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jueves, 7 de noviembre de 2013

Gravity (Alfonso Cuarón, 2013)


Realmente, dentro de Gravity hay dos películas que son por completo diferentes. Está, de una parte, la convencional historia de la heroína (Sandra Bullock, tan carente de capacidad interpretativa como acostumbra) que, enfrentada a innumerables y casi invencibles obstáculos, es capaz de sobreponerse, superar sus propios miedos y triunfar en la persecución de su objetivo (la supervivencia), contra todo pronóstico. Hasta aquí, como digo, una historia, banal, mil veces vista, en la que los efectos especiales son protagonistas de las imágenes de dificultades, obstáculos y medio hostil (el espacio) que la heroína ha de enfrentar.

Pero existe también -y esto es más interesante- otra película, subyacente (asfixiada, claro está, por motivos comerciales, dentro de la primera): una verdadera space opera, en el sentido más literal de la expresión. Una película que resurge cuando, mediante cierto esfuerzo mental, somos capaces de orillar los diálogos, y las escenas de acción (y de efectos especiales), para quedarnos con lo que resta.

Una película en la que el protagonismo queda en manos de unas cautivadoras imágenes (excelente manejo de la cámara y del montaje, y espléndido empleo de la tecnología 3D). Unas imágenes acerca de la inmensidad del cosmos, de la insignificancia del ser humano y de sus desvelos dentro de él. Pocas veces podemos, como en esta reconstrucción, aproximarnos de un modo tan sensitivo a la fascinación cosmológica. Desde este punto de vista, la película se convierte en un pequeño poema visual, lírico, sugestivo (aunque, por supuesto, carente de originalidad: nada de lo que vemos podría sorprender a un astrónomo, mas sí al gran público).

Aunque para ello tengamos que apartar de nuestra mente, al verla, ristras de planos de una actriz manoteando y componiendo rostros de tensión, más bien irrelevantes.


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