La vie d'Adèle es, en realidad, la narración de la historia de un cuerpo: del cuerpo de Adéle, del cuerpo de una adolescente a la busca de las fuentes del deseo, sexual y erótico, amoroso. Mas un cuerpo humano no es sólo -aunque también- un conjunto organizado de materia y energía, en evolución y corrupción. Necesariamente, por el contrario, se constituye siempre también en signo de sí (del "sujeto" que se pretende que se expresa a través de los gestos de ese cuerpo): ante l@s demás, desde luego, pero también (y acaso principalmente) ante sí mism@.
De este modo, la cámara de Abdellatif Kechiche explora, en efecto, de forma detenida, morosa, cada uno de esos gestos, conscientes e inconscientes, en los que el cuerpo-Adèle pretende estar representando al sujeto-Adèle: los mohínes, las lágrimas, las sonrisas, las caricias, los roces, los lametones, los jadeos, los espasmos,... las palabras y las miradas. Es ese cuerpo-Adèle (ese signo-Adèle) lo que aparece siempre como objeto central de atención en la composición de los planos (que, sin embargo, no necesariamente respetan -antes al contrario- las convenciones clásicas a la hora de ubicar la figura humana dentro del plano). Lo demás (las demás personas, en particular) aparecen y desaparecen de las imágenes básicamente en función de cómo se relacionan (sus cuerpos, sus palabras, sus gestos, etc.) con ese cuerpo-Adèle, con ese signo-Adèle, siempre comunicante.
Es, precisamente, esta construcción de toda una estructura de comunicaciones y de codificaciones del significado de los cuerpos humanos (deseantes, apasionados) en acción, y en relación, lo que exige -esta vez sí, no hay exceso superfluo- que la narración dure las tres horas que dura. Porque sólo así podemos llegar, en tanto que espectador@s de la historia y vicisitudes del cuerpo-Adéle, a hacernos con todas las claves (bueno, con la mayoría, queremos pensar) que permiten interpretarlo, e intentar comprenderlo.
Una interpretación y una comprensión que, al cabo, nos colocan delante de un sujeto que se revela incapaz de superar una fijación desaforada con la pasión. Adèle (Adèle Exarchopoulos), así, y a diferencia, por ejemplo, señaladamente de su amada Emma (Léa Seydoux), pero también del resto de personas con las que llega a mantener alguna relación amorosa, parece operar exclusivamente sobre la base de su necesidad de experimentar, constantemente, con el éxtasis de la pasión: sexual o simplemente afectiva. Pero, en todo caso, incapaz de afrontar el hecho -ineludible- de que las pasiones se extinguen. Y de que, en todo caso, la pasión no es capaz de rellenar todos los momentos de ninguna vida normalizada.
Solamente así, desde esta perspectiva (de la carencia de normalización del cuerpo-Adèle, del sujeto-Adèle), resulta posible intentar dotar de sentido al errático comportamiento del personaje, en el que las reacciones corporales y emocionales -morosamente exploradas por las imágenes- parecen ser, en realidad, "todo lo que hay" (y es relevante), en la existencia de Adèle. Todo lo que hay, sí, pero que obviamente no es ni con mucho suficiente para ensayar una vida normal(izada).
La paradoja -que la película también narra- es que, precisamente, tal ausencia de normalización en la forma de abordar el propio cuerpo y su relación con l@s demás (y las emociones que el cuerpo incorpora y canaliza) acaba por producir en Adèle otra forma de normalización, que es la que su personaje encarna al final de la trama: la del sujeto reprimido e impotente. Y es que, en realidad (parece indicarnos la historia), no hay atajos fuera de los procesos normal(izador)es de socialidad y de psiquismo.
Por supuesto, contemplado en términos prácticos (que, por lo tanto, asumen como condición necesaria la normalización de las conductas desde los poderes), se trata de un comportamiento "irracional". Mas esto, en realidad, carece de interés (puesto que de una ficción se trata), si no se incurre en el vicio de pretender emplear con fines propagandísticos las artes narrativas. Más importante es, me parece, el hecho de explorar tal posibilidad (la de la existencia no normalizada), generalmente vista siempre como ignota e innacesible.
Y hay que preguntarse también, finalmente, cuál es el papel que cumple la narración cinematográfica de la película, la puesta en forma audiovisual de esa incapacidad del cuerpo-Adèle para la normalización (una incapacidad cuyas raíces nunca son exploradas, sino que tan sólo es narrada desde una perspectiva esencialmente behaviorista): si -expresado en otros términos- no podría suceder que las imágenes normalizasen (de cara al/a espectador(a)) lo que en la trama de la narración no lo está en ningún caso.
No obstante, hay que reconocerlo, tal riesgo -que sin duda existe, y es grave- nunca llega a realizarse: porque (en contra de lo que se podría temer) las escenas y secuencias que el director compone (con la cámara y con el montaje, principalmente) preservan de un modo suficiente su naturaleza esencialmente enigmática. De manera que, aun después de verlas, necesitamos reflexionar una y otra vez para intentar -como yo ahora precisamente estoy ensayando- determinar sus sentidos posibles, sus conexiones intencionadas e inconscientes, su potencia connotativa. Ello es indicativo de un respeto por parte del narrador hacia la historia narrada digno de ser destacado (porque, por desgracia, no resulta usual): no se impone, desde el poder (aquí, desde el monopolio sobre la voz narrativa) una única interpretación posible (en lo teórico, que siempre implica de algún modo ciertas consecuencias en el plano práctico, al menos sugeridas) de lo visto/ oído.
Se mantiene, pues, la esencial indeterminación semántica de la imagen narrativa. (Que ha de ser incorporada -al igual que ese cuerpo-Adèle de la trama...- a estructuras, de praxis social y de significación, para cobrar algún sentido. Mas es ésta una delicada operación, que debía evitar acometer el director, reservando tal tarea para que la llevemos a cabo, de modo plural, las comunidades -diversas- de espectador@s.)