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lunes, 25 de junio de 2012

"Kinatay", de Brillante Mendoza



Brillante Mendoza tiene -lo señalaba ya en otra ocasión- la capacidad para dotar de una formalización adecuada (y espléndida, por lo demás) a la mostración de la realidad que lleva a cabo en sus películas: alejándose de la retórica más manida del realismo, consigue que su cámara penetre, sin embargo, no sólo en cuanto ocurre externamente, sino también en los recovecos de las emociones de sus personajes.


Aquí, en Kinatay, Mendoza nos presenta el abismarse en el horror (un horror profundamente próximo -a diferencia de buena parte del cine de terror, Mendoza no busca el horror en lo extraño, sino en nuestro entorno) de un joven. Un joven que sigue aquello que las normas sociales le indican que debe hacer para "progresar en la vida": se casa, está estudiando, tiene buenas expectativas profesionales,... Pero todo ello pasa, además (y esto no ha sido puesto en claro en la educación que ha recibido), por aceptar que dicho progreso implica también asumir el final de su inocencia: admitir que tendrá que convertirse en uno (monstruoso) más, de cuantos le rodean y viven a su alrededor.

De esta manera, Kinatay, que en su trama narra una convencional -bien que violenta- historia de corrupción policial y ajuste de cuentas, logra, sin embargo, a través de la puesta en forma de la narración (de esa cámara que persigue en planos extremadamente cerrados a sus protagonistas, de la iluminación reducida y del grano grueso de su textura visual, de una música extradiegética que puede ser calificada de confusa -aunque, es cierto, extremadamente funcional), transmitirnos la emoción de quien afronta por primera vez el horror de la existencia en un medio social que (aun cuando lo disimule con eufemismos y propaganda) se basa en la injusticia y en la violencia. Quien reconoce, entonces, que esa va a ser su forma de vida. Y que el amor que siente por su mujer y por su hijo tendrán que transitar por caminos paralelos a los que, luego, en su cotidianidad afuera, se convertirán en rutas de opresión.

Pues tenemos que sospechar que Peping (Coco Martín), el estudiante de la academia de policía que se enfrenta por primera vez al los ineludibles hechos de la violencia, de la tortura y de la muerte de otros seres humanos, y es incapaz de evitar su implicación en dichos actos, ni de evitarlos, acabará por ser uno más de los muchos policías corruptos que actúan en Manila...

Una violencia, una tortura y una muerte que son presentadas en toda su crudeza: sin los regodeos, propios del torture porn contemporáneo, mas también sin elipsis tranquilizadoras. Todo visto a través de los ojos -horrorizados- del protagonista, de las emociones que éste ha de soportar, en esas terribles horas de una noche que, para él (y para la víctima, claro está), resultan ser de pesadilla, y así son presentadas.

¿Qué mejor manera que ésta, para presentar en imágenes narrativas la parte más perversa de la ideología liberal que, mediante la distinción entre "lo público" y "lo privado", permite a un individuo actuar, a veces, como un sociópata (y, gracias a ello, tener éxito en su actividad laboral), mientras en la intimidad acaricia a sus niños o escucha a Franz Schubert?


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