Son al menos dos los enfoques que es posible adoptar cuando un@ se enfrenta a una serie como Homeland. (Serie que, por lo demás, se reviste de los estándares habituales, tanto dramáticos como visuales, en las actuales producciones televisivas norteamericanas "de calidad".)
Por una parte, podemos destacar cuánto ha "avanzado" -en un cierto sentido- la presentación audiovisual de fenómenos como el "terrorismo" y la War on Terror. En efecto, frente a visiones maniqueas y/o extremadamente nacionalistas, en Homeland hallaremos a unos "terroristas" humanos (y norteamericanos), con motivos comprensibles, dignos cuando menos de nuestra compasión, si no de nuestra empatía. Y también a unos órganos de seguridad e inteligencia, los de los Estados Unidos de América, corroídos por la burocracia y la politiquería, incapaces de cumplir adecuadamente su misión. Una misión que, por lo demás (y aquí estribaría el "mensaje" político más cáustico de la serie), sólo es posible cumplir de un modo algo satisfactorio... si se adopten actitudes cercanas a la paranoia y al delirio persecutorio, como las que Carrie Mathison (Claire Danes) asume, a causa de su enfermedad mental, y que le permiten pasar por encima de procedimientos y de cautelas, para lograr encontrar esa "verdad" que todos, en el aparato securitario, dicen buscar.
De todos modos, tampoco deberíamos lanzar las campanas al vuelo: al fin y al cabo, el discurso político de la serie, aunque más matizado, sin duda alguna, que el más burdo que solemos oír a los políticos norteamericanos, no se aparta tanto, en realidad, de la vieja idea del "¡Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor!". Es decir, de la idea de que, aunque la causa es buena, no lo son tanto sus servidores. O, de otro modo, del ensueño de que una "buena policía" (aquí, un buen servicio de inteligencia) podría liberarse de limitaciones organizativas y de intereses y serviría fielmente a unos ideales que, en último extremo, son dignos de ser servidos. (Eso sí: como antes decía, ciertamente la serie presenta esta idea como un auténtico ensueño, improbable.)
No creo, no obstante, que deba interesarnos tanto aquí este debate sobre las ideas políticas que Homeland deja traslucir: siempre he pensado que resulta absurdo pretender que una producción audiovisual de origen industrial -como la que comento- asuma de forma coherente un enfoque político radical (aquí: anti-imperialista). Por lo que es más sensato buscar, en dicha clase de producciones, más bien formas de mostrar la realidad que representen de modo suficientemente adecuado su complejidad y -especialmente- aquellas facetas de la misma habitualmente ignoradas.
En este sentido (y tal sería el segundo enfoque que propongo para aproximarnos a Homeland), el mayor pero que se puede poner a la serie no obedece a su visión -al fin y al cabo, todavía nacionalista- del estado norteamericano y de sus intereses y objetivos, sino más bien a su notoria reticencia a penetrar en el trasfondo político del fenómeno del "terrorismo". Siguiendo en esto una larga tradición, tanto literaria como cinematográfica, Homeland se conforma con retratar a unos personajes que, en ambos lados del conflicto, obran esencialmente por motivos hondamente personales, emocionales: el trauma de comprobar cómo murió un niño, la sensación de fracaso, personal y profesional, al ser incapaz de evitar un atentado. Otra vez, por lo tanto, el componente político, inherente a toda acción armada "terrorista", queda relegado al trasfondo. Tan al fondo, en realidad, que los personajes no llegan siquiera a plantearse si existen en verdad razones políticas para su lucha. Algo que, acaso, resulte verosímil para un personaje que forme parte de la organización estatal: es sabido que estas organizaciones tienen mecanismos sobrados para suscitar obediencia y lealtad, más allá de las razones morales y políticas objetivas que existan en cada caso para prestársela, a una organización o a una práctica política concreta. Sin embargo, esta ausencia de cuestionamiento de las razones políticas de sus acciones parece bastante más artificiosa en el caso del "terrorista": ¿de verdad puede pensarse que un soldado norteamericano "de élite", convenientemente adiestrado y adoctrinado, puede ser "dado la vuelta", hasta convertirle en agente de un grupo armado, a base de tortura y, luego, del trauma de la muerte de un niño? Parece -otra vez- más un ensueño distópico y algo paranoico (al modo de The Manchurian candidate) que un intento de representación de la realidad...
La cuestión, entonces, es que lo que la serie acaba por mostrarnos es un drama íntimo (varios, en realidad): la interacción de unos individuos atrapados en una situación de conflicto político, que atrapa sus emociones, las manipula y las limita. Que actúan en todos los casos arrastrados por una lealtad, por unas lealtades (entrecruzadas y conflictivas), que les colocan continuamente ante la necesidad de resolver dilemas morales y de afrontar altos grados de ansiedad emocional. Y que se interrelacionan experimentando todas las emociones propias de un conflicto de familia: porque como tal no es presentado (de nuevo, la connotación política no es inocente) el conflicto entre "terroristas", norteamericanos, y servidores del estado norteamericano.
Unos individuos que -hay que advertirlo- son solamente algunas de las partes del conflicto. Son, primero, meros ejecutores, los diseñadores del conflicto, los líderes permanecen en el trasfondo de la narración. Y son, además, tan sólo combatientes, ya que también permanecen en un constante segundo plano las víctimas inocentes de sus acciones (de las torturas, de las "desapariciones" y encarcelamientos arbitrarios, de los homicidios policiales, de las bombas, etc.). Sin duda, esta opción por excluir prácticamente del ámbito de la narración a un@s y a otr@s -sobre todo, a las víctimas- ha de ser comprendida como un acto muy significativo desde el punto de vista político...