Esta trilogía de ensayos que Ernst Jünger publicó a comienzos de los años 30 del pasado siglo (hay traducción castellana de los tres en Tusquets) constituyen su principal intento de sintetizar y elaborar de forma teóricamente sofisticada las ansiedades que recorrían a la derecha antiliberal más inquieta (esa "revolución conservadora", que dio lugar al nacionalsocialismo, sí, pero también a pensadores brillantísimos, como el propio Jünger o Carl Schmitt).
Unas ansiedades que, en esencia, pasaban por la dificultad para aceptar la normalización liberal. Normalización interna, de una sociedad de masas y diversa, en la que el sentido aristocrático se va desvaneciendo y la integración social va a transitar por caminos distintos del tradicional de la deferencia. Pero también una normalización internacional, puesto que las naciones -y, por lo que a los conservadores interesaba, también Alemania- se han de reconocer ya integradas en una división internacional del trabajo que las supedita a fuerzas multinacionales (como supieron ver bien tantos pensadores, marxistas o no, de aquel momento, el proceso de "globalización" -permítaseme emplear este vago término, por mor de la simplicidad- continuaba su curso inexorablemente). En este contexto, la inquietud explícita de los conservadores (puesto que, por supuesto, detrás se dejaban adivinar otras ansiedades de estatus, mucho menos espirituales, pero tanto o más efectivas) fue: ¿cómo es posible conservar el ideal de excelencia, el de heroísmo, en una sociedad normalizada? Nietzsche había llamado ya, en este sentido, a la rebelión contra la normalización, a un esfuerzo del ser humano para construirse como Über-Mensch. Pero serán los pensadores de la "revolución conservadora" los que aborden más explícitamente la faceta inevitablemente política que dicha construcción requeriría.
A este respecto, mientras que la mayoría de la derecha antiliberal (nacional-socialismo incluido, a pesar de algunos jugueteos iniciales, más bien retóricos, con la idea de revolución) optó por la retirada a los campos de la reacción, en un intento -desesperado- por reconstruir un (imaginado) pasado floreciente, la apuesta de Jünger es otra: superar a la sociedad burguesa "por elevación", asumiendo todas las implicaciones necesarias de la tecnificación y ponerlas al servicio de una nueva heroicidad. Claro está que tal nueva heroicidad habría de ser, en el planteamiento de Jünger, de índole colectiva: de sociedades enteras (en su terminología: de "naciones"). De manera que un nuevo tipo (en el sentido del término alemán Typus: tipo ideal), de individuo y de sociedad, empleando la técnica como instrumento, con toda su potencialidad, de forma máximamente racional (y tomando como modelo máximo de racionalidad el empleo que de la técnica se hace en la guerra moderna: un empleo guiado exclusivamente por fines instrumentales, sin que entren en juego en ningún caso consideraciones de índole moral), podría alcanzar niveles de excelencia: una nueva virtud, alejada de la mediocridad propia del "pensamiento burgués" (el pensamiento, según Jünger y la derecha antiliberal, de la conciliación, del miedo, de la búsqueda de la comodidad y de la seguridad a cualquier precio). El "trabajador", la "sociedad del trabajo", la "sociedad del plan", la "construcción orgánica", son todas metáforas que pretenden dar una expresión más plástica a lo que, en último extremo, no es sino la utopía de una sociedad heroica y modernista.
Resulta, desde luego, fácil hallar materia para la crítica frontal en una construcción teórica como la que se acaba de sintetizar: tanto los puntos de partida (esencialmente conservadores) como el método de análisis (idealista), como las consecuencias prácticas (amoralismo, exaltación de la racionalidad instrumental, elogio de la dominación, autoritarismo), pueden y deben ser criticados acerbamente, como manifestaciones de un pensamiento que -aunque explicable, por las ansiedades propias de los tiempos y de ciertas clases sociales- no fue capaz de acertar con las claves de los cambios histórico-sociales de que estaba siendo testigo.
No obstante, hacer una crítica de tal tesitura, frontal y directamente descalificadora, me parece banal, a estas alturas de los tiempos. Por el contrario, creo más interesante preguntarnos si hemos de arrumbar al baúl de la historia de las ideas todo este conjunto de obras y de pensamientos o si, por el contrario, aún pueden seguir interpelándonos (como, desde luego, hicieron con los pensadores de la época, incluidos los más progresistas: recuérdese el interés de -entre otros- Walter Benjamin y, en general, de la Escuela de Frankfurt por el pensamiento de la "revolución conservadora") en algún aspecto.
A mi entender, dos son las facetas en las que podemos seguir leyendo las obras de Jünger que comento y -sobre todo- reflexionando a partir de las mismas con algún provecho. De una parte, es claro que Der Arbeiter, como toda obra literaria utópica, constituye antes una imagen que una descripción: la imagen que perfila los rasgos más prominentes de una determinada sociedad, tecnificada y que intenta hacer el uso óptimo de dicha tecnificación, para impresionarlos en el imaginario del lector (y, en el mejor de los casos, de la ideología dominante). Esta imagen, y el uso que es posible hacer de ella, suscitan la cuestión, aún irresuelta, de la forma más razonable de inserción de la(s) técnica(s) en la sociedad. La razón liberal, en efecto, parece haber apostado de manera irrestricta por el ensueño de la liberación a través de la técnica, cuando menos como modo de eludir los dilemas morales y políticos que la persistencia de la dominación suscita en su ideología. Buena parte de la izquierda anticapitalista, en cambio, se ha vuelto decididamente tecnófoba (y, en una parte no despreciable, anticientífica). Pero, entre ambos extremos, lo cierto es que seguimos sin poseer un diseño adecuado para introducir razonablemente, y con efectos emancipatorios, la técnica en la vida social. Es claro que el ensueño tecnocrático de Jünger no es el camino. Pero, puesto que hasta ahora las sociedades capitalistas se parecen más -y, además, de modo creciente- a dicho modelo que a cualquier otro, conviene no perderlo de vista, a la hora de realizar el debate, necesario, acerca de esta cuestión.
En segundo lugar, creo también que otra de las cuestiones suscitadas por el pensamiento reaccionario más lúcido (aquí, por el existencial, puesto que el mejor pensamiento político reaccionario, el de Carl Schmitt, transitó por otros caminos), la del heroísmo, sigue resultando pertinente. En efecto, hoy podemos decir ya, con mucho mayor fundamento de los que tenían Jünger y otros denunciantes prematuros de la "sociedad de masas", que al menos tenían razón cuando alertaban de que una sociedad de tal índole podía abocar a la imposición de la mediocridad como paradigma social. Porque, hoy, resulta ya evidente que los efectos igualadores (más en el plano ideológico que en el real, todo hay que decirlo -pienso en la ideología de la "clase media" como ejemplo evidente) de la masificación son demasiado fácilmente transformables, mediante su manipulación, en una ideología de la "mesocracia"... y, en definitiva, de la mediocridad. Yo, que vivo y sufro el sistema universitario español, sé de lo que hablo: la mirada de sospecha hacia la excelencia, la norma (no escrita) de no sobresalir, de no separarse del rebaño, de sujetarse a los hábitos, de no pensar ni actuar por propia cuenta, son todas ellas pautas que son justificadas, en nuestra universidad (cuando lo son), a partir de ideas supuestamente igualitarias y "progresistas". Traslade cada uno la experiencia a su ámbito y tradúzcala como conviene: comprobará que no es inusual.
Por supuesto, la cuestión no es -como pretende el pensamiento elitista- retroceder en igualdad, o reservar ciertas posiciones sociales a "minorías selectas". La experiencia histórica nos dice que la mediocridad y el conformismo han existido siempre. Y que la desigualdad no es garantía de excelencia. Y que las élites son tanto o más mediocres y corruptas que el común de la ciudadanía. (Dicho sea de paso: es eso lo que me molesta de la mayor parte de las críticas -por lo demás, fundadas- a la "mesocracia" universitaria española, que se apoyan en una "ideología de la excelencia", elitista, que me parece, por las razones que acabo de exponer, altamente sospechosa. Pues no me creo que las élites universitarias españolas, ni las actuales ni las anteriores, tengan mucho que enseñarnos en materia de -verdadera- excelencia.)
Pero esto tampoco quiere decir que el tema esté cerrado. Antes al contrario, lo cierto es que la cuestión de los modelos (vitales, sociales) de excelencia sigue más abierta que nunca; y resulta tanto más urgente abordarla. Pues, desde el punto de vista existencial, la vida de mediocridad que se ofrece como modelo hegemónico (de aurea mediocritas, en el mejor de los casos, de ciertas clases sociales mejor ubicadas dentro de la estructura social... cuando no de pura precariedad, también mediocre, para las grandes masas) resulta insoportable, indigna de ser vivida. Y, por otra parte, desde el punto de vista político, dicha mediocridad existencial (con su carga de frustración, depresión, consumismo, banalidad, frivolidad, inconsciencia,...) constituye el correlato perfecto, desde el punto de vista funcional, de una sociedad perfectamente integrada en condiciones de dominación no cuestionadas. Es decir, que no se trata solamente de un problema de preferencias personales (como el pensamiento liberal tendería a sostener): no parece posible, en efecto, una sociedad emancipada, liberada de dominación, que no sea también una sociedad que proporcione modelos de excelsitud como metas alcanzables y deseables para sus ciudadan@s.
Desde luego, una sociedad perfectamente integrada, en su mediocridad homogénea, que no cuestiona ninguna de las estructuras de la dominación, no deja de ser una pura distopía: un (contra-)modelo ideal, inexistente en la realidad, en la que siempre existirá (en mayor o menor medida) cotas de excelencia y brotes de rebeldía. No obstante, conviene no perder de vista la cuestión central: las tareas de la emancipación pasan, desde luego, por la eliminación de estructuras de dominación y por la promoción de la igualdad efectiva entre individuos y grupos sociales. Pero han de pasar también, a mi entender, por la reflexión sobre la vida buena; y también sobre la vida excelente, la más deseable que l@s ciudadan@s deberían perseguir e intentar alcanzar.
En este sentido es en el que creo que cobran todo su valor las críticas frontales -a veces, un tanto desaforadas- del pensamiento reaccionario y de Jünger a la normalidad burguesa. Porque debemos ser conscientes de que sólo otra vida (otro modelo de vida) puede conducir y hacer posible otra sociedad. Porque con la vida que ahora tenemos (o la mayoría tienen) la emancipación no es imaginable. Ni la vida merece ser vivida.
Tales son las cuestiones a las que habremos de buscar respuesta...
En segundo lugar, creo también que otra de las cuestiones suscitadas por el pensamiento reaccionario más lúcido (aquí, por el existencial, puesto que el mejor pensamiento político reaccionario, el de Carl Schmitt, transitó por otros caminos), la del heroísmo, sigue resultando pertinente. En efecto, hoy podemos decir ya, con mucho mayor fundamento de los que tenían Jünger y otros denunciantes prematuros de la "sociedad de masas", que al menos tenían razón cuando alertaban de que una sociedad de tal índole podía abocar a la imposición de la mediocridad como paradigma social. Porque, hoy, resulta ya evidente que los efectos igualadores (más en el plano ideológico que en el real, todo hay que decirlo -pienso en la ideología de la "clase media" como ejemplo evidente) de la masificación son demasiado fácilmente transformables, mediante su manipulación, en una ideología de la "mesocracia"... y, en definitiva, de la mediocridad. Yo, que vivo y sufro el sistema universitario español, sé de lo que hablo: la mirada de sospecha hacia la excelencia, la norma (no escrita) de no sobresalir, de no separarse del rebaño, de sujetarse a los hábitos, de no pensar ni actuar por propia cuenta, son todas ellas pautas que son justificadas, en nuestra universidad (cuando lo son), a partir de ideas supuestamente igualitarias y "progresistas". Traslade cada uno la experiencia a su ámbito y tradúzcala como conviene: comprobará que no es inusual.
Por supuesto, la cuestión no es -como pretende el pensamiento elitista- retroceder en igualdad, o reservar ciertas posiciones sociales a "minorías selectas". La experiencia histórica nos dice que la mediocridad y el conformismo han existido siempre. Y que la desigualdad no es garantía de excelencia. Y que las élites son tanto o más mediocres y corruptas que el común de la ciudadanía. (Dicho sea de paso: es eso lo que me molesta de la mayor parte de las críticas -por lo demás, fundadas- a la "mesocracia" universitaria española, que se apoyan en una "ideología de la excelencia", elitista, que me parece, por las razones que acabo de exponer, altamente sospechosa. Pues no me creo que las élites universitarias españolas, ni las actuales ni las anteriores, tengan mucho que enseñarnos en materia de -verdadera- excelencia.)
Pero esto tampoco quiere decir que el tema esté cerrado. Antes al contrario, lo cierto es que la cuestión de los modelos (vitales, sociales) de excelencia sigue más abierta que nunca; y resulta tanto más urgente abordarla. Pues, desde el punto de vista existencial, la vida de mediocridad que se ofrece como modelo hegemónico (de aurea mediocritas, en el mejor de los casos, de ciertas clases sociales mejor ubicadas dentro de la estructura social... cuando no de pura precariedad, también mediocre, para las grandes masas) resulta insoportable, indigna de ser vivida. Y, por otra parte, desde el punto de vista político, dicha mediocridad existencial (con su carga de frustración, depresión, consumismo, banalidad, frivolidad, inconsciencia,...) constituye el correlato perfecto, desde el punto de vista funcional, de una sociedad perfectamente integrada en condiciones de dominación no cuestionadas. Es decir, que no se trata solamente de un problema de preferencias personales (como el pensamiento liberal tendería a sostener): no parece posible, en efecto, una sociedad emancipada, liberada de dominación, que no sea también una sociedad que proporcione modelos de excelsitud como metas alcanzables y deseables para sus ciudadan@s.
Desde luego, una sociedad perfectamente integrada, en su mediocridad homogénea, que no cuestiona ninguna de las estructuras de la dominación, no deja de ser una pura distopía: un (contra-)modelo ideal, inexistente en la realidad, en la que siempre existirá (en mayor o menor medida) cotas de excelencia y brotes de rebeldía. No obstante, conviene no perder de vista la cuestión central: las tareas de la emancipación pasan, desde luego, por la eliminación de estructuras de dominación y por la promoción de la igualdad efectiva entre individuos y grupos sociales. Pero han de pasar también, a mi entender, por la reflexión sobre la vida buena; y también sobre la vida excelente, la más deseable que l@s ciudadan@s deberían perseguir e intentar alcanzar.
En este sentido es en el que creo que cobran todo su valor las críticas frontales -a veces, un tanto desaforadas- del pensamiento reaccionario y de Jünger a la normalidad burguesa. Porque debemos ser conscientes de que sólo otra vida (otro modelo de vida) puede conducir y hacer posible otra sociedad. Porque con la vida que ahora tenemos (o la mayoría tienen) la emancipación no es imaginable. Ni la vida merece ser vivida.
Tales son las cuestiones a las que habremos de buscar respuesta...