El Grupo de Estudios de Política Criminal (del que formo parte) acaba de publicar Una propuesta alternativa de regulación del uso de la fuerza policial.
Reproduzco aquí, por su interés, el manifiesto, suscrito por decenas de jueces, fiscales y profesor@s de Derecho Penal (en el libro le acompaña una propuesta articulada de regulación):
MANIFIESTO SOBRE LA REGULACIÓN DEL USO DE LA FUERZA POLICIAL
1.- En el lenguaje usual del derecho se asocia la organización de la policía a una potestad del Estado relacionada con el monopolio de la violencia y la utilización legítima de la fuerza. Sin embargo, ese discurso no debe impedirnos reconocer que la violencia ilegítima y el abuso policial están en el núcleo del propio sistema y que, por tanto, la cultura de la legalidad demanda de una actitud de prevención y fiscalización frente a los aparatos que ejercen con carácter exclusivo el empleo de la coacción en nombre del Estado. La experiencia histórica nos dice que cuando no se adopta esa actitud de alerta, el aparato estatal encargado del uso de la fuerza se convierte en fuente de vulneración sistemática de los derechos y de las libertades. Es la vieja cuestión del control de los custodios. Hay que reconocer, dato esencial y punto de partida, que la policía, a quien la Constitución encomienda la investigación de los delitos, la protección del libre ejercicio de los derechos y la seguridad ciudadana, es una institución ubicada en la encrucijada de máxima tensión en el conflicto entre libertad y seguridad. Pero ello no puede servir de excusa a los gobernantes y a las instituciones políticas para desentenderse de la responsabilidad de establecer aquellas reglas de actuación que garanticen un respeto exquisito por parte de todas las fuerzas policiales a los derechos fundamentales de los ciudadanos. Sólo dentro de este marco de respeto es legítimo diseñar políticas de seguridad ciudadana.
2.- Una característica destacada, enormemente preocupante, de este sector de actividad del Estado que representa la coacción policial (tanto la preventiva como la represiva) es la ausencia de una regulación con la suficiente densidad como para merecer tal nombre. Algunos datos nos permiten sustentar la afirmación de que, en este ámbito, existe una suerte de anomia. Esta situación resulta inadmisible desde la perspectiva de los derechos individuales, pero también desde la necesaria seguridad jurídica que demanda la actuación de una policía democrática, una de cuyas más firmes aspiraciones debe ser la de que sus miembros puedan conocer con la debida certeza cuáles son las pautas de actuación a que deben ajustarse. En efecto, el art. 5 de la Ley orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, constituye el marco jurídico de los muy diversos modos de intervención policial. En dicho precepto, bajo la fórmula de “principios básicos de actuación”, únicamente se realizan declaraciones genéricas acerca de la adecuación al ordenamiento jurídico, el respeto a la Constitución, la neutralidad política, la imparcialidad y la prohibición de discriminación o sobre la integridad (en particular para reparar en la abstención de todo acto de corrupción), los principios de jerarquía y subordinación o la irrelevancia de la obediencia debida a órdenes manifiestamente ilegales. Además, se proclaman las obligaciones de impedir cualquier práctica abusiva, arbitraria o discriminatoria que entrañe violencia física o moral, de observar un trato correcto y esmerado en las relaciones con los ciudadanos y de proporcionarles información sobre las causas y la finalidad de su intervención. Respecto a la cuestión del uso de la violencia, la norma mencionada se limita a enunciar las siguientes pautas: actuar con la decisión necesaria y sin demora para evitar un daño grave, inmediato e irreparable y orientarse por los principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad en la utilización de los medios. Se indica igualmente que sólo podrán utilizar las armas en las situaciones de “riesgo racionalmente grave para su vida, su integridad física o las de terceras personas, o en aquellas circunstancias que puedan suponer un grave riesgo para la seguridad ciudadana”. Por fin, en relación con las detenciones, se reiteran los deberes de trato correcto, de la necesaria identificación del funcionario ante los destinatarios de su acción y de respeto a los plazos que se estipulan como límite y garantía. Ese es todo el programa que la ley brinda para articular una policía respetuosa con la libertad y los derechos y pautar su actuación. Porque la Ley orgánica 1/92, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, se limita a identificar los ámbitos y finalidades de la intervención policial, pero no añade nuevas garantías. De igual modo, aquellos instrumentos internacionales que pretenden regular la actuación policial (Declaración sobre la policía de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa de 1979, Recomendación Rec. (2001) 10 del Comité de Ministros del Consejo de Europa sobre el Código Europeo de ética policial, Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y Principios básicos sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, aprobados ambos por las Naciones Unidas) se limitan a enunciar los mismos principios generales de legalidad, proporcionalidad y diligencia debida.
3.- Ese estado de práctica desregulación expresa, a nuestro entender, no sólo la dificultad de la empresa, sino también una cierta desidia por parte de los poderes públicos, acaso intencionada. De hecho, y ello no debe de ser casualidad, la regulación más detallada del comportamiento policial se halla recogida en esa particular clase de normativa constituida por las instrucciones y circulares del Ministerio del Interior, así como de las consejerías competentes de las Comunidades Autónomas. Se trata, en efecto, de una suerte de “infraderecho”, de difícil acceso y control, que produce el resultado de dejar a la ciudadanía inerme a la hora de hacer valer sus derechos ante cualquier comportamiento irregular o abuso manifiesto. Lo que resulta inaceptable en un Estado de Derecho que pretende garantizar adecuadamente los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a los abusos del poder. La cuestión adquiere especial relevancia en un momento como el actual, donde prosperan interesados discursos que alzapriman la seguridad como máximo exponente de lo que el Estado está obligado a garantizar, aunque sea a costa de la libertad. En tal contexto, la policía recupera un papel central en la represión de los ilícitos cotidianos cometidos por los grupos sociales discriminados y en la contención de las poblaciones sospechosas. Y, por ello, se viene a aceptar que cualquier constricción que pudiera afectar al rendimiento de la eficacia policial (aun en beneficio de los derechos fundamentales y de la libertad personal) resultaría disfuncional e inasumible.
4.- La tarea de disciplinar la actuación policial y el uso de la violencia y de la coacción resulta, sin duda alguna, compleja a causa de las características de dicha intervención. En la organización policial, es el agente quien toma la decisión, cuando desarrolla misiones de vigilancia, de prevención o de persecución de ilícitos, acuciado por la urgencia. Se construye así un espacio de autonomía funcional, potencialmente expansivo. De un poder extremadamente discrecional, que corre el riesgo de convertirse en pura arbitrariedad, difícil de controlar. Dificultad que se agrava por el hecho de que buena parte de las víctimas de la violencia policial ilegítima pertenecen a quienes ocupan los estratos inferiores del cuerpo social. La sociedad sólo parece cobrar conciencia de estos problemas cuando los sujetos pasivos de la coacción gozan de un estatuto político, económico o social que provoca un interés mediático. Pero debe recordarse que, cotidianamente, la violencia policial es padecida por muchos ciudadanos sin poder de reacción. Hay que constatar un flagrante desajuste entre los principios que deberían regir cualquier actuación de los poderes públicos y la realidad de la actuación policial. Es más, la violencia institucional (policial) suele haber sido sufrida ya de manera irreversible cuando las garantías del proceso penal pueden desenvolverse. Ante tal grado de discrecionalidad y de opacidad, resulta obligado realizar el esfuerzo (un esfuerzo que, hasta ahora, no han hecho nuestros gobernantes) para someter la violencia policial a disciplina y restricción. Para ello es preciso, antes que nada, visibilizar el problema, reconocer que existe. Y dejar de lado la práctica habitual de los poderes del Estado de negarlo y silenciarlo. Una actitud que se constata con solo repasar los informes de organismos internacionales (Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, Relatores sectoriales del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas) y de organizaciones de derechos humanos, o leer algunas sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal Constitucional español, que ponen de manifiesto la ausencia de una investigación judicial eficaz incluso en el caso de prácticas tan graves como la tortura. Una ausencia de investigación que, claro está, contribuye al mantenimiento de la invisibilidad del abuso de la fuerza policial. Y, una vez que se ha tomado conciencia del problema, resta lo fundamental, esto es, someter la coacción policial a la razón del derecho.
5.- Conviene exponer brevemente cuáles son aquellos espacios de actuación policial, tanto por lo que respecta a las actuaciones preventivas en materia de seguridad ciudadana y control de extranjería, como en lo que atañe a las actuaciones en materia de investigación y represión del delito, en los que es preciso que los derechos fundamentales de los ciudadanos resulten efectivamente garantizados, por tratarse de ámbitos de singular riesgo. Así, merecen especial mención, entre otras, las diligencias de identificación y los controles de documentación en la calle, los cacheos superficiales en los espacios públicos y los cacheos integrales en lugares reservados, los controles de alcoholemia y de drogas, las redadas, el cierre perimetral de espacios urbanos, las técnicas de patrullaje y la vigilancia policial, el desplazamiento forzoso de personas y poblaciones, las técnicas de prevención situacional, el control mediante videovigilancia, la extracción coactiva de muestras biológicas, la captación aleatoria o prospectiva de comunicaciones, la detención de inmigrantes a efectos de identificación y la utilización de rasgos étnicos como indicio de sospecha, el uso de la fuerza o coacción de todo tipo para la reducción e inmovilización física de las personas, el desalojo de edificios o viviendas, la disolución de manifestaciones con empleo de medios de dispersión masiva, las cargas policiales frente a muchedumbres y otros métodos antidisturbios. De igual modo, no es menor la problemática que rodea a la detención de personas y su conducción a dependencias oficiales, el uso de las armas de fuego y de otros medios de agresión y defensa, la aplicación de los grilletes, los traslados de sede y de ciudad, los desplazamientos a edificios judiciales en furgones y con exposición pública de detenidos y presos maniatados, la duración de la detención, el ingreso y encierro en celdas y calabozos y las diversas técnicas de interrogatorio.
6.- Es preciso, pues, elaborar un marco jurídico que regule el uso de la fuerza policial, a partir, pero también más allá, de los meros principios. En ese sentido son de utilidad, pero insuficientes, los códigos de ética policial, como el aprobado en Cataluña (Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya Núm. 5757 – 17.11.2010).
Frente al infraderecho, es necesario contar con normas imperativas y accesibles, que contengan, al menos:
· Reglas específicas de actuación para los agentes policiales, en los distintos ámbitos de intervención, que desarrollen y detallen los principios generales;
· Mecanismos de supervisión de dichas actuaciones, lo que, en cualquier caso, exige la publicidad de las instrucciones y circulares internas;
· Procedimientos de denuncia e investigación, que garanticen la independencia, celeridad de la pesquisa y la ejecutividad de las resoluciones sancionadoras.
Málaga a 26 de noviembre de 2010.