendible (o, cuando menos, difícil de defender) y, aunque sabe que quienes nos indignamos por su sumisión a los poderes internacionales en este ámbito (sin argumento alguno que permita intentar justificarlo) no somos la mayoría de l@s ciudadan@s (por desgracia, la sensibilidad por la idea dela vigencia universal de los derechos humanos y de la responsabilidad de tod@s en protegerlos y promoverlos no está tan extendida), se esconde, intenta pasar desapercibido. Ridículo y patético espectáculo.


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