Desde la perspectiva de -como quien esto escribe- un lector occidental (y no experto en literatura japonesa), este largo trenzado de historias, fundamentalmente amorosas, alrededor de la figura de Genji, el "príncipe resplandeciente", así como de sus sucesores, posee ante todo (además de servirnos para una aproximación -siquiera sea superficial- a la historia de Japón, a su tradición cultural y a una parte de esta última particularmente poco atendida en nuestros -muy someros- conocimientos sobre la misma: la época Heian, previa a cuanto solemos identificar hoy con la cultura japonesa) el interés de colocarnos ante tres hitos notables en la historia de la literatura mundial.
(Hay dos traducciones castellanas recientes, una en Destino y otra en Atalanta, aunque ninguna de ellas es directa del japonés, sino de ediciones anglosajonas o alemanas previas.)
En primer lugar, hallaremos, en una obra escrita en el siglo X (piénsese en qué se estaba escribiendo en Europa en aquel tiempo), una verdadera continuidad narrativa, tanto por lo que se refiere a la trama como por lo que hace a la personalidad psicológica de los personajes protagonistas. Y ello para construir una auténtica historia, trabada, en la que los acontecimientos se van encadenando, modificando la psique del héroe y conduciéndole hacia su destino. Esta continuidad narrativa (más próxima, desde luego, a la que lograron autores tempranos de la tradición novelística europea, como Miguel de Cervantes o Henry Fielding, que a la férrea unidad dramática que luego se instaló, desde finales del siglo XVIII, en dicha tradición como forma canónica -hasta la rupturas vanguardistas del siglo XX, que, pese a todo, no han podido impedir que siga siendo aún hoy la forma usual de la novela occidental más convencional) resulta notable, puesto que contrasta con la más habitual (desde luego, es lo corriente en la literatura medieval europea, pero también parece serlo en otras tradiciones, como la india, la persa, la árabe, etc.) acumulación de historias, con un tenue hilo conductor. Aquí, en efecto, la acumulación de episodios no es tan sólo una mera yuxtaposición, sino que tiene lugar una integración de los mismos en un sentido último.
En segundo lugar, es de destacar la extraordinaria morosidad con la que la narración se detiene en la descripción de los rituales, y de los sentimientos, construidos en torno al deseo erótico, a la seducción y a la efectiva interacción sexual y afectiva de los varones con las mujeres. (Aquí, el orden no es arbitrario, puesto que, en una sociedad extremadamente patriarcal, son los varones los que dominan el espacio público y, por ello, suelen tomar la iniciativa.) Y hay que destacar, en efecto, esta característica del contenido dramático de la narración, porque resulta también digno de atención el hecho de que sea capaz de bascular, en un delicado equilibrio, entre la crudeza del erotismo más abierto y la tentación de la idealización, sin escorarse en exceso hacia ninguno de los dos extremos. Aquí, los varones desean, expresan su deseo, reflexionan sobre el mismo e intentan darle curso (de diversos modos: hay varones expeditivos, como Niou, hay otros indecisos, como Kaoru, y otros aún, como el mismo Genji, que vacilan entre la moderación y el exceso, la prudencia y el desencanto). Pero dicho deseo sexual no es realizado del modo más directo, sino que ha de pasar por una serie de ritos de interacción, con la mujer deseada. Ritos que (aunque, desde luego, no satisfarían a un sujeto occidental contemporáneo partidario de la igualdad de géneros) poseen sus propias reglas, de lo que es y no es apropiado, en el proceso de seducción. (Y en las que, por cierto, la delectación estética, respecto de la mujer deseada, pero también del entorno sensorial en el que la misma se mueve -olores, sonidos, colores, etc.- cumple un papel destacadísimo. De ahí la importancia que poseen también en la narración la música y la poesía, en tanto que mecanismos de interacción entre los personajes.) Porque, y esto es nuevamente digno de ser notado, la narración no culmina nunca en el momento de la seducción, de la obtención de la primera satisfacción sexual, sino que se prolonga en largas relaciones entre varones y mujeres (de mujeres sometidas por largo tiempo a una relación con un varón), que evolucionan. Y en las que, por ello, las mujeres expresan también su propia subjetividad. De manera que los personajes femeninos de Genji Monogatari son tan relevantes, y tan complejos y elaborados, como los masculinos, si no más: frente a esas máquinas deseantes, basculando entre el impulso, la satisfacción y la frustración, que parecen ser los varones, las mujeres aparecen en la narración como sujetos más sofisticados, en su capacidad para interactuar -aun dentro de su sumisión, sexual y social- de modos más diversos, y constructivos.
Por supuesto, es seguro que una parte importante de estas descripciones de los ritos de emparejamiento y de relación sexual de la aristocracia heian (puesto que, desde luego, la obra, escrita por una cortesana, no tiene ojos para el pueblo, que aparece tan sólo, y muy someramente, como trasfondo de algún episodio -el pueblo está representado únicamente por los criados y criadas de los señores) no es más que una idealización. Puesto que conocemos, por los estudios históricos, que las relaciones matrimoniales estaban en realidad guiadas, en aquel entorno social, por consideraciones mucho más pragmáticas e instrumentales (alianzas políticas, objetivos patrimoniales, etc.). Y porque podemos imaginar que las relaciones serían un tanto más violentas, y descarnadas, a veces, que como en la narración se nos presentan. De cualquier forma, es interesante atender al esfuerzo de la narración por describir de forma detallada y -pese a todo- realista un ambiente social tan específico, y ser capaz de introducirnos en los esquemas mentales de aquella aristocracia, de volvernos comprensible, y susceptible de identificación, tal posición social. Esta capacidad revela unas aptitudes narrativas (de observación, pero también de elaboración verbal ulterior) verdaderamente extraordinarias.
Por fin, la tercera característica reseñable de Genji Monogatari es su capacidad para incorporar una reflexión acerca del sentido de la existencia humana. La obra está penetrada en toda su extensión por formas de ideología religiosa budista. Pero lo importante no es tanto eso (si sólo fuera eso, estaríamos ante otra obra más, de tantas que ha dado la historia de las religiones, de literatura sapiencial o ejemplarizante) como el hecho de que, al hilo de las creencias budistas, los personajes (masculinos, sobre todo) de la narración se interrogan de forma casi constante acerca del destino que les espera, de si su vida irá hacia mejor o hacia peor, de si verdaderamente tiene sentido esforzarse en actuar, de las causas (metafísicas) de sus actuales vicisitudes, etc.
Es decir, nos hallamos ante una narración que no es sólo (aunque también) la enunciación de una trama dramática de episodios, o la descripción de un ambiente social: trama y descripciones están al servicio de un constante interrogatorio acerca del sentido de la existencia humana. De modo que, al cabo, el significado último de la narración, expresado particularmente en su última parte (los denominados "libros de Uji"), no resulta particularmente esperanzador (visto con ojos ateos): tan sólo la renuncia, a toda felicidad, permite al ser humano subsistir en su propio ser, en su propia subjetividad; cualquier otra alternativa, que no sea la liberación de los propios deseos, conduce al infortunio. (Pese a todo, es lo cierto que los personajes de la narración se resisten a tal conclusión, y continúan ansiando, aun cuando ello redunde en su propio extravío...) Mensaje este que, esparcido a lo largo de la narración, dota a la misma de su tono inequívoca (y peculiarmente) melancólico...