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lunes, 25 de marzo de 2013

Remedios Ávila: El desafío del nihilismo


Parece evidente (y así ha sido destacado por las mentes más lúcidas): vivimos en una época que -por decir lo menos- es propensa el nihilismo. Por más que sochantres variopintos de diversas sectas y capillitas intenten ocultarlo y vendernos seguridad y "espiritualidad", y aunque el ruido atronador de la publicidad logre a veces aturdirnos y hacernos olvidar, al final, siempre volvemos, hoy en día, a recobrar a nuestra viejas compañeras: la angustia, el vértigo ante el vacío y el sinsentido. Siempre estuvieron ahí, por supuesto. Pero, a medida que nuestro conocimiento acerca de la realidad se ha ido afirmando, hemos venido a cerciorarnos de que, efectivamente, lo que hay es lo que hay: no hay más. No hay, pues, algo maravilloso (un dios, una vida después de la muerte, una transmigración de las almas,...) dispuesto a suplir nuestras carencias actuales.  Pero es que tampoco nuestra razón y nuestra humanidad parece que vayan a ser remedios convincentes para ello. Y, pues, hay entonces dolor, dudas (razonables y sentidas) sobre la propia identidad, sobre las razones para vivir y seguir viviendo, sobre qué debería ser perseguido en esta existencia, y qué no. Puesto que ni grandes relatos, ni dioses, ni esencias, ni teleologías ni la "razón natural" permiten asegurar cualquiera de estas cuestiones.

Éste es el contexto en el que se explican libros como el que hoy comento (Trotta, Madrid, 2005). Fruto de un proyecto de investigación en Filosofía (demostrando una vez más que, en contra de la pretensión tanto de los filisteos como de sedicentes "expertos en educación" y de los ministros que les ríen las gracias, la investigación filosófica sigue siendo pertinente e imprescindible), del que han aparecido también otros frutos bibliográficos (que intentaré ir comentando), este ensayo de Remedios Ávila intenta enfrentar -valga la redundancia- de cara y por derecho las cuestiones más centrales de la cuestión (¿problema?) del nihilismo. Excavando, para ello, en la tradición filosófica. Y, sobre todo, intentando -y lográndolo verdaderamente- preservar su reflexión de dos riesgos que, en este tema, me parecen evidentes: el gimoteo (explicarnos, por enésima vez, en un mal remedo del existencialismo, por qué "nada tiene sentido") y la elusión (de las dificultades y oquedades).

La "alternativa" (tal vez el término resulte un tanto exagerado) que Ávila propone para afrontar los dilemas del nihilismo pasa por recuperar, de un modo esencialmente moderno (y aquí hay una diferencia capital con el pensamiento reaccionario de toda laya), es decir, que asuma su carencia de fundamentación última, la tradición metafísica. Y, en particular, los esfuerzos de dicha tradición por encarar cuestiones tan centrales, desde el punto de vista existencial, como las de la identidad, el dolor y la finitud.

En este trayecto, la reflexión de la autora acaba (como seguramente no podía ser de otro modo) por llegar hasta Nietzsche. Friedrich Nietzsche ha sido, tal vez, dentro de la tradición del pensamiento occidental, el primero que se colocó de forma completamente abierta y explícita en el centro de la polémica acerca del nihilismo y de (la carencia de) el sentido. Por supuesto, al ser el primero (por más que hubiese precursores ilustres), ocupa una posición ambigua en la tradición filosófica: ¿el último metafísico, el primer nihilista, el debelador del nihilismo? En realidad, aquí y ahora (no estamos haciendo Historia de la Filosofía), no nos importa tanto esta cuestión.

Más relevante me parece considerar los "remedios" que Nietzsche -y, con él, la autora- parece sugerirnos para hacer frente al desafío (práctico, ante todo, aunque también teórico) que el nihilismo presenta, sin duda alguna, a la existencia humana; a la existencia que pretenda ser consciente de lo que realmente es, claro está. Remedios que podrían sintetizarse en la demanda de una "actitud piadosa" por parte del sujeto. Una "piedad", desde luego, radicalmente atea. Pero una piedad, de algún modo, semejante a la que -dice Nietzsche- albergaban las tragedias de Sófocles: admiración ante el aciago destino humano y respeto hacia el mismo, y hacia su sujeto (¿agente, paciente?).

Una piedad, en el doble sentido del término: como compasión y como religiosidad. Pero que se plasma no en la compasión plagada de conmiseración hacia el otro, sino en un amor vitalista (y, consiguientemente, ¿caprichoso?) hacia él. Y que no se concretar en las formas religiosas institucionalizadas (y tristes, y represivas), sino en un anhelo de éxtasis y de la experiencia de la plenitud.

Todo ello, además (y aquí, otra diferencia capital con esas religiones de los débiles que -como el cristianismo- Nietzsche siempre fustigó, con tanta razón), transido de humor y de alegría. (Y, por supuesto, todo ello también partiendo del presupuesto -debería resultar innecesario recordarlo- de la carencia de cualquier sentido, trascendente o inmanente, de lo real, y de lo humano.)

Piedad (amor, éxtasis) y alegría: tales parecen ser las "recetas" que, a partir de las notables reflexiones de Nietzsche, se nos presentan. Podríamos preguntarnos, ahora, si son posibles. Deberíamos responder que sí, que lo son: si adoptamos la actitud adecuada, podemos apostar por el amor, por el éxtasis y por la alegría. Podemos intentarlo, ensayarlo. Y, así, transitar mejor por el árido paisaje del mundo (des)habitado por el nihilismo.

Podemos preguntarnos luego si estas recetas suficientes. Responderíamos, seguramente, que no. Que no podemos, solamente con ellas, rehuir la realidad de la carencia de sentido. Que tan sólo lograremos aquietar algo la angustia y embridar el vértigo.

Es importante, en todo caso, destacar que lo que Nietzsche tiene que proponernos es, ante todo, una actitud: una cierta disposición a la hora de enfocar nuestra praxis existencial. Y es importante, porque, como es sabido, las actitudes se entrenan y modifican; y pueden ser actualizadas -en comportamientos concretos- una y otra vez. De manera que, al cabo, acabamos por llegar a un lugar no tan lejano del "cuidado de sí" que Michel Foucault demandaba, en sus escritos éticos (o también ha estudiado Pierre Hadot). Heredero, en buena medida, del pensamiento epicúreo. Un camino, pues, por el que intentar avanzar, en el afrontamiento de los desafíos del nihilismo.

(Seguiré reflexionando, y escribiendo, sobre la cuestión en entradas sucesivas, puesto que el tema se revela prácticamente inagotable...)


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