Esta novela de V. S. Naipaul (hay traducción española reciente en Mondadori, Barcelona, 2010) viene a presentar una suerte de visión distópica acerca de las posibilidades de transformación revolucionaria en los Estados postcoloniales del Sur global. Es importante recordar que la obra fue publicada originalmente en 1975. En aquel momento, era evidente que la novela de Naipaul pretendía constituir una acre respuesta a las ilusiones y a las teorías acerca de las revoluciones de cuño "tercermundista" que venían intentándose, con diverso éxito, y que inspiraban también en tan gran medida a las izquierdas del Norte.
En este sentido, en tanto que visión distópica, la narración de Naipaul opera (como siempre lo han hecho las utopías, desde los inicios de género) por inversión: los blancos liberales son ingenuos y cobardes, las mujeres europeas comprometidas van buscando su propia satisfacción (experiencias, sexo, exotismo, "emociones fuertes", etc.), los pretendidos líderes revolucionarios negros en realidad son vulgares criminales comunes con ansias de grandeza,... Y solamente algunos individuos instalados en el marco del sistema (del imperialismo occidental que domina y explota las riquezas de la innominada isla caribeña en la que la historia narrada se desarrolla) pueden ser vistos como personajes aceptablemente "positivos": el blanco acaudalado y el político negro ascendente, que comprenden que verdaderamente "hay demasiados locos" en la isla, por lo que ninguna revolución, con resultados positivos, es posible ni esperable; todo es retórica, todo es farsa.
Pero Naipaul no se limita a presentar de forma calmosa su distopía, sino que intenta transmitir un estado anímico próximo a la histeria en todos los habitantes de la isla, que sería lo que explicaría sus veleidades revolucionarias. Podríamos decir, entonces, que Naipaul se hace trampas aun en su propio juego. Puesto que, si la revolución fuese un ensueño, no resultaría imprescindible que l@s soñador@s resultasen ser "pobres locos": bastaría con que fuesen políticamente impotentes.
Naipaul, sin embargo, abunda en narrar escenas que pretenden acumular tensión en torno a los acontecimientos: amenazas de violencia, señales ominosas, conversaciones nerviosas y asustadas. Todo ello, por supuesto, culminando con la explosión de violencia, sexual y física, en la conclusión de la novela. Y su ocultamiento -y, por consiguiente, condonación- por parte de los occidentales, con tal de preservar el statu quo. Hay que decir, no obstante, que la violencia ambiental resulta, de hecho, poco convincente en su descripción literaria; acaso la parte más débil de la novela.
Por supuesto, cabe cuestionar la visión política (abiertamente contrarrevolucionaria) de Naipaul: en este aspecto político, es obvio que su novela (como, por cierto, otras muchas que han tratado el tema) se aproxima más a un panfleto que a ningún intento de penetrar en las entrañas de las complejidades de los procesos revolucionarios. Y, en tanto que panfleto, tiende a compartir las simplezas (dotadas, sin embargo, de eficacia retórica) propias del género.
Pero creo que resulta más interesante -que expresar nuestra condena ideológica sobre la obra- rescatar aquello que posee mayor interés, desde un punto de vista político (abierto a la posibilidad de la revolución), en la narración. Que es, según creo, la distancia considerable que casi siempre existe entre la constatación de la inaceptabilidad moral de la realidad sociopolítica existente y la disponibilidad efectiva de alternativas de acción política que aseguren su transformación. En efecto, contra lo que demasiadas veces un pensamiento revolucionario simplista ha pretendido, no existe ningún paso necesario del primer estado al segundo. Antes al contrario: no resulta infrecuente que aquellos que más agudamente soportan las consecuencias de la dominación y/o de la injusticia no se hallen precisamente en la mejor de las situaciones para enjuiciar de forma adecuada las alternativas de acción política realmente existentes. Y, por consiguiente, pueden llegar a dejarse atrapar en auténticas "ilusiones revolucionarias": carentes de viabilidad o ligadas a objetivos equivocados.
Desde luego, esto ha de suscitar dilemas enormes a cualquier teoría política (normativa) de la revolución. En todo caso, creo que el hecho de contribuir a que dichos dilemas se hagan patentes no es el menor de los méritos que puede alegarse en favor de una novela política.
En este sentido, en tanto que visión distópica, la narración de Naipaul opera (como siempre lo han hecho las utopías, desde los inicios de género) por inversión: los blancos liberales son ingenuos y cobardes, las mujeres europeas comprometidas van buscando su propia satisfacción (experiencias, sexo, exotismo, "emociones fuertes", etc.), los pretendidos líderes revolucionarios negros en realidad son vulgares criminales comunes con ansias de grandeza,... Y solamente algunos individuos instalados en el marco del sistema (del imperialismo occidental que domina y explota las riquezas de la innominada isla caribeña en la que la historia narrada se desarrolla) pueden ser vistos como personajes aceptablemente "positivos": el blanco acaudalado y el político negro ascendente, que comprenden que verdaderamente "hay demasiados locos" en la isla, por lo que ninguna revolución, con resultados positivos, es posible ni esperable; todo es retórica, todo es farsa.
Pero Naipaul no se limita a presentar de forma calmosa su distopía, sino que intenta transmitir un estado anímico próximo a la histeria en todos los habitantes de la isla, que sería lo que explicaría sus veleidades revolucionarias. Podríamos decir, entonces, que Naipaul se hace trampas aun en su propio juego. Puesto que, si la revolución fuese un ensueño, no resultaría imprescindible que l@s soñador@s resultasen ser "pobres locos": bastaría con que fuesen políticamente impotentes.
Naipaul, sin embargo, abunda en narrar escenas que pretenden acumular tensión en torno a los acontecimientos: amenazas de violencia, señales ominosas, conversaciones nerviosas y asustadas. Todo ello, por supuesto, culminando con la explosión de violencia, sexual y física, en la conclusión de la novela. Y su ocultamiento -y, por consiguiente, condonación- por parte de los occidentales, con tal de preservar el statu quo. Hay que decir, no obstante, que la violencia ambiental resulta, de hecho, poco convincente en su descripción literaria; acaso la parte más débil de la novela.
Por supuesto, cabe cuestionar la visión política (abiertamente contrarrevolucionaria) de Naipaul: en este aspecto político, es obvio que su novela (como, por cierto, otras muchas que han tratado el tema) se aproxima más a un panfleto que a ningún intento de penetrar en las entrañas de las complejidades de los procesos revolucionarios. Y, en tanto que panfleto, tiende a compartir las simplezas (dotadas, sin embargo, de eficacia retórica) propias del género.
Pero creo que resulta más interesante -que expresar nuestra condena ideológica sobre la obra- rescatar aquello que posee mayor interés, desde un punto de vista político (abierto a la posibilidad de la revolución), en la narración. Que es, según creo, la distancia considerable que casi siempre existe entre la constatación de la inaceptabilidad moral de la realidad sociopolítica existente y la disponibilidad efectiva de alternativas de acción política que aseguren su transformación. En efecto, contra lo que demasiadas veces un pensamiento revolucionario simplista ha pretendido, no existe ningún paso necesario del primer estado al segundo. Antes al contrario: no resulta infrecuente que aquellos que más agudamente soportan las consecuencias de la dominación y/o de la injusticia no se hallen precisamente en la mejor de las situaciones para enjuiciar de forma adecuada las alternativas de acción política realmente existentes. Y, por consiguiente, pueden llegar a dejarse atrapar en auténticas "ilusiones revolucionarias": carentes de viabilidad o ligadas a objetivos equivocados.
Desde luego, esto ha de suscitar dilemas enormes a cualquier teoría política (normativa) de la revolución. En todo caso, creo que el hecho de contribuir a que dichos dilemas se hagan patentes no es el menor de los méritos que puede alegarse en favor de una novela política.