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martes, 28 de enero de 2014

Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont, 2013)


Resultará evidente para cualquier espectador(a) que contemplar Camille Claudel 1915 como un espécimen de biopic resultaría extremadamente equivocado. Es obvio, en efecto, que la película de Bruno Dumont se aleja en tres aspectos formales esencialmente de las convenciones del género. Primero, a causa de la concentración temporal de la trama, reducida a tres días del año 1915 (y no particularmente decisivos, por lo demás), lo que excluye ya por principio la posibilidad de construir el discurso retórico épico que el género del biopic presupone.

En segundo lugar, la narración de la película se sustenta sobre un trabajo extremadamente cuidadoso sobre el tiempo narrativo. Lo que se narra es, en efecto (a través de planos largos, privados de cualquier sonido extradiegético), el transcurso del tiempo: del tiempo de Camille Claudel, encerrada en al Asilo de Montdevergues, sujeta a la rutina del paso de las horas, y de los días, de los momentos de rutina propios de una institución cerrada; y de sus propios pensamientos. Los planos se concentran, pues, en mostrarnos los espacios (la naturaleza circundante, las habitaciones, los edificios) que la protagonista transita y contempla: el marco de sus emociones y pensamientos.

Y es en este marco audiovisual en el que tiene lugar el alambicado ejercicio de interpretación actoral que constituye, acaso, el mayor tour de force de la película desde el punto de vista técnico. Y es que, como es sabido, Juliette Binoche y el director afrontan al reto de elaborar la dramatización de la historia narrada mediante el recurso a personas (no profesionales) con auténticas discapacidades mentales, para interpretar a los pacientes del asilo, así como al personal que cuida de dichas personas habitualmente, para interpretar al personal del mismo. De manera que el personaje protagonista se ve obligado, en este contexto (material de filmación), a interactuar de forma efectiva y constante con personas que interpretan, sí, pero en un sentido muy especial: porque -más allá de lo que el actor más imbuido del "método Stanislavski" podría llegar a alcanzar- interpretan a personajes que son prácticamente como ellas mismas son en realidad.

De este modo, Camille Claudel es, en esta película, algo más que ese símbolo (de la creación artística y sus riesgos, de la opresión de la mujer, del uso y abuso del control social a través de la Psiquiatría,...) que se ha ido elaborando y que en otras muchas obras en torno al personaje se nos pretende vender. Aquí, Camille Claudel constituye la representación (explícitamente imaginaria -por más que el argumento de la película se apoye en escritos documentales de la época y del caso) de un personaje hundido en sus propias obsesiones enfermizas, pero que, aun así, desea y se esfuerza por preservar, y por aumentar, su espacio de libertad, en un marco social (la institución de encierro) dado, que no puede suprimir.

Es, en realidad, éste el auténtico tema de la película. La enfermedad mental de Camille parece indudable. Su resistencia y su capacidad para sobrevivir y pugnar por una vida mejor, también. Como lo es, igualmente, su incapacidad para vencer a una estructura social que (aun cuando con alguna justificación) la está aherrojando de un modo despiadado. Entonces, Camille Claudel se constituye, en el seno de esta narración, en ejemplo del cuerpo sometido (pero libre, no obstante: interactuando, pugnando,..., desvariando también); y, sin embargo, siempre resistente (y derrotado).

¿Y qué papel cumple la figura Paul Claudel (Jean-Luc Vincent), el hermano, brillante poeta católico y derechista, en todo esto? Podríamos contemplarle como la representación del poder opresor. Mas tal maniqueísmo encajaría malamente en los parámetros en los que se mueve una narración como la de Camille Claudel 1915. Y es que -y es importante advertirlo, para no equivocarse- la película no versa sobre la dominación y el poder en tanto que hechos políticos (y, consiguientemente, susceptibles de valoración moral). Sino, más bien, sobre la dominación y el poder como fenómenos materiales: sobre sus efectos sobre los cuerpos, sobre sus gestos, sus miradas, sus palabras, su piel, su modo de sentarse, de caminar, de vacilar,...

Una dominación y un poder que surgen, a veces (muchas veces), de la razón. Que, a veces (algunas veces), resultan moralmente justificables, o absolutamente necesarios, y aun beneficiosos. Pero que, en todo caso (y tal sería la enseñanza), se oponen, ineluctablemente, al sentido que los cuerpos humanos, en tanto que cuerpos en el mundo, conllevan. Pues, en último extremo, cuerpo y razón (y todo cuanto de la razón emana: poder, pero también moralidad) se oponen siempre. Ineluctablemente, sin remedio. (¿Quién deba triunfar en cada caso? Es esa otra cuestión, bien diferente...)




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