Hace ya tiempo que se discute, en relación con el cine contemporáneo más comercial, acerca del concepto de "cine de atracciones" (extraído de las investigaciones sobre el cine primitivo): el moderno cine comercial (pongamos: The rock o The Lord of the Rings) estaría -reza la tesis subyacente- renunciando progresivamente a la narratividad, en beneficio de la pura causación de emociones, puramente irracionales.
Resulta harto dudoso que la tesis (eminentemente nostálgica, en el fondo) posea alguna verosimilitud, como descripción del objeto que pretende examinar: porque el cine siempre ha operado combinando -va en su esencia en tanto que medio audiovisual- información susceptible de ser verbalizada con otra meramente sensorial; y porque, en fin, las ciencias de la mente nos indican que no existe ni ha existido nunca una distinción plausible entre emociones y pensamientos. Parece, por ello, que en el moderno cine comercial lo que hay es, más bien, nuevas formas de transmitir informaciones y sensaciones, que se distancian de (algunas de) las usuales en el cine clásico, pretendiendo adaptarse a nuevos estilos de recepción por parte de l@s espectador@s, o acaso tan sólo al ansia por ser originales.
Esto no quiere decir que no sea posible hallar algunas muestras de "cine de atracciones" hoy: no perfectamente puro (para hallarlo en su pureza, seguramente habría que acudir al cine generado por las vanguardias históricas, así como a ciertas formas de cine experimental contemporáneo), pero sí bastante escorado hacia la comunicación de sensaciones, antes que de información verbalizada.
Amer podría ser, precisamente, una de tales ejemplos. Pues es evidente que, a través de la imagen (composición de los planos, iluminación, montaje) y del sonido (sonido diegético y música extradiegética), con muy escasos diálogos y una interpretación actoral ciertamente limitada, pretende, sin embargo, transmitirnos, antes que nada, un cierto sentimiento: de incomodidad ante el deseo, de certidumbre acerca de su carácter potencialmente destructivo...
Ejercicio filmico, pues, de puesta en imágenes de sensaciones (mostradas como sentidas por su personaje protagonista), que pretende asegurar la empatía del/a espectador(a) hacia las mismas.
Mas he aquí, en dónde reside el truco de este pretendido "cine de atracciones" (tan alejado, entonces, del prototípico, de Georges Méliès y otros directores primitivos): para asegurar el efecto sobre l@s espectador@s, la película se apoya explícitamente en buena parte de la panoplia de estilemas propios del giallo italiano de los años sesenta y setenta; en sus trucos visuales y sonoros. Y sobre su trasfondo temático (harto dudoso, por lo demás, en su simplismo): la conexión entre deseo, represión, sexo y muerte; una conexión que, aquí, se intenta despojar en alguna medida de los tintes moralistas presentes en el género original (aunque sin conseguirlo plenamente).
Y, entonces, más que de un verdadero "cine de atracciones", hemos de hablar de un cine de la cita explícita, de la remisión. Porque, como espectador@s, somos objeto de una operación (no sé si innoble, mas, cuando menos, escasamente enriquecedora) en la que, a través la técnica del pastiche, se nos presiona para que entremos en un determinado marco de comprensión de la narración.
Podemos entrar en él, podemos colocarnos en la posición de intentar entender las emociones de la protagonista de la película, podemos seguir la (escasa) tensión provocada por la narración. Pero lo que nos resultará imposible -al menos, a mí me lo parece- es llegar a emocionarnos nosotr@s mism@s. Es lo que tiene el recurso a materiales (que, por lo demás, nunca fueron demasiado interesantes) ya manidos: que poco pueden ya revelarnos, si no es en manos de un verdadero creador.