El western siempre ha sido un género cinematográfico proclive a sustanciar debates de naturaleza política. En efecto, su ubicación espacio-temporal en un momento y en un lugar en los que se están construyendo una sociedad, una comunidad, una comunidad política, un poder político, etc., obliga con frecuencia a presentar problemas dramáticos en torno a las experiencias políticas de los personales. (Por supuesto, la resolución suele ser mítica -ideológicamente deformada, muchas veces mendaz. Pese a ello, el propio hecho del planteamiento resulta casi siempre de interés.)
Aquí, la cuestión que se suscita es la de la duplicidad del soldado, ser humano y, al tiempo, también apéndice de un órgano mecanizado y diseñado para exterminar a otros seres humanos. A partir de un argumento ambientado en la guerra norteamericana de secesión, la película presenta el desarrollo de un plan para llevar a cabo un golpe de mano por parte de tropas sudistas en una población de Vermont, territorio nordista, aunque muy alejado de la guerra.
La cuestión es que el líder de las tropas del Sur (encarnado por Van Heflin) se ve obligado a convivir durante varios días con la población civil del lugar que va a ser objeto de su ataque. Y, durante ese tiempo, tratado como un huésped, se ve enfrentado al dilema moral de "hacer honor a su deber" (y destruir el pueblo) o, por el contrario, seguir su inclinación moral propia y respetarlo. Al final (en un rasgo de realismo que honra a los argumentistas de la historia), el mayor Benton acaba por inclinarse por su deber militar: mata y destruye, como es su deber. Pero, para ello, ha tenido que renegar de cuanto en él había de decente (por más que, en teoría, la guerra debía estar animada por un hondo sentido moral).
Desde luego, todo lo anterior es presentado por Hugo Fregonese con blandura, sin cargar las tintas sobre el dramatismo de la situación en la que se halla el protagonismo, con algunas pinceladas de comprensión entre las partes del conflicto (que no impiden, eso sí, que cada una se comporte como se supone que "se debe"). Pero, a pesar de la blandura, no es posible evitar la sensación de que el individuo-soldado de la historia es un individuo inevitablemente demediado, que renuncia a buena parte de sí mismo...