David O. Russell siempre se ha caracterizado por mantener una relación extremadamente ambigua con los géneros cinematográficos: sus películas tienden a enmarcarse, de alguna manera (flexible), dentro de los mismos; pero, al tiempo, hay siempre algo en sus narraciones que se escapa de las convenciones genéricas...
Silver Linings Playbook no constituye ninguna excepción a esta característica. Aquí, el marco genérico resulta ser la comedia romántica. En apariencia al menos, los protagonistas de la película de Russell se conocen, constatan sus diferencias, las afrontan y superan, logrando construir una pareja.
Hasta aquí, el género. Sin embargo, lo cierto es que el hecho de que el guión gire alrededor de dos protagonistas aquejados de trastornos psíquicos agudos (y de que, a diferencia de lo que, al parecer, ocurría en la novela que se adapta, no se trate de personas sujetas a largos tratamientos e internamientos psiquiátricos previos) cambia de modo sustancial el significado de la narración. Pues esta primera parte de la trama (el trastorno de personalidad como factor condicionante de la conducta) colisiona de forma frontal con los presupuestos (tanto con los ideológicos como con los formales) que parecería que han de regir la narración de una comedia romántica "clásica".
En efecto, en Silver Linings Playbook la construcción del sentimiento amoroso y de la pareja aparecen como fenómenos lindantes con la obsesión, con la ansiedad, con la manía. En realidad, sabemos que hay algo de eso: el deseo, sus formas y sus efectos sobre el individuo deseante y sobre la interacción entre deseante y deseado, resultan decisivos como factores causantes de la atracción sexual y de las relaciones de pareja. Y conocemos también que el deseo constituye una compleja construcción psíquica, en la que racionalidad, imaginación y pulsiones concurren de modo siempre problemático.
La cuestión, entonces, es que los dos protagonistas de Silver Linings Playbook tan sólo vienen a actuar roles que existen de cualquier modo: los de sujetos tendentes al delirio. Un delirio que, en su caso, acaba convirtiéndose en la apertura hacia la posibilidad de una interacción, entre ellos.
Y la cuestión es igualmente que, al lado de los dos protagonistas trastornados, la película muestra todo un amplio panorama, familiar y comunitario, de personas (el personaje del padre de Pat, encarnado por Robert De Niro sería paradigmático en este aspecto) que también obran de forma anómala. De manera que el delirio podría ser colectivo...
¿Qué mayor subversión, entonces, del canon genérico que elaborar una narración acogida al género de la comedia romántica y mostrar, a continuación, el carácter esencialmente delirante de sus tramas?
Todo ello, acompañado por una puesta en imágenes que se esfuerza a acompañar a sus protagonistas en su desenvolvimiento psíquico, pero que no disminuye en ningún caso la tensión que los personajes (la interpretación actoral es particularmente reseñable para el caso de Bradley Cooper) crean. Y que, por consiguiente, tampoco es capaz de evidenciar la distinción -problemática, en todo caso, en el ámbito del deseo- entre realidad y fantasía. Lo que, de nuevo, contribuye (ahora, en el plano formal) a completar la efectividad -subversiva- de la narración, pretendidamente romántica.