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viernes, 8 de junio de 2012

Mad men (Mathew Weiner, 2007-2015)


Después de ver completas las cuatro primeras temporadas de esta serie televisiva, creo haberme formado ya una impresión suficientemente vívida acerca de la misma. Confieso mi dificultad para hallar alguna empatía con sus dos vectores temáticos -y formales- esenciales: la reconstrucción (de verdadera fascinación pop podríamos hablar...) de eso que la mitología norteamericana ha dado en entender como "años cruciales" de formación de su presente cultura y sociedad, los años sesenta (hace algún tiempo comentaba ya otra visión, algo más profunda, del mismo tema: la de la Underworld U.S.A. Trilogy, de James Ellroy), de una parte; y, de otra, la presentación de seres (hay que sobreentender: antecedentes directos de nuestros contemporáneos, de nosotr@s mism@s, en suma...) que, a base de poner en práctica el "American dream" (consumismo, sumisión y autoengaño, en más o menos desequilibrada combinación), acaban por alcanzar el más hondo estado de infelicidad permanente.

Confieso, como decía, que no me ha resultado difícil hallar algo interesante en una narración de esta índole. Por razones ideológicas, por una parte: aun siendo muy ciertas, siempre me han parecido banal la exposición de las miserias morales de la ciudadanía que decide autolimitarse y destruirse, a base de someterse y de castrar sus potencialidades de autonomía (tanto en el plano moral como en el político, como en el estético). Al menos, espero de quien sobre esto discursea que sea capaz (como, pongamos por caso, un Ingmar Bergman) de intentar profundizar, penetrar en las bases existenciales (antropológicas, pues) y/o políticas de tamaño desasosiego, pues en otro caso me resulta un tanto pueril el lamento de lo que es, por lo demás, obvio y evitable.

Pero es que, además, Mad men no sólo adolece, a mi entender, de falta de profundidad temática: me molesta sobremanera, también, el evidente esfuerzo de la narración (de los guiones, así como de la realización visual) en cargar las tintas, en enfatizar, con la evidente finalidad de volver obvio el mensaje que la narración pretende transmitir (un mensaje que, como he señalado, ni es original ni es profundo).

Así las cosas, podría concluir aquí, recordando la sabia observación que leía recientemente de Adrian Martin (en Caimán. Cuadernos de Cine nº 4, abril 2012), de que a veces, cuando alabamos tanto la narratividad de las modernas series televisivas norteamericanas (¡y cómo no hacerlo, si las comparamos con las tediosas series tradicionales, sólo salvables como artefacto camp!), estamos dejando entrar por la ventana -la narración clásica más convencional, aquella que denostamos en, digamos, Fred Zinnemann- lo que habíamos pretendido expulsar por la puerta, al apostar por un tipo de cine estéticamente más inquieto (y revelador).

A pesar de ello, sin embargo, debo decir que he acabado por encontrar un interés a la narración de Mad men. Y es que el amplio elenco de "seres humanos deshabitados" que la serie nos presenta pueden llegar a interesarnos -a interesarme a mí, cuando menos- no a causa de sus tontas y pueriles vicisitudes (en el amor, en el trabajo, en la familia, en la presunción), sino más bien por permitir que nos planteemos una pregunta, que vale por toda una serie: ¿es posible que ser un hombre (varón o mujer) deshabitad@ resulte, en realidad, mucho más atrayente para la conciencia humana de lo que las morales al uso presuponen? ¿Es posible, entonces, ser feliz como ser vacío? ¿Hay, en realidad, alguna diferencia?

Don Draper (Jon Hamm), el protagonista máximo de Mad men, constituye un magnífico campo de pruebas para la cuestión que acabo de plantear. Parecería, en efecto, que la vida que la serie nos presenta es, ante todo, una existencia sin horizonte ni sentido: que todo su éxito superficial está transido por la desorientación, por el dolor, por el íntimo fracaso. Pero, ¿es verdaderamente así? ¿No disfruta un halcón al jugar al gato y al ratón con su presa, sintiendo la emoción de la caza, y de la victoria?

Acaso la pregunta no se la deberíamos hacer al pobre Don Draper, sino a Friedrich Nietzsche, que es quien nos prometió que, si actuábamos como "señores" y no como siervos, alcanzaríamos el paraíso en la tierra. Y tal vez lo que sucede es que Don Draper (¿ni la mayoría de nosotr@s?) aún no se ha enterado de que tras Niezsche llegó Martin Heidegger, con sus funestos, pero clarividentes, presagios acerca de nuestro destino...




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